Poco después de la muerte de su sobrino Pedro, XI duque de Osuna, nuestro
príncipe de Anglona cumple cincuenta y ocho años. Esta última época de su existencia
(1844-1851) va a caracterizarse por ser el periodo de atribución de honores que
a todo personaje relevante suele corresponderle y por adquirir cierto
protagonismo en la vida política. Así, en Agosto de 1845 es nombrado por Real
Decreto Senador del Reino. Este es el texto de la comunicación oficial de su
nombramiento al Presidente del Senado:
«Excmo. Sr.:
S. M. la Reina
(q. D. g.) se ha dignado expender [l. d.] con fecha 15 de agosto último el Real
decreto siguiente:
"Usando de la prerrogativa que me compete en virtud de los artículos
catorce y quince de la Constitución,
y oído mi Consejo de Ministros, vengo a nombrar Senador del Reino al Teniente
General del Ejército D. Pedro de Girón, [sic], Príncipe de Anglona, Grande de
España".
De Real orden lo transmito a V. E. para conocimiento del Senado y sus
efectos consiguientes. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 25 de noviembre
de 1845».
En aquel momento la presidencia de la Cámara
Alta estaba ocupada por el marqués de Miraflores, amigo
personal de Anglona y autor de la primera de sus biografías, cuyo título, como
ya saben los lectores de esta serie de artículos, es Biografía del Excmo. Sr. D. Pedro Téllez Girón, príncipe de Anglona,
marqués de Javalquinto... Escrita después de su muerte por su antiguo amigo el
marqués de Miraflores, (Madrid, 1851). Su
labor en el Senado, del que será vicepresidente por Real Decreto firmado el 6
de noviembre de 1847, se caracterizará por su dinamismo y su afán de
participación en los debates, del cual quedó abundante constancia en el «Diario
de Sesiones». Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos citar intervenciones suyas
en varios asuntos, alguno de ellos de vital importancia para la historia del
país. Por orden cronológico, el primero que nos encontramos es nada menos que
la cuestión de los matrimonios de Isabel II y de su hermana, la infanta Luisa
Fernanda. En la sesión del 17 de septiembre de 1846 se forma una comisión de
cinco senadores, Anglona entre ellos, cuya misión consiste en dar un dictamen
sobre la comunicación hecha por el Gobierno al Senado sobre el particular, consistente
en su apoyo a las candidaturas de Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz,
para Isabel, y Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, para Luisa Fernanda.
La propuesta pasa sin problemas el trámite parlamentario, expediente puramente
formal pero necesario, y las bodas se celebran el 10 de octubre de ese mismo
año. Como ya conoce el lector, el matrimonio de la reina será malavenido y el
de Luisa Fernanda dichoso, pero esta es otra historia y, además, rebasa ampliamente
los límites temporales de nuestro trabajo.
El segundo de los asuntos de interés en los que
participa Anglona es la discusión del proyecto de ley sobre propiedad
literaria, presentado por Mariano Roca de Togores, Ministro de Comercio,
Instrucción y Obras públicas, el 4 de febrero de 1847. La aportación de Anglona
a la redacción definitiva de la ley es puramente gramatical (sesión del Senado
del
11 de marzo de 1847, pág. 312) pero, en mi opinión, la discusión de
este proyecto de ley merece que nos detengamos un poco en él dada la vigencia de
su objeto. Y aquí me permito un inciso.
Como sabemos, o debíamos saber --o ya es hora de
que sepamos--, hoy día el respeto de la propiedad intelectual ha sufrido una
involución de siglos. Para vergüenza de todos nosotros, basta que un libro
tenga cierto éxito para que se encuentre copiado en la red, constituyendo ese
hecho un robo y un menoscabo continuo a la vitalidad creativa de los autores,
la pieza más importante, fundamental —casi única—, y más frágil del proceso de
creación. Como Gonzalo Pontón recuerda en su libro, hasta los años sesenta del
siglo XVIII el negocio editorial consiguió una importante acumulación de
capital gracias al “expolio de los derechos intelectuales de los autores”.
Menciona, como más sangrantes, los casos de Milton, que «vendió todos los
derechos de su
Paraíso perdido al
editor Jacob Tonson por 20 libras», y de Descartes, que «no recibió ni un
céntimo por su
Discurso del método».
Siempre según Pontón, el caso de Alexander Pope (1688-1744) resulta
extraordinario por ser el primer poeta que consiguió vivir de su trabajo
intelectual sin necesidad del mecenazgo. Luchó por la defensa de los derechos
de autor en Inglaterra, consiguiendo un «primer espaldarazo» en la
Copyright Act, de 1710
.
La manera con la que consiguió rentabilizar sus esfuerzos intelectuales fue la
suscripción previa, en su caso de traducciones de Homero. No sé si se han dado
cuenta, me imagino que sí: son exactamente los mismos fenómenos que se están
dando hoy día, actualizados a la era digital. Las grandes corporaciones de
internet están haciendo un negocio descomunal gracias al trabajo de los otros.
¿Cómo pueden aparecer escaneados íntegros libros recién publicados y la
justicia no actuar contra los responsables del delito? ¿Cómo pueden no estar
recibiendo sus autores una remuneración justa por esas reproducciones? ¿Quién
defiende a los libreros, que ven cómo las ventas de libros disminuyen
continuamente gracias a esa piratería, a ese robo consentido? Cada mes cierran
librerías y desaparecen espacios de encuentro físico entre personas amantes de
la lectura, lugares en los que la gente se tocaba, se miraba a los ojos, y
tenía la oportunidad de debatir con otros de manera civilizada, precisamente
como si fueran personas. Y no me refiero, que conste, a la venta legal de
libros de papel por Internet o de
ebooks,
sino al robo puro y duro que realizamos cada vez que nos bajamos gratis un libro,
una película o un disco. Nosotros, personas que intentamos cumplir con la ley, ¿entramos,
acaso, en las tiendas y nos llevamos los artículos sin pagar? Entonces, ¿por
qué lo hacemos en Internet? Porque nos los ofrecen, y de manera impune. Y esto tiene que cambiar, acabará cambiando, aunque no sabemos cuándo. En fin, se ha escrito mucho ya sobre el fenómeno en
la época actual. Volvamos a las épocas pasadas de la mano del señor Pontón.
Aunque en Francia se sentó la base de la ley de
propiedad intelectual en una disposición de 1793
,
fue Alemania donde más se combatió por los derechos de autor, promulgándose en
1835 una ley que puso «fin definitivamente a la impresión arbitraria de libros»
.
Pues bien, doce años después, en 1847, y quizá
motivada por la promulgación de la ley alemana, en el Senado español se llevaba
a cabo la discusión del proyecto de una ley similar. En la introducción del proyecto de Togores pueden leerse palabras
tan atinadas y certeras que, ciento setenta años después, sigue siendo igual de
necesario leerlas con detención y meditar sobre ellas. Parece mentira que
sigamos igual que entonces, o que estemos aún peor.
«El principio fundamental en esta materia es el
derecho de propiedad, reconocido explícitamente a favor de los autores. Si hay
una propiedad respetable y sagrada, ninguna lo es más que la que aquellos
tienen sobre sus obras; en ellas han empleado su tiempo, sus afanes, un capital
incalculable invertido en largos años de educación, en libros y otros instrumentos
del humano saber, y hasta puede decirse que los frutos de su entendimiento son como
una emanación de ellos mismos, una parte de su propio ser. Nada por lo tanto
más justo que el que las leyes amparen esta propiedad, igualmente que a
cualquiera otra, si cabe con mayor esmero, por su condición íntima y
privilegiada, impidiendo que se usurpe malamente a impulsos del sórdido interés
el fruto del ajeno trabajo».
Esta ley no sólo amparaba la propiedad de las
creaciones literarias, ya fueran originales o traducciones; también lo hacía de
mapas, partituras musicales, caligrafías, dibujos, pinturas y esculturas. La
fotografía aún daba sus primeros pasos y no se tenía en cuenta.
Una vez más hemos encontrado a nuestro
protagonista en un lugar y en un momento claves. Hace ya años que me enamoré de
él, de su biografía y del momento histórico que le tocó vivir, y mientras más
leo sobre la época y su familia, los Téllez-Girón de finales del XVIII y de
todo el XIX, más atractivos me resultan. Ojalá estos humildes artículos, que
están a punto de llegar a su fin, sirvan para despertar el interés por su época
y su persona.