sábado, 25 de febrero de 2017

«En las montañas de la locura», de H. P. Lovecraft





LOVECRAFT, H. P., En las montañas de la locura, Madrid, Valdemar, 2015 (3ª reim. de la 2ª ed.; la 1ª ed. es de 2004); 175 págs. (At the Mountains of Madness, 1931; traducción de Francisco Torres Oliver).

            Novela muestra de un universo singularísimo creado por una persona muy singular a su vez, capaz de imaginar mundos y culturas originales perfectamente consolidadas en su mente. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) debió poseer una riqueza interior realmente extraordinaria, la misma que le ha llevado a ocupar hoy día un lugar de preferencia entre los lectores amantes de relatos de la más exuberante fantasía. En el caso de En las montañas de la locura, y como él confiesa abiertamente, en algunos sentidos la novela resulta una especie de continuación de Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de su admirado Poe. Dicha confesión, perfectamente confesable, se encuentra en dos lugares de la obra:

«Danforth era un gran lector de temas raros, y hablaba mucho de Poe. A mí me fascinaba el escenario antártico del único relato largo de Poe: el inquietante y enigmático Arthur Gordon Pym». (Pág. 17).

            «Lo que no nos predispuso a pensar lo mismo fue nuestra coincidencia de lecturas. Danforth, no obstante, insinúa extrañas ideas sobre fuentes insospechadas y prohibidas a las que Poe pudo tener acceso cuando estaba escribiendo su Arthur Gordon Pym hace un siglo». (Pág. 161).

            La obra de Lovecraft, también de aventuras, de encuentros traumáticos de mundos perdidos e inexplorados y de orientación geográfica antártica, posee otros referentes claros, sobre todo en cuento a la conformación física de ese mundo perdido. Para la creación de la fantástica cordillera antártica, y de manera explícita, como puede verse en varios lugares de la novela, Lovecraft acude a las pinturas de Nikolái Roerich (1874-1947), conocidas por él en 1930 en Nueva York, justo antes de la escritura de esta novela. Según se desprende de su correspondencia privada, la contemplación de las montañas y las construcciones de Roerich le causó una impresión imborrable, tanto que sólo pudo acabar de asimilarla escribiendo este relato.

Una de las inquietantes pinturas de Roerich
(68.media.tumblr.com)


            En cuanto a consideraciones técnicas, la obra está escrita en primera persona, ideal para una narración fantástica, ayuda a la credibilidad y a la cercanía —yo estuve allí y lo vi—, y el tiempo del relato es lineal. En cuanto al lenguaje, destaca el uso continuado de sustantivos y adjetivos de campos semánticos relacionados con la oscuridad, el terror y la muerte. El lector, además, hará bien en tener presentes sus conocimientos sobre las edades geológicas de la Tierra y, en general, sobre culturas y mitologías no occidentales.

martes, 21 de febrero de 2017

«La imagen del médico», de Juan Frau





FRAU, Juan, La imagen del médico en el arte y la literatura, Madrid, Casimiro Libros, 2016; 171 páginas.

            Libro de amena y enriquecedora lectura. Escrito con amor hacia la figura del médico, en el trascurso de sus páginas vemos aparecer a médicos novelistas de culto y a otros que no lo son tanto pero que han tenido una estrecha relación con el mundo de la curación de enfermedades. Entre los primeros Frau cita a los que ejercieron de médicos rurales al menos durante un tiempo (Pío Baroja, Mijaíl Bulgákov, Chéjov o Felipe Trigo —todos ellos, y otros muchos anónimos, homenajeados en la estatua al médico rural de Potes (Cantabria)—, y entre los segundos algunos tan singulares como Eduardo López Bago, fundador de «un subgénero narrativo que denomina novela médico-social» (pág. 91). Frau, demostrando unos conocimientos enciclopédicos sobre el tema, pasa revista a toda la historia de la literatura y el arte occidentales haciendo hincapié en aquellas obras en las que aparece reflejada la imagen del médico. Así, repasa su representación en la cerámica, la escultura, la pintura, el grabado, la numismática y otras creaciones plásticas, y eso desde los tiempos del centauro Quirón hasta la actualidad. Pintores, están casi todos los grandes. Resulta curiosa, y admirable, la dedicación del autor a la búsqueda de estas referencias. Como queda demostrado en su libro, El Bosco, Rembrandt, Goya, Sorolla, Van Gogh, Monet, Alma-Tadema, Picasso, Sargent dedicaron obras a la figura del médico, a veces médicos anónimos pero a menudo médicos célebres. Tal es el caso, por ejemplo, del doctor Pozzi retratado por John Singer Sargent, médico del mismísimo Marcel Proust y personaje de gran atractivo y seductoras maneras (págs. 163 y 164).
            A mi entender, aparte de otras muchas características que dotan a la obra de interés, su principal atractivo reside en la constatación y la consideración  del médico como científico y humanista, una especie de profesional completo, capaz de lidiar con la enfermedad y de acompañar a las personas en sus trances más penosos, cuando más calor y comprensión necesitan.
Un merecido homenaje a la clase médica.




jueves, 16 de febrero de 2017

"La práctica del relato", de Ángel Zapata





ZAPATA, Ángel, La práctica del relato: manual de estilo literario para narradores, Madrid, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, 2008 (5ª ed.; la 1ª es de 1997); 200 páginas.

            Interesante, práctico y ameno, este libro contiene todo lo que una persona necesita saber para escribir textos narrativos con soltura, algo que sólo se logra con mucha voluntad y mucha, muchísima, paciencia. Por supuesto, existen una serie de técnicas, como en cualquier expresión artística, que conviene conocer. Si siempre han existido talleres, o facultades, donde se enseña a pintar, o a esculpir, y conservatorios donde se aprende música, por qué no van a existir talleres literarios o manuales como este, encaminados a intentar que el narrador consiga mejores resultados. Para todos los aprendices de novelista, este libro, y otros similares, suponen una ayuda que hay que aprovechar. Uno tiene muchas ideas equivocadas en la cabeza, muchos vicios de aprendizaje, y, mientras antes consiga corregirlos, sus esfuerzos, las horas que pase en su escritorio, serán más fructíferos.
            El libro contiene algunas observaciones muy acertadas. A mí, personalmente, me ha llamado la atención todo lo relacionado con el afán perfeccionista, esa voluntad de intentar ser como Tolstói, o como García Márquez, una especie de genio, en vez de trabajar de verdad con los materiales disponibles: uno mismo, sus capacidades y sus experiencias.
“En el caso de un buen escritor o una buena escritora (y digo ‹‹buenos››, no geniales), yo creo que la meta es convertirse en el mejor escritor o escritora que ellos puedan ser. Y no, desde luego, en Cervantes o en Shakespeare”. (Pág. 141).

            O, en la misma línea, cuando nos habla de la “excesiva veneración” hacia las obras de esos grandes genios:
“[…]; resulta complicado dar con lo propio (nuestros temas, nuestras palabras, nuestros personajes y nuestras emociones) sin antes desprendernos de esa excesiva veneración hacia la ‹‹Gran Literatura››, cuyo único efecto es paralizar al escritor y la escritora principiantes”. (Pág. 142).

            Y, más adelante,
“Uno escribe por el puro placer de escribir, para expresar su mundo propio y explorar la riqueza de su imaginación. Hacerlo por otro tipo de motivos —deseos de fama, fantaseos de gloria, etc.— suele convertirse en un obstáculo terrible (insalvable a menudo), para el establecimiento de un auténtico espacio de juego, sólidamente protegido de los apremios de la realidad”. (Pág. 190).

            El espacio de juego a que se refiere el autor nos lleva a otros de sus temas preferidos: cómo debe ser el lugar de trabajo y cuál es la mejor forma de trabajar. En síntesis, una síntesis torpe —quien esté interesado por la escritura de ficción debe leer el libro sí o sí—, Zapata ve la actividad de escribir narraciones como una labor que debe realizarse en un espacio físico propio muy cercano al cuarto de juegos de la infancia, una habitación donde estaban guardados los juguetes y donde el niño podía dar rienda a su imaginación y a sus juegos sin interferir en la vida del resto de integrantes de la familia, algo que, bien pensado, era un absurdo, porque el niño siempre está jugando e imaginando, esté donde esté. Zapata ve el lugar de trabajo del escritor como un lugar donde debe reunir todos los objetos que le sean más gratos y estimulantes, quizá, por qué no, un muñequito del Capitán Trueno que tiene desde hace cuarenta años, o la cometa que volaba cuando niño y está deseando que llegue el buen tiempo para volverla a volar. Escribir debe ser un trabajo constante y formal pero ayudado de estímulos “informales”, una actividad relacionada con el juego y con la parte más creativa que tenemos. De ahí que cuando entremos en nuestro lugar de trabajo debamos dejar fuera toda nuestra cotidianidad de personas adultas, nuestras obligaciones, lo más aburrido y gris de la existencia, y recobrar todo lo que podamos de aquel niño que aún vive en nuestro interior.
            Centrado ya en la tarea puramente artística, Zapata habla de dos tipos de sesiones de trabajo: las sesiones de escritura y las sesiones de corrección. En las primeras predominaría el pensamiento fantaseador, basado en asociaciones libres de ideas e imágenes, y en las segundas el pensamiento dirigido, mucho más consciente, relacionado más con la posible recepción del texto —su grado de inteligibilidad— que con la creación misma.
            El libro está dividido en cuatro grandes apartados: Naturalidad (centrado en el lenguaje, el uso de un lenguaje accesible, nada artificioso); Visibilidad (dedicado a la necesidad de mostrar, al uso de sustantivos concretos y, en general, recursos que ayuden a “ver” personajes y acciones, no abstracciones); Continuidad (sobre las técnicas que consiguen captar y mantener la atención del lector, basadas principalmente en la repetición); y, por último, la más interesante de todas, Personalidad (donde se habla de cómo llegar a conseguir precisamente lo que buscamos, contar ficciones realmente propias y originales, nuestras).

            En fin: un libro lleno de buenos y saludables consejos sobre la apasionante actividad de escribir narraciones de ficción. Habrá que tenerlo a mano.

sábado, 11 de febrero de 2017

"Luz de agosto", de William Faulkner





FAULKNER, William, Luz de agosto, Barcelona, Debolsillo, 2015; 475 páginas. [Light in August, 1932]. Traducción de Enrique Sordo.

            Admirado. Así me he quedado después de la lectura de esta novela. Uno sabe que tarde o temprano, si no se muere antes, acabará leyendo todas las novelas y los relatos de los más grandes —me temo que no queda tiempo para mucho más—, pero no puede imaginar que acabe encontrándolos tan inolvidables como son. Y eso a pesar de hallar en ellos una vez más rasgos de lo que la gente amante de las etiquetas llama “gótico sureño”, historias que transcurren en el sur esclavista de los Estados Unidos y en las que tienen una importancia fundamental personajes y hechos truculentos, relacionados con la violencia, la ruindad y el desprecio por el padecimiento ajeno. Creo que una de las razones por las que admiro las narraciones de Faulkner, hay muchas, es la pasión que sentía por su tierra y su historia, por los personajes que conoció desde niño y por los paisajes en los que transcurrieron los años más decisivos de su vida. Él se siente obligado a desvelar las claves de su existencia y poder literaturizarlas, como cualquier novelista que se precie, y se aplica a la tarea con pasión. Su mundo de infancia fue segregacionista, primitivo, de convenciones sociales muy arraigadas, hipócrita, machista y eclesial; si pretendía ser fiel a sí mismo no iba a escribir novelas ambientadas en otro sitio y con otras maneras. Otra de las razones de mi admiración hacia este autor está en su fecundidad. Esta novela tiene más de cuatrocientas páginas a un espacio y con un tipo 10 de letra. Pero es que, durante una época muy concreta —finales de los años veinte y principios de los treinta—, publicó una de semejante extensión y similar complejidad narrativa cada año, demostrando con ello unas capacidades realmente extraordinarias.
            En este caso la acción de la novela está polarizada alrededor de dos personajes principales: Lena, una mujer jovencita, atractiva, cándida y voluntariosa, muchacha que, por una vez, sobrevive a la crueldad de los hombres—nada que ver con las jóvenes de Santuario o Mientras agonizo—, y Christmas, un personaje masculino de mente alterada y comportamiento lleno de crueldad cuyas claves de compresión están en las malas experiencias que tuvo en su infancia, a merced de adultos masculinos que lo maltrataron siempre. Por una vez, lo digo en relación a las novelas de Faulkner escritas en esta época, el relato tiene un final positivo, optimista, luminoso, centrado en un personaje cuya ingenuidad misma lo protege del mal que lo rodea.

            Como es de esperar en este autor, su forma de contar no es clásica: ni el tiempo es lineal —existe una analepsis bestial, de más de cien páginas (capítulos 6 a 12), y las prolepsis son continuas —, ni el narrador es omnisciente clásico, aunque en esta novela no “abuse” de los cambios de puntos de vista narrativos. Para mí, lo mejor de toda la novela es la descripción del carácter de Christmas, cómo va desvelándonos las claves tanto de su tragedia como de la alteración de su mundo emocional. La imagen de esa única calle por las que transita durante treinta años a partir de la adolescencia, siempre la misma y siempre en una población distinta, es de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Por último, llamar la atención sobre el uso que hace del sabor de un alimento para despertar recuerdos a un personaje (Christmas, capítulo 10, página 219), en este caso guisantes cocidos con melaza. No sé, la verdad, si es una coincidencia o una influencia clara de Proust, pues Du côté de chez Swann llevaba ya diecinueve años publicada y diez traducida al inglés (C. K. Scott Moncrieff, Swann’s Way, 1922).

jueves, 9 de febrero de 2017

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (42)






Poco después de la muerte de su sobrino Pedro, XI duque de Osuna, nuestro príncipe de Anglona cumple cincuenta y ocho años. Esta última época de su existencia (1844-1851) va a caracterizarse por ser el periodo de atribución de honores que a todo personaje relevante suele corresponderle y por adquirir cierto protagonismo en la vida política. Así, en Agosto de 1845 es nombrado por Real Decreto Senador del Reino. Este es el texto de la comunicación oficial de su nombramiento al Presidente del Senado:

«Excmo. Sr.:
         S. M. la Reina (q. D. g.) se ha dignado expender [l. d.] con fecha 15 de agosto último el Real decreto siguiente:
        "Usando de la prerrogativa que me compete en virtud de los artículos catorce y quince de la Constitución, y oído mi Consejo de Ministros, vengo a nombrar Senador del Reino al Teniente General del Ejército D. Pedro de Girón, [sic], Príncipe de Anglona, Grande de España".
        De Real orden lo transmito a V. E. para conocimiento del Senado y sus efectos consiguientes. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 25 de noviembre de 1845»[1].  

En aquel momento la presidencia de la Cámara Alta estaba ocupada por el marqués de Miraflores, amigo personal de Anglona y autor de la primera de sus biografías, cuyo título, como ya saben los lectores de esta serie de artículos, es Biografía del Excmo. Sr. D. Pedro Téllez Girón, príncipe de Anglona, marqués de Javalquinto... Escrita después de su muerte por su antiguo amigo el marqués de Miraflores, (Madrid, 1851). Su labor en el Senado, del que será vicepresidente por Real Decreto firmado el 6 de noviembre de 1847, se caracterizará por su dinamismo y su afán de participación en los debates, del cual quedó abundante constancia en el «Diario de Sesiones». Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos citar intervenciones suyas en varios asuntos, alguno de ellos de vital importancia para la historia del país. Por orden cronológico, el primero que nos encontramos es nada menos que la cuestión de los matrimonios de Isabel II y de su hermana, la infanta Luisa Fernanda. En la sesión del 17 de septiembre de 1846 se forma una comisión de cinco senadores, Anglona entre ellos, cuya misión consiste en dar un dictamen sobre la comunicación hecha por el Gobierno al Senado sobre el particular, consistente en su apoyo a las candidaturas de Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, para Isabel, y Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, para Luisa Fernanda. La propuesta pasa sin problemas el trámite parlamentario, expediente puramente formal pero necesario, y las bodas se celebran el 10 de octubre de ese mismo año. Como ya conoce el lector, el matrimonio de la reina será malavenido y el de Luisa Fernanda dichoso, pero esta es otra historia y, además, rebasa ampliamente los límites temporales de nuestro trabajo.
El segundo de los asuntos de interés en los que participa Anglona es la discusión del proyecto de ley sobre propiedad literaria, presentado por Mariano Roca de Togores, Ministro de Comercio, Instrucción y Obras públicas, el 4 de febrero de 1847. La aportación de Anglona a la redacción definitiva de la ley es puramente gramatical (sesión del Senado del 11 de marzo de 1847, pág. 312) pero, en mi opinión, la discusión de este proyecto de ley merece que nos detengamos un poco en él dada la vigencia de su objeto. Y aquí me permito un inciso.
Como sabemos, o debíamos saber --o ya es hora de que sepamos--, hoy día el respeto de la propiedad intelectual ha sufrido una involución de siglos. Para vergüenza de todos nosotros, basta que un libro tenga cierto éxito para que se encuentre copiado en la red, constituyendo ese hecho un robo y un menoscabo continuo a la vitalidad creativa de los autores, la pieza más importante, fundamental —casi única—, y más frágil del proceso de creación. Como Gonzalo Pontón recuerda en su libro, hasta los años sesenta del siglo XVIII el negocio editorial consiguió una importante acumulación de capital gracias al “expolio de los derechos intelectuales de los autores” [2]. Menciona, como más sangrantes, los casos de Milton, que «vendió todos los derechos de su Paraíso perdido al editor Jacob Tonson por 20 libras», y de Descartes, que «no recibió ni un céntimo por su Discurso del método».[3] Siempre según Pontón, el caso de Alexander Pope (1688-1744) resulta extraordinario por ser el primer poeta que consiguió vivir de su trabajo intelectual sin necesidad del mecenazgo. Luchó por la defensa de los derechos de autor en Inglaterra, consiguiendo un «primer espaldarazo» en la Copyright Act, de 1710[4]. La manera con la que consiguió rentabilizar sus esfuerzos intelectuales fue la suscripción previa, en su caso de traducciones de Homero. No sé si se han dado cuenta, me imagino que sí: son exactamente los mismos fenómenos que se están dando hoy día, actualizados a la era digital. Las grandes corporaciones de internet están haciendo un negocio descomunal gracias al trabajo de los otros. ¿Cómo pueden aparecer escaneados íntegros libros recién publicados y la justicia no actuar contra los responsables del delito? ¿Cómo pueden no estar recibiendo sus autores una remuneración justa por esas reproducciones? ¿Quién defiende a los libreros, que ven cómo las ventas de libros disminuyen continuamente gracias a esa piratería, a ese robo consentido? Cada mes cierran librerías y desaparecen espacios de encuentro físico entre personas amantes de la lectura, lugares en los que la gente se tocaba, se miraba a los ojos, y tenía la oportunidad de debatir con otros de manera civilizada, precisamente como si fueran personas. Y no me refiero, que conste, a la venta legal de libros de papel por Internet o de ebooks, sino al robo puro y duro que realizamos cada vez que nos bajamos gratis un libro, una película o un disco. Nosotros, personas que intentamos cumplir con la ley, ¿entramos, acaso, en las tiendas y nos llevamos los artículos sin pagar? Entonces, ¿por qué lo hacemos en Internet? Porque nos los ofrecen, y de manera impune. Y esto tiene que cambiar, acabará cambiando, aunque no sabemos cuándo. En fin, se ha escrito mucho ya sobre el fenómeno en la época actual. Volvamos a las épocas pasadas de la mano del señor Pontón.
Aunque en Francia se sentó la base de la ley de propiedad intelectual en una disposición de 1793[5], fue Alemania donde más se combatió por los derechos de autor, promulgándose en 1835 una ley que puso «fin definitivamente a la impresión arbitraria de libros»[6].
Pues bien, doce años después, en 1847, y quizá motivada por la promulgación de la ley alemana, en el Senado español se llevaba a cabo la discusión del proyecto de una ley similar. En la introducción del proyecto de Togores pueden leerse palabras tan atinadas y certeras que, ciento setenta años después, sigue siendo igual de necesario leerlas con detención y meditar sobre ellas. Parece mentira que sigamos igual que entonces, o que estemos aún peor.

«El principio fundamental en esta materia es el derecho de propiedad, reconocido explícitamente a favor de los autores. Si hay una propiedad respetable y sagrada, ninguna lo es más que la que aquellos tienen sobre sus obras; en ellas han empleado su tiempo, sus afanes, un capital incalculable invertido en largos años de educación, en libros y otros instrumentos del humano saber, y hasta puede decirse que los frutos de su entendimiento son como una emanación de ellos mismos, una parte de su propio ser. Nada por lo tanto más justo que el que las leyes amparen esta propiedad, igualmente que a cualquiera otra, si cabe con mayor esmero, por su condición íntima y privilegiada, impidiendo que se usurpe malamente a impulsos del sórdido interés el fruto del ajeno trabajo».

Esta ley no sólo amparaba la propiedad de las creaciones literarias, ya fueran originales o traducciones; también lo hacía de mapas, partituras musicales, caligrafías, dibujos, pinturas y esculturas. La fotografía aún daba sus primeros pasos y no se tenía en cuenta.

Una vez más hemos encontrado a nuestro protagonista en un lugar y en un momento claves. Hace ya años que me enamoré de él, de su biografía y del momento histórico que le tocó vivir, y mientras más leo sobre la época y su familia, los Téllez-Girón de finales del XVIII y de todo el XIX, más atractivos me resultan. Ojalá estos humildes artículos, que están a punto de llegar a su fin, sirvan para despertar el interés por su época y su persona.



[1] Este documento del Senado, como otros conservados en dicha institución y citados en este artículo, pueden localizarse en la web del Senado de España, en concreto en la sección “Archivo”. Este en cuestión se encuentra aquí.

[2] PONTÓN, Gonzalo, La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Barcelona, Ediciones de Pasado & Presente, 2016; pág. 515.

[3] Ibídem, pág. 515.

[4] Ibídem, pág. 516.

[5] Ibídem, pág. 517.

[6] Ibídem, pág. 518.