lunes, 27 de marzo de 2017

«Libra», de Don Delillo





DELILLO, Don, Libra, Barcelona, Austral, 2014; 494 páginas. [Libra, 1980]. Traducción de Margarita Cavándoli.

            La sensación de estar perdiéndome algo valioso me ha llevado a leer esta novela, obra de mérito indudable pero que a mí se me ha hecho larguísima a causa del tema —la preparación del asesinato de JFK, el asesinato mismo y la muerte de los protagonistas—, algo que me parece demasiado visto y oído. Confieso que me precipité al elegir la novela. Sabía que el autor era bueno, él sí merecía la pena, pero la novela no lo tengo tan claro. La he acabado por esa especie de amor propio que me ha llevado a leer desde el Amadís de Gaula, que no es Tirant lo Blanc, hasta la Biblia o En busca del tiempo perdido. Creo, me he enterado después —estos días—, que la novela fue un superventas, pero dudo mucho que la haya leído mucha gente, al menos en Europa. A mí me queda el tema un poco lejano, como muy de americano obsesionado con sus iconos nacionales. Ya de pequeñito, nací en los sesenta, me atiborraron de imágenes de las calles de Dallas, de un descapotable descomunal, de la cabeza del presidente caída, de la expresión de Oswald en el momento de ser asesinado. Tuve bastante de ese asunto.
De todas formas, la novela tiene valores indudables. Uno de ellos es la delicadeza, la ternura incluso, con la que trata a Oswald, al que vemos como un ser desvalido, de físico débil, de comportamiento manejable, influenciable, que se convierte en una marioneta en manos de intereses anticastristas. La principal víctima de toda la historia, mucho más que el mismo Kennedy, es él mismo. La segunda víctima, que emerge con mucha fuerza al final, es su madre. Delillo realiza un paralelismo entre las figuras de Jesús y María y la de Oswald y su madre, paralelismo al que alude de forma explícita.

El otro valor de la novela, el definitivo, es el lenguaje. Las frases son cortas, perfectamente asimilables, sin apenas subordinaciones sintácticas, y el léxico llano, muy en la línea de la prosa que más agradezco. Puedo admirar a autores como Proust, Benet o el Sánchez Ferlosio de El testimonio de Yarfoz, pero será por otras cuestiones, no por su gusto por los periodos inacabables y la prosa casi incomprensible (sobre todo de Benet). Me gusta entender lo que leo sin demasiados esfuerzos. Leo para disfrutar, no para estar haciendo cábalas continuamente sobre qué es lo que el autor me está queriendo decir. Se me olvidaba que la novela se llama así porque Libra era el signo zodiacal de Oswald. El de Jack Ruby no sé cuál sería.

viernes, 24 de marzo de 2017

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (y 43). Bibliografía




Fachada principal del Palacio de El Capricho
(Fotografía tomada en 2007).


Todo tiene su fin, dicen. No sé si será verdad. En cualquier caso, puedo asegurarles que este es el último artículo de la serie sobre Pedro Téllez-Girón tal como la concebí hace más de diez años. Cualquier conocedor del siglo XIX, y de uno de sus principales fenómenos --el imparable ascenso de la burguesía--, será muy consciente a estas alturas de las carencias de estos textos. Mi intención al escribirlos no ha sido, por supuesto, agotar el tema —cosa imposible—, ni tampoco pontificar absolutamente sobre nada. Impresionado desde niño por la monumentalidad de ciertos pueblos andaluces, en especial de Osuna, he dedicado muchas horas a leer acerca de su historia y la de su familia más poderosa, los Téllez-Girón, titulares de su ducado y poseedores de uno de los principales patrimonios del país. Esta serie de artículos ha sido fruto de esa curiosidad infantil.
Como indica el título, al final de esta entrega aparece una relación de las principales lecturas en las que está basada toda la serie. Les dejo ya con ella.


    O  —


A estas alturas de su vida, finales de la década de los cuarenta, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Alonso Pimentel es ya una persona de edad avanzada. No sufre grandes achaques de salud, pero sí el desgaste producido por una existencia larga y azarosa. Aunque nacido en el siglo XVIII, casi  toda su vida transcurrió en el apasionado siglo XIX, una centuria plagada de cambios políticos y de brotes revolucionarios, algunos de los cuales secundó en su juventud; a otros, sin embargo, y ya en su madurez, les dio de lado e, incluso, los combatió abiertamente, aunque nunca se alineó con los más reaccionarios. La llegada al poder de los moderados en la persona de Narváez supuso su vuelta al país y su reincorporación a la vida pública madrileña, desempeñando durante sus últimos años una apreciable actividad tanto en medios políticos como culturales. De los primeros ya nos ocupamos en la entrega anterior; ocupémonos ahora de los segundos.
Nos referimos a los puestos de responsabilidad que ocupó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, honores que, unidos a la dirección del Museo del Prado, cargo ocupado por Anglona durante el Trienio Liberal, le confieren un carácter de excelencia artística no igualado por ningún Téllez-Girón. Los puestos a los que nos referimos fueron los de Consiliario, cargo al que accede en 1846 según Navarrete Martínez y García Sepúlveda (véase la bibliografía), y Presidente, puesto al que accede por Real Decreto en febrero de 1849, dato este último obtenido de la obra ya citada de Joaquín Ezquerra del Bayo y confirmada en el artículo de Navarrete Martínez y García Sepúlveda. En cuanto a la historia de la Academia, en el suplemento dominical del diario ABC perteneciente al 15 de abril de 2001 Blanca Torquemada escribía:

«Fundada en 1744 por Felipe V, la Academia no se constituyó formalmente hasta 1751, ya bajo el reinado de Fernando VI, fecha en la que se aprobaron los estatutos y se tomó precisamente la advocación del santo del monarca. [...] En un principio la Academia se instaló en la Real Casa de la Panadería, en plena Plaza Mayor de Madrid. Pero los cursos de técnica artística que se impartían en su sede pronto congregaron a un gran número de alumnos y el inmueble resultó insuficiente, por los que los académicos tuvieron que trasladarse. Gracias al apoyo financiero del rey Carlos III, adquirió el palacio de Juan Javier de Goyeneche, en la calle de Alcalá, donde aún permanece, aunque ha sufrido notables transformaciones».

            Los últimos años de la vida de Anglona debieron verse ensombrecidos por un pleito en el que se enfrentó a su sobrino Mariano, duque de Osuna desde 1844. Según consta en la Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional (OSUNA, C. 510, D. 5 y 6), la Audiencia de Valladolid había fallado a favor del duque en noviembre de 1847 y, además, en abril de 1849 había desestimado el recurso interpuesto por Anglona contra su sobrino. Dadas las limitaciones de los recursos que el Portal de Archivos Españoles pone a disposición de los investigadores, no nos ha sido posible consultar los documentos originales y, por lo tanto, desconocemos por el momento (2008) la naturaleza exacta del proceso. En cualquier caso, podemos presuponer un intento de nuestro protagonista de asegurar el futuro de sus descendientes dando un pellizco, aunque fuera pequeño, al gran pastel patrimonial que le había tocado en suerte a su sobrino.
          Ya en la década de los ochenta, a la muerte de Mariano, la titularidad del ducado de Osuna acabaría recayendo en el primogénito de Anglona, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Fernández de Santillán, pero el patrimonio correspondiente había sido esquilmado por Mariano y lo heredado fue insignificante. Anglona, como ya sabemos, no vivió para presenciar la ruina de los Téllez-Girón: murió en su casa-palacio de la calle Segovia de Madrid el 24 de enero de 1851. Su viuda le sobrevivió seis años.




BIBLIOGRAFÍA


ARCHIVO GENERAL MILITAR DE SEGOVIA. Sección “Célebres”.

ARCHIVO GENERAL DE PALACIO.

ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.

ARCHIVO DEL MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES.

ARCHIVO MUNICIPAL DE OSUNA.

ARCHIVO DE LA UNIVERSIDAD DE OSUNA.

ARCHIVO DE LA COLEGIATA DE OSUNA.

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ANGLONA, Príncipe de, Discurso... celebrando el aniversario del restablecimiento de la Constitución... : en el dia 19 de marzo de 1822... / por el Principe de Anglona, Madrid, 1825.

ANGLONA, Príncipe de, Discurso pronunciado en la Sociedad Constitucional... : el dia 15 de julio de 1822... / por... el Principe de Anglona, Madrid, 1822.

ANGLONA, Príncipe de, Discurso que en la solemne apertura de la Audiencia Pretorial de La Habana en el año de 1841, pronunció su presidente el Excmo. Sr. Príncipe de Anglona, Marqués de Javalquinto... gobernador general de la isla de Cuba, La Habana, 1841.

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http://www.mcu.es/patrimoniobibliografico/buscarDetallePatrimonioBibliografico.do?brscgi_DOCN=000672437&language=es&prev_layout=catBibliografico&layout=catBibliografico (Consultas realizadas en distintos años).

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Copia de carta, escrita por un cavallero Espanol, residente en la corte de Paris, à otro correspondiente suyo en esta corte catolica, en que le avisa las grandes prevenciones, y magnificos gastos, que el excelentissimo senor duque de Ossuna executò en aquella christianissima corte, para hazer su entrada en el congresso de Pazes, como primer plenipotenciario del rey nuestro senor Don Felipe Quinto, que Dios guarde. Con todo lo demas que verà el curioso lector, París, 1712. Documento custodiado en la Biblioteca Nacional de Francia; tiene asignada la signatura 4-OC-665 (28). La búsqueda fue efectuada en septiembre de 2005.

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domingo, 12 de marzo de 2017

«La muerte de los héroes», de Carlos García Gual




GARCÍA GUAL, Carlos, La muerte de los héroes, Madrid, Turner, 2016; 162 páginas.

            Ensayo no especializado, asequible para cualquiera. Su lectura servirá para refrescar nuestros conocimientos sobre mitología griega, hoy día muy oxidados debido a los impactos «culturales» que nos llegan masivamente desde los dispositivos móviles, muy alejados todos ellos de cualquier cosa que nos haga pensar y reconciliarnos con nuestras raíces culturales. Ellas son las realmente importantes, la base de nuestra humanidad. Lo otro sólo es ruido.
            Quien de niño, ya sea gracias a películas de animación o a narraciones más o menos abreviadas, no haya conocido los mitos griegos, no haya fantaseado con Teseo siguiendo el hilo de Ariadna, o con Hércules enfrentándose al león de Nemea, por citar los más conocidos, siempre está a tiempo de hacerlo. Y gracias a libros como este, de intención divulgativa, muy didáctico, lo tiene muy a su alcance. Aquí encontrará los principales protagonistas de la Ilíada y la Odisea, sabrá cómo vivieron y, sobre todo, cómo murieron, pues de muchos de ellos, exceptuados, claro está, el caso de aquellos de muerte célebre, como Aquiles, Héctor o los pérfidos pretendientes de Penélope, nunca hemos sabido cuáles fueron las causas de su desaparición. Seguramente ni nos lo habíamos preguntado. Nos sorprendería, por ejemplo, saber que Jasón, el célebre navegante que viajó a la Cólquide para recuperar el Vellocino de Oro, murió ya en su vejez y por accidente, golpeado precisamente por el carcomido mástil de su nave Argo, a la sombra de la cual dormitaba. O cómo murió el mismo Orfeo, célebre por su descenso al Hades en busca de Eurídice, despedazado por Bacantes que se sentían despreciadas, según algunas versiones, o actuantes al dictado de dioses vengativos, según otras.
            De todas las historias, la que más me ha llamado la atención por el mensaje contra el conservadurismo que contiene, es la historia de la muerte de Penteo, 

«descuartizado por un tropel de mujeres furiosas acaudilladas por su propia madre, Ágave, hija de Cadmo, en una escena de delirio báquico». (Pág. 59). 

La historia de Penteo simboliza el fracaso de las fuerzas inmovilistas, que intentan oponerse a las libertades individuales, encabezadas por el dios Dionisio y sus bacantes o ménades, representantes de un culto a la sensualidad, mal visto por las estrechas miras de la sociedad local. Su lectura puede recordar episodios de la vida de cualquier población o sociedad demasiado inmovilista. El hecho de que su misma madre colaborara en su muerte fue algo accidental pero potenciador del drama. Este relato sirve también para recordar el buen gusto que tenían los autores dramáticos griegos clásicos, pues hechos como estos, de gran violencia, no suelen ser expuestos de manera directa, sino relatados por un testigo presencial, de forma que se ahorra al espectador la visión gratuita de la sangre y las vísceras repartidas por el escenario.

«La representación dramática evita ofrecer, como suele ser normal en la tragedia griega, la visión en escena del hecho sangriento». (Pág. 76).

Es todo lo contrario de lo que ocurre en el cine actual, donde existe una corriente muy extendida amante de la exhibición de esas atrocidades. Los relatos épicos, la Ilíada especialmente, fueron por otro lado, es cierto, pero las hazañas de esos héroes, nacidos para morir en la plenitud de la vida y en defensa de su pueblo, fueron, esencialmente, violentas, luchas, enfrentamientos físicos, y sin esas descripciones el célebre poema épico perdería gran parte de la visualidad que contiene. A mí, todo hay que decirlo, siempre me ha gustado más la Odisea, de acción más variada y viajera.   

            Por último, destacar el apartado final, dedicado a Clitemnestra, Casandra y Antígona, las tres mujeres y tratadas injustamente por defender su libertad y sus iniciativas, a veces violentas, como es el caso de la primera, pero siempre justificadas. Sus historias no morirán nunca.

lunes, 6 de marzo de 2017

«Diccionario de lugares comunes», de Gustav Flaubert





FLAUBERT, Gustave, Diccionario de lugares comunes, Madrid, Edaf, 2005; 125 págs (60 del prólogo). Prólogo de Pedro Provencio. Traducción de Tomás Onaindia.

            Después de haber leído obras en cierto sentido equiparables, como el Diccionario del diablo del atractivo y ácido Ambrose Bierce, y, aunque fuese hace décadas, las grandes novelas de Gustave Flaubert (1821-1880), esperaba más de este Diccionario de lugares comunes o, mejor, de ideas recibidas o heredadas, si tenemos presente le título con el que se publicó por primera vez: Dictionnaire des idées reçues. Según puede leerse en el prólogo de Provencio, este diccionario fue un proyecto que Flaubert mantuvo durante treinta años pero que, finalmente, no pudo llevar a cabo. Lo que ha llegado hasta nosotros son fichas de las entradas del diccionario pero apenas esbozadas, sin desarrollo. La idea general de la obra era intentar que reflexionáramos sobre la cantidad de ideas que recibimos de nuestros mayores, o de la sociedad donde vivimos, y, muy a menudo, aceptamos sin cuestionamiento alguno. Esa adopción sin mayores problemas de lo que se nos viene dado es uno de los pilares en lo que se apoya el poder constituido y, por tanto, esas ideas recibidas resultan una especie de sostén del poder. En palabras de Provencio:

«La comodidad con la que se hace o se dice algo porque se dice o se hace así no hace más que consolidar el estado de cosas recibido e impuesto desde el pasado para que al inmovilizarse el pensamiento no corra peligro el beneficio material acumulado y, en definitiva, el poder». (Pág. 25).


            Desde ese punto de vista, esta obra de Flaubert sería realmente revolucionaria y, desde luego, improductiva, pues basta leer muchas de las entradas para ver que, después de más de un siglo, todo sigue igual. Puede que haya servido para que reflexionen algunas personas, los lectores, pero, siendo realistas, a ver cuántas personas leen libros, y menos libros como este. Esa minoría que se acerca a las obras de los grandes pensadores y tiene la capacidad de pensar por sí misma, que no es víctima del pensamiento único ni teledirigido, existe, es cierto, pero no deja de ser eso, una minoría, y a menudo muy poco o nada influyente. El mundo, y la opinión más influyente, siempre serán de los mediocres.

            A continuación, algunas de las entradas que más me han llamado la atención:

CALOR. Siempre insoportable.

CAMELLO. Tiene dos jorobas y el dromedario una sola. ¿O es el dromedario el que tiene dos jorobas y el camello una? Se pierde uno.

CAMPO. La gente del campo, mejor que la de las ciudades.

CLÁSICOS, LOS. Se da por supuesto que los hemos leído.

COLCHÓN. Mientras más duro, más saludable.

CONVERSACIÓN. Nunca hablar de política ni de religión.

CUEVAS. Domicilio habitual de los ladrones.

DEBERES. Algo que los demás tienen para con uno, pero que uno no tiene para con los demás.

DICCIONARIO DE RIMAS. ¿Utilizarlo? ¡Qué vergüenza!

DOLOR. Siempre tiene un lado positivo.

ÉPOCA, la nuestra. Denostarla. Quejarse de su falta de poesía.

 —. Referirse a ella como época de transición, de decadencia.

ESTORNUDO. Después de decir «Jesús», entablar una discusión sobre el origen de esta costumbre.

FALSIFICADORES. Trabajan siempre en los sótanos.

FRENTE, LA. Ancha y despejada, señal de genio.

FRÍO. Más sano que el calor.

GIMNASIA. Nunca se hace la suficiente.

IMBÉCILES. Los que no piensan como tú.

JÓVENES. Siempre burlones. ¡Deben serlo! Extrañarse cuando no es el caso.

LITERATURA. Ocupación de ociosos.

POETA. Sinónimo de soñador y de lelo.

PRÁCTICA. Superior a la teoría.

SUICIDIO. Prueba de cobardía.

VIEJOS. Hablando de una inundación, de una tormenta, etc., los más viejos del lugar nunca recuerdan nada parecido.




            Me voy, que me espera La muerte de los héroes.

sábado, 4 de marzo de 2017

«La pesquisa», de Juan José Saer



SAER, Juan José, La pesquisa, Barcelona, Rayo Verde, 2012; 175 páginas.

            La pesquisa de Juan José Saer (1937-2005) posee una prosa cuidada, cuidadísima, muy rítmica, muy trabajada pero sin llegar a ser artificiosa. La naturalidad, que se supone uno de los mayores valores de una prosa recomendable, amena, fácil de leer, está ahí, y eso a pesar, o, mejor dicho, a causa, del trabajo que subyace bajo esa apariencia de naturalidad. Saer toma un carretón de comas y, conforme va avanzando, las va depositando siguiendo unos criterios totalmente propios, los mismos que el lector, después del choque inicial de las primeras páginas, acaba asimilando sin mayor trabajo y admirado por su perfección.

«Cuando [las viejecitas de París] son demasiado viejas, el asilo o la muerte las escamotean, sin que sin embargo su número disminuya, porque nuevas promociones de viudas, de divorciadas y de solteronas, después del lapso irreal y demasiado largo de lo que llaman vida activa, vienen a ocupar, habiendo ya enterrado a todos sus parientes y conocidos, inconscientes o resignadas, las vacantes». (Pág. 11).

            Puede parecer que Saer, profesor universitario, cineasta, novelista, ensayista, poeta, autor muy libre y lector empedernido, se hubiese desentendido de todo lo que hace el resto del personal y se hubiese dedicado a escribir simple y llanamente como le apetecía y, eso sí, dejándose llevar por un oído excepcional, que la prosa, como la poesía, tiene su ritmo y su cadencia, todos lo sabemos.
La pesquisa, publicada en 1994, es una novela policiaca, o criminal, sobre el asesinato en serie de ancianas parisinas. Ahí no puedo dejar de reconocer que Saer se deja llevar por un género o una moda, pero a ver quién es el guapo que crea algo absolutamente original e inclasificable; no creo, siquiera, que eso sea bueno. Tengo que decir, eso sí, que mi admiración por esta novela de Saer está basada en su lenguaje, en qué palabras selecciona y en cómo las ordena, y en su técnica narrativa, en cómo construye la novela, no en el tema, pues eso de que asesinen, descuarticen y hagan atrocidades por el estilo con ancianas indefensas no es algo que uno elija leer, al menos yo. Me lo ponen delante adornado con un estilo y una técnica muy atractivos y así puedo leer esos párrafos, pero no es plato que vaya a ir buscando en la carta de las librerías. Algo parecido me pasó con una de las novelas mayores de Roberto Bolaño, no recuerdo ahora si Los detectives salvajes o  2666. Me encontré cientos de páginas en las que se describía el estado en el que habían quedado los cuerpos de decenas y decenas de mujeres mexicanas asesinadas con el mayor sadismo y a sangre fría. Entiendo que haya que llamar la atención sobre esos horribles asesinatos, incalificables, que haya que defender a las mujeres contra los ataques de esos dementes de conducta criminal, pero no que sea necesario revolver el estómago de los lectores. O será que yo lo tengo delicado, no lo sé. Será eso.

Saer en 1963
(plataformalavarden.gob.ar)

Como decía más arriba, al estilo literario de Saer hay que sumar el dominio que tiene de la técnica narrativa. Construye la novela con un narrador omnisciente pero consciente de sus limitaciones, un narrador que, avanzadas las páginas, se materializará ante nosotros como un personaje más, apuntando así Saer su novela en una de las más venerables tradiciones narrativas, aquella que comprende obras en las que los narradores forman parte de una tertulia en la que se cuentan historias, unas veces ante un fuego y otras, como es el caso, ante una mesa bien provista de comida y bebida. Pero eso es algo que el lector, como ya he dicho, descubre más adelante. Saer empieza a enseñar la patita de su intención de humanizar al narrador desde las primeras páginas:

«Ustedes se deben estar preguntando, tal como los conozco, qué posición ocupo yo en este relato, que parezco saber de los hechos más de lo que demuestran a primera vista y hablo de ellos y los transmito con la movilidad y la ubicuidad de quien posee una consciencia múltiple y omnipresente, pero quiero hacerles notar que lo que estamos percibiendo en este momento es tan fragmentario como lo que yo sé de lo que estoy refiriendo, pero que cuando mañana se lo contemos a alguien que haya estado ausente o meramente lo recordemos, en forma organizada y lineal, o ni siquiera sin esperar hasta mañana, si simplemente nos pusiéramos a hablar de lo que estamos percibiendo, en este momento o en cualquier otro, el corolario verbal también daría la impresión de estar siendo organizado, mientras es proferido, por una conciencia móvil, ubica, múltiple y omnipresente». (Pág. 21).
               

            Además de ese párrafo, cuyo interés es doble por contener una reflexión sobre la incierta credibilidad en la novela moderna del narrador omnisciente, para muchos ya obsoleto, las intervenciones personificadoras del narrador son continuas: «Ya me han venido oyendo relatar sus…», pág. 27; «Pero no quiero anticiparme. Por ahora lo que hay que saber es que…», pág. 29; «Tendrían que haber estado allá y vivir en ese barrio como yo para darse cuenta del…», pág. 35; «Ya hemos visto cómo…», pág. 37; «Morvan estaba, como les decía,», pág. 77; «No sé si se dan cuenta de lo que estoy tratando de decir», pág. 125; «Ya te va a tocar el turno. Pero por ahora silencio: aquí el que cuenta soy yo», pág. 125; etc. Esta última cita sirve, además, para marcar una de las transiciones entre los dos mundos: el de París, donde se asesinan mujeres, y el de Argentina, donde Pichón, un hombre recién llegado de París, cuenta la historia de los asesinatos a unos conocidos, que lo escuchan con interés pero deseando intervenir. Para mí, ese es uno de los mayores logros de la novela, esa materialización del narrador. A su vez, esta subtrama que acaece en Argentina, contiene otra, la de En las tiendas griegas, la novela sobre la toma de Troya cuya autoría debe averiguar el grupo del narrador, todo esto en una suerte de juego de muñecas rusas, pero comunicadas, realmente atractivo.