miércoles, 28 de junio de 2017

«Medianoche en el siglo», de Victor Serge




SERGE, Victor, Medianoche en el siglo, Madrid, Alianza, 2016; 291 páginas. [S’il est minuit dans le siècle, 1939]; traducción de Ramón García.

Victor Lvovich Kibalchich (1890-1947), que comenzó a firmar como Victor Serge en el periódico anarquista español Tierra y Libertad, fue un activista revolucionario nacido en Bruselas y fallecido en México, el país donde también murió su admirado León Trotski. De su biografía llama la atención lo temprano que fue su compromiso con las ideas revolucionarias, pues ya con quince años pertenecía a grupos dedicados a combatir los abusos de los poderosos. Dejó novelas, memorias, relatos, poesía y ensayo, todo escrito en francés y guiado por su compromiso político y social. Serge consideraba la literatura como un medio para cambiar la sociedad, un arma de combate, en la línea de tantos intelectuales de aquella época fría y belicosa. Para su mal, vivió la desilusión de los que creyeron en la posibilidad de mejorar la sociedad por medio de cambios políticos radicales y acabaron chocando con muros levantados por el interés y el desprecio por los débiles. La lectura de Medianoche en el siglo puede resultar muy ilustrativa para entender las ilusiones que vivieron los desposeídos, los desheredados, que creían asistir al nacimiento de una sociedad donde todo estaría distribuido de manera igualitaria. De aquellos intentos revolucionarios, el mayor y el más fracasado de todos fue la Rusia Estalinista, que el autor vivió desde dentro, en primera línea, y sufrió en sus carnes. Las páginas de esta novela contienen escalofriantes descripciones de cómo eran las cárceles a las que se conducía a los detenidos, aquellos que se desviaban de la doctrina oficial, del pensamiento único. Normalmente, por lógica, aquellos «desviados» eran los más inteligentes y arriesgados, capaces de detectar los fallos del sistema y hacerlos públicos. El autor llama «el Caos» a una de esas prisiones en Moscú.

«El Caos era una estancia rectangular que contenía seis literas y treinta prisioneros. El vaho de los alientos chorreaba por las paredes, el humo del tabaco era tan denso que uno se movía en una nube asfixiante. Hacía mucho calor. La piel transpiraba y le acometían a uno dolores de cabeza y arcadas. Siempre había alguien vomitando, y se orinaba y defecaba en una cubeta, de manera que los recién llegados, a los que correspondía hacinarse precisamente en el rincón donde esta se encontraba, vivían inmersos en el hedor y los repugnantes ruidos orgánicos. Se dormía encima y debajo de los catres; de común acuerdo, los prisioneros se arrimaban unos a otros, los que se encontraban de pie como los que estaban en cuclillas, para habilitar, a lo largo del muro, un angosto espacio llamado el bulevar. Todos podían así pasearse un poco, por turno riguroso». (Págs. 19 y 20).

            El título de la novela conecta la imagen del sol de medianoche, gélido, con la Europa que le tocó vivir, donde la verdad y las vidas humanas no tenían valor alguno, sólo el cálculo frío y desolador, y se intentaba sobrevivir en las oscuras prisiones. El caso de la Alemania nazi es el más célebre, pero sólo era un resultado más del desprecio por la vida y las libertades individuales extendido por todo el mundo occidental. Serge tuvo la lucidez suficiente para ver y criticar los fallos de aquellos regímenes totalitarios antes de que manifestasen su cara más brutal.

            En cuanto a cuestiones técnicas, la voz narrativa es siempre en tercera persona y el tiempo progresa de manera lineal. La acción se centra en la resistencia organizada por intelectuales deportados a distintos lugares de la URSS, en cómo intentaban esquivar las delaciones y comunicarse entre ellos. Aparecen como auténticos héroes. Tuvieron que serlo.  

jueves, 22 de junio de 2017

«Vidas imaginarias. La cruzada de los niños», de Marcel Schwob





SCHWOB, Marcel, Vidas imaginarias. La cruzada de los niños, Madrid, Valdemar, 2012 (2ª ed.; la 1ª es de 2003); 203 págs. (Vies Imaginaires, 1896. La Croisade des Enfants, 1895; traducción de Mauro Armiño).

            Libro de enriquecedora lectura, suficiente en sí misma. Su autor, Marcel Schwob (1867-1905), está considerado por muchos críticos como esencial para entender ciertas facetas de la obra de autores ya clásicos, como Borges. También hablan de Roberto Bolaño, no sé si refiriéndose a su La literatura nazi en América. No voy a entrar en esas cuestiones, dignas de más tiempo y conocimientos, pero sí voy a decirles que leyendo algunas de las páginas de Vidas imaginarias me ha parecido estar leyendo a Borges. Algo habrá de verdad, pues, en todo esto.
            Schwob debió ser una persona muy erudita, devoradora de clásicos grecolatinos y manuales de lenguas muertas. Al mismo tiempo poseía en su manera de escribir, sobre todo cuando parece distendido, en los prólogos, una vena humorística que recuerda a cualquiera de los autores realmente rompedores que han existido, como Cortázar, Cervantes o Sterne. La erudición a la que me he referido se refleja en el uso, en algunos pasajes, de tecnicismos hoy desconocidos por el lector medio, que tendrá que echar mano, como yo he tenido que hacer, del diccionario de vez en cuando. A pesar de eso la lectura no se hace tediosa en ningún momento.  
            Vidas imaginarias consiste en una colección de biografías de personajes reales escritas con absoluta libertad creadora. Esto le permite al autor fantasear sobre la vida del biografiado, inventar partes ignoradas o transformar las que desee. En total son unas veinte biografías ordenadas cronológicamente y por áreas geográficas, de manera que iniciamos el viaje en la Sicilia de Empédocles y la acabamos en el Edimburgo de Burke y Hare, ya en el siglo XIX, después de haber pasado por el norte de África, Italia, Francia y el Caribe y la América Inglesa. La mayoría de las biografías corresponden a pensadores o poetas, aunque también son muchas las dedicadas a personas poco ensalzables según la mentalidad «bien pensante», como asesinos y piratas. Las que más me han llamado la atención son las dedicadas a Paolo Uccello, repleta de poesía, a «Katherine la Encajera», un personaje quizá ficticio, escrito con una mirada llena de ternura hacia el mundo de las prostitutas pobres, un relato muy triste, y el titulado «El mayor Stede Bonnet», un hombre cuya locura parece directamente inspirada en don Quijote. He disfrutado de la lectura porque me he olvidado de estar leyendo biografías de personas reales y no he estado atento a comprobar si eran ciertos los hechos que se contaban. Parece una obra pensada para los que leen por el mero gusto de leer, que tienen la lectura como un fin en sí mismo, no como un medio para llegar a algo. Esa es mi impresión. 
            La segunda de las obras es una recreación de un hecho que debe ser legendario. La formación de un ejército indefenso formado por siete mil niños que en plena Edad Media intentó llegar a Tierra Santa sin ayuda de personas mayores. El relato, escrito con bondad hacia la infancia y ánimo de denuncia de la crueldad de la gente mayor, acaba con una serie de quejas al mar Mediterráneo que no puede estar más de actualidad en estos años que nos han tocado vivir. Este relato, que se lee en unos minutos, es una pequeña joya narrativa, escrita con un juego de puntos de vista que anuncia la obra de novelistas posteriores considerados muy innovadores, tipo Faulkner.      

                

domingo, 18 de junio de 2017

«El conformista», de Alberto Moravia





MORAVIA, Alberto, El conformista, Buenos Aires, Losada, 1956 (2ª ed.; la 1ª es de 1952); 302 págs. Traducción de Alberto Luis Bixio [Il conformista, 1951].

            Otra de las novelas de Moravia que gustará a las personas amantes del conocimiento de la historia europea del siglo XX, en este caso de sucesos acontecidos entre los años 1920 y mediados de la década de los cuarenta. También gustará a aquellas interesadas en los problemas éticos, en las reflexiones que pueden (y deben) hacerse en torno a las razones que nos llevan a actuar de una manera y no de otra. Como en otras obras suyas, el autor estudia el comportamiento de personajes atormentados, en el caso de Marcelo por haber sido hijo de unos padres con graves problemas sicológicos. El protagonista, Marcelo Clerici, golpeado por experiencias traumáticas durante la infancia, intenta por todos los medios no verse distinto a los demás, a los que lo rodeaban en sus círculos sociales, lo cual podía ser un peligro si pertenecías a la clase burguesa de la Italia fascista.

            La novela está estructurada de la siguiente manera:

Prólogo (Roma, 1920. Marcelo tiene unos trece años);

[Elipsis narrativa de diecisiete años]

Primera Parte (Roma, 1937).

Segunda parte (París, 1937).

[Elipsis narrativa de unos seis años].

Epílogo (Roma, verano de 1943).

            La voz narrativa es la tercera persona y su punto de vista el de Marcelo, siempre Marcelo, al que, a pesar de su militancia, llegamos a ver como una víctima de las atrocidades de la vida. La protagonista femenina principal, Giulia, se nos hace simpática desde el principio, y llegamos a quererla de verdad cuando conocemos su historia. La novela está aderezada de insinuaciones y escenas eróticas más o menos explicitas, algunas de ellas de índole gay y lésbico, siempre tratadas con una delicadeza y una inteligencia que aún hoy día sorprenderán a algunos.
Ya conocen la negativa opinión que tenía Moravia de la familia, que nunca se escoge, y también de la devoción que guardó siempre a Dostoyevski, a quien aseguraba haber leído con once años. Esta novela, como «Los indiferentes», parece un producto lógico de esas influencias y esas ideas.

            En cuanto a la edición y la traducción, deben ser las primeras que se hicieron en castellano. Por supuesto se editó fuera de España. 

sábado, 10 de junio de 2017

«El pianista», de Manuel Vázquez Montalbán





VÁZQUEZ MONTALBÁN, Manuel, El pianista, (ed. de José Colmeiro); Madrid, Cátedra, 2017; 467 págs.  

          
La novela El pianista consiste en el relato de tres momentos de la vida del músico Albert Rosell: el 3 de junio de 1984, una tarde de abril de 1946 y los días anteriores al 18 de julio de 1936. La acción de los dos primeros transcurre en Barcelona y la correspondiente al tercero principalmente en París. La narración, como ya habrán supuesto, se produce de forma inversa, empezando por el final. La figura de Rosell, en principio muy desdibujada, va cobrando fuerza y acaba llenándolo todo. Se nos hace amable, muy querible, ese hombre tan humilde y bien intencionado, entregado a su arte pero también a las personas que ama.
            Las tres partes de la novela tienen en común a tres personajes: Teresa, una persona de espíritu inquieto y gran generosidad; Luis Doria, un individuo egocéntrico y arribista, vendedor de sí mismo, que se nos hace antipático desde el primer momento y acaba mostrándose moralmente deleznable; y nuestro amigo Albert, un gorrión perfecto, de los que no hablan por no molestar, un personaje que parece inspirado en ciertos rasgos de las biografías de los padres de Vázquez Montalbán y del autor mismo .
            En toda la novela los diálogos tienen gran importancia y brillantez, casi tanto como en García Hortelano. Son ágiles, casi sin acotaciones.
Los personajes de la primera parte son habitantes de Barcelona que salen de copas una noche de verano. La acción comienza en un apartamento en el que una mujer intenta cuidar de las dolencias de su pareja y acaba unas horas más tarde en otro apartamento y en una situación similar aunque con personajes distintos y dolencias más graves. En las horas transcurridas los personajes han acudido a distintos locales nocturnos en la zona más o menos baja de las Ramblas, lugares de moda para la intelectualidad de aquellos años. Entre las personas con las que se relacionan aparecen algunas perfectamente reales.
            La acción de la segunda parte, la de la Posguerra, debe ser la más autobiográfica de todas. En ella aparece un niño de la edad aproximada de Vázquez Montalbán (1939-2003) en 1946. Todo sucede en terrados de las casas de la zona de la plaza del Pedró (barrio del Raval), exactamente el lugar donde nació y pasó su infancia el autor. Es la que más me ha gustado, la más festiva a pesar de la situación por la que pasaba todo el vecindario, de personas represaliadas. Quizá por eso, por ser conscientes de estar viviendo en un país hambriento y falto de libertad, todos hacían esfuerzos para que los motivos de alegría no faltaran nunca. La excursión que realiza aquel grupo tan vital a la búsqueda de un piano por los terrados de las casas vecinas es realmente antológica, y también lo es su final.
            Y llegamos a la última. La acción, como ya he dicho, transcurre en París, el París frentepopulista del 36, aquel en el que la música de los compositores españoles estaba tan de moda, con aquella inolvidable y siempre viva —aún viva— Sala Gaveau, y donde personajes como Picasso y Erik Satie, autor de las descacharrantes Memorias de un amnésico, se habían unido para trabajar en un ballet. Las páginas de esta última parte resultan valiosas para los interesados en conocer algo del mundo cultural del París de entreguerras, esa ciudad que todos hubiésemos querido conocer en esos años. Por desgracia, la sucesión de guerras iniciada en 1936 borraría del mapa u obligaría a exiliarse a muchos de los protagonistas de esa edad de oro, quedando algunos países europeos convertidos en eriales culturales habitados por personas traumatizadas. Los que hoy día tenemos menos de sesenta años no tenemos ni idea de lo que fue aquello. Y aún nos quejamos de cómo vivimos hoy.

            En resumen: una excelente novela, aunque, para mi gusto, un poco recargada de reflexiones políticas. Muchas de sus claves se encuentran en la biografía del autor, de lectura también muy recomendable. Uno escribe para sacar lo que tiene dentro. 

viernes, 2 de junio de 2017

«Años de penitencia», de Carlos Barral





BARRAL, Carlos, Años de penitencia, Barcelona, RBA, 1993; 365 págs.

            Carlos Barral (1928-1989), poeta, editor, político, marinero, personaje célebre entre los lectores de cierta edad, fue el responsable de la conversión de una pequeña editorial familiar, Seix-Barral, en una de las editoriales más influyentes en los gustos de los lectores en castellano de los setenta y los ochenta (yo al menos la recuerdo así), cuando muchos de los autores más interesantes y rompedores (Juan Goytisolo, Luis Martín Santos) veían publicadas sus obras en esa editorial. Pero esas son cuestiones de las que el autor se ocupa en los otros dos volúmenes de sus memorias, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Años de penitencia es sólo el primero de ellos.
            Comprende el periodo de tiempo transcurrido entre sus primeros recuerdos, datados en 1935, y el año en el que termina las milicias universitarias, 1951. A través de sus páginas, escritas en una prosa castellana, su lengua materna, muy rítmica y de léxico muy variado, asistimos a la fascinación del niño por los mayores de su familia, al descubrimiento del mundo marítimo, muy asociado a su padre, fallecido cuando el niño tiene aún ocho años. Los dos primeros capítulos, escritos con posterioridad, son quizá los más ricos literariamente. En ellos juega con los puntos de vista narrativos, como si se tratara de una novela. Los demás son de configuración más clásica en la forma y más lineales en el tiempo.
He pasado unos días muy amenos con esta lectura. El libro está lleno de hallazgos. Barral, consciente de la gran importancia que sus temporadas vacacionales en Calafell tienen para el desarrollo de su personalidad, realiza un análisis y una exposición valiosísima de los problemas que puede encontrarse un escritor que intenta evocar recuerdos y experiencias de su vida “vividos” en otra lengua, pues los pescadores, veleros, calafates, carpinteros de ribera y demás hombres de mar con los que convivía en su infancia y pre-adolescencia, y por los que sentía profunda admiración, eran catalanoparlantes. El capítulo se titula «Calafell y la cuestión del lenguaje». En él leemos la siguiente reflexión:

«Quiero referirme [ahora] a algo más ambiguo, menos fronterizo con la ciencia, pero a algo que importa fundamentalmente a todo aquel que se piensa como escritor: al proceso de formulación y de acumulación verbal del conocimiento que progresivamente se adquiere del mundo, de las cosas y, sobre todo, de sí mismo. Un proceso que se produce, en gran parte, a través del filtro de un mundo habitual que el sujeto estima como íntimo, privado. Los objetos y los aconteceres de ese mundo operan como modélicos, como referencias, y acaparan, congelan, en una especie de ejemplaridad necesaria, las adherencias oscuras del lenguaje, sus posibilidades poéticas, una parte de su fuerza creativa”. (Pág. 135).

              Estas palabras, como no podía ser de otra manera, han llamado la atención de filósofos y estudiosos de la literatura desde que el libro fuera publicado por primera vez, allá por 1988. (Entre otros lugares, he encontrado referencias a ellas en la tesis doctoral de Anna Casas Aguilar: Fathers to a Fatherless Nation: From Abjection to Legacy in Spanish and Catalan Autobiographies after Franco, Universidad de Toronto, 2013).
           
            Las páginas dedicadas a Calafell y a la degradación, la perversión de su esencia, que ya entonces Barral veía venir de manos del turismo, son únicas, algunas realmente emocionantes. Bien considerado, las pocas personas, poquísimas en el mundo «desarrollado», que tienen la suerte en su edad adulta de poder revisitar sus lugares de infancia intactos son unos auténticos privilegiados; por regla general el paso del tiempo los ha transformando irreparablemente, transformación que ha arramblado con la mayoría de recuerdos y sensaciones, con la posibilidad de evocarlos. Tal es el caso de la inmensa mayoría de las localidades de la costa española mediterránea. Qué les voy a contar.
A lo largo de la autobiografía, Barral va pasando revista en orden cronológico a los hechos más importantes de su vida. Nos relata el descubrimiento de su sexualidad, la frustración de los primeros contactos carnales, el poder omnímodo de los sacerdotes en los centros docentes de la época, su relación con los compañeros de colegio, de facultad. Nos habla de sus lecturas, en varios idiomas, del nivel, pésimo, de la enseñanza, tan dirigida desde arriba. La mujer, como no podía ser de otra forma en aquella España, aparece casi exclusivamente en forma de objeto sexual. Siguiendo el esquema esperable, el más tópico, un poco desilusionante, del españolito acomodado de la época —ciertamente pensar que los poetas están hechos de otra pasta es un error—, Barral nos habla sin complejos de ningún tipo de su afición al trago y al amor mercenario. Durante la época del servicio militar, realizado en los veranos de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, estuvo destinado en Gerona y en Ronda. De la ciudad andaluza, en la que, cómo no, intentó encontrar las huellas de Rilke, el mejor recuerdo que se llevó fue el de Amparo, la chavala con la que dormía la siesta después de pasar el filtro de sus tías, con las que se veía obligado a estar de tertulia en el patio de la casa durante un rato antes de subir a la habitación. Anécdotas como esta, tan reales, tan de familia necesitada en la posguerra, son las que dan carnalidad y verismo al libro: todo era bienvenido siempre que se hiciese con apariencia respetable.
Otra de las interesantes reflexiones contenidas en Años de penitencia aparece en relación a la muerte de su amigo Jorge Folch y Rusiñol. Este jovencito, fallecido con apenas veinte años, escribió poesía y llevó una vida próxima a un dandismo necrófilo y clasicista en la que su primera creación fue él mismo. Muerto por un accidente propio de los pocos años, cuando uno se ve capaz de todo, su desaparición significó mucho para Barral y el resto de su grupo poético:

«Con Folch terminaba definitivamente la confusión entre texto y vida cotidiana en una existencia formulada principalmente como literatura o una forma particular y conscientemente cultivada de inmadurez». (Pág. 218).


En esa «confusión entre texto y vida cotidiana formulada principalmente como literatura» está la clave para entender muchas de las calaveradas y excentricidades de los artistas más jóvenes, aquejados de lo que mi tía Teresina llamaba excés de vitalitat y yo llamaría «hiperimaginación dinámica sin miedo al futuro».
       Años de penitencia termina con el final de su época de estudios, cuando Barral advierte que su lugar va a tener que estar del lado de lo que siempre había intentado evitar, la sociedad burguesa catalana típica, obsesionada con el trabajo y la economía. Afortunadamente para la historia de nuestra cultura las cosas no fueron así. O sí lo fueron, pero de forma muy creativa.