miércoles, 31 de agosto de 2016

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (37)




P. Téllez Girón, «Iglesia de Santa María in Cosmedin en Roma», 
h. 1848-1852, Museo del Prado, Madrid.
(Imagen tomada de etudesphotographiques.revues.org/3505)



A la hora de narrar y valorar la actuación del príncipe de Anglona como Capitán General de la isla de Cuba, nos encontramos con dos importantes obstáculos: la brevedad de su mandato, entre enero de 1840 y mayo de 1841, y la escasez de referencias documentales al mismo, en particular en los archivos nacionales españoles. No obstante, disponemos de algunos datos. En La Havana (París, 1844), obra de María de las Mercedes Beltrán Santa Cruz y Cárdenas Montalvo y O´Farrill, más conocida como condesa de Merlín, encontramos un balance general que, aunque muy resumido, nos da alguna información. Este es el párrafo que le dedica: 

«Aún citaremos de manera elogiosa al príncipe de Anglona, gobernador general; su administración, que siguió a la de Ezpeleta, se distinguió por sus muchas obras de utilidad pública y de embellecimiento de la localidad pero, sobre todo, por la valiente firmeza de su conducta hacia las autoridades británicas. A él se debe la reconstrucción y reparación del antiguo paseo denominado hoy día paseo de Anglona; en la actualidad la buena sociedad lo prefiere frente al de Tacón, al cual la animosidad pública parece perseguir hasta en sus obras». (Tomo II, p. 311; traducción nuestra). 

No hemos localizado ningún paseo que en la actualidad se denomine “de Anglona” en La Habana pero, leyendo acerca de estos espacios públicos de la capital cubana, hemos comprobado que en uno de ellos, llamado “Alameda de Paula”, se realizaron importantes obras de mejora en 1841, por lo que es posible que se trate del mismo; está situado al sureste de La Habana Vieja y en paralelo a la bahía. El “Paseo de Tacón”, denominación perdida hoy en favor de “Paseo del Prado”, debía su nombre al general Miguel Tacón y Rosique, Capitán General de la isla desde 1834 hasta 1838, célebre por la dureza de los métodos que empleó para asegurar el orden público; transcurre de sur a norte de la ciudad finalizando en el extremo septentrional del Malecón. En cuanto a las palabras “la valiente firmeza de su conducta hacia las autoridades británicas”, deben hacer referencia a la actividad antiesclavista de David Turnbull, cónsul británico en La Habana entre 1840 y 1842, personaje de gran talla humana que sería expulsado de la isla años después. Fuera o no Anglona partidario de la esclavitud, no podía permitir la ingerencia del representante de una potencia extranjera en los asuntos internos de su país y, seamos realistas, tampoco vería conveniente apoyar una medida que le haría muy impopular entre la clase alta de la isla, sus iguales al fin y al cabo. Tampoco podemos olvidar la clase social de la condesa de Merlín y, por tanto, el espíritu de defensa de clase que le impedía criticar de manera negativa la labor de uno de los suyos, al cual, además, debió conocer personalmente en Cuba en 1840.
Como ya comentamos en nuestro articulito del 13 de marzo de 2015, otro de los motivos por los que el príncipe de Anglona, Pedro Téllez-Girón, ha pasado a la historia de Cuba fue por la introducción de la fotografía en la isla. Así lo recogió un artículo del periódico El Noticioso y Lucero de La Habana del 5 de abril de 1840, del que copiamos algunos fragmentos: 

«El excelentísimo señor D. Pedro Téllez-Girón, hijo de nuestro digno Capitán General, joven ilustrado, conocedor entusiasta de las invenciones útiles, hizo venir de París un Daguerrotipo. […] El ilustre joven tuvo inmediatamente el placer de ver coronado su primer ensayo de aplicación por un éxito felicísimo copiando por medio del Daguerrotipo la vista de una parte de la Plaza de Armas, que representa el edificio de la Intendencia, parte del cuartel de la Fuerza, algunos árboles del centro de la misma plaza, y en último término el cerro que al este de la bahía contribuye a formar el puerto de La Habana, todo con una perfección en los detalles que es verdaderamente admirable». 

Sin embargo, el protagonismo de Anglona en la introducción de este adelanto no acaba en el hecho de ser el padre del autor de la primera fotografía tomada en tierras cubanas: también autorizó la difusión del nuevo y revolucionario invento. Así quedó reflejado en la Actas Capitulares de La Habana (sesión del 8 de enero de 1841), en las que existe constancia de su autorización a dos fotógrafos profesionales (George Washington Halsey y Federico Mialhe) para explotar la nueva técnica de manera comercial. En cuanto al hijo de Anglona fotógrafo, recientes investigaciones de  la profesora Helena Pérez Gallardo, que a su vez recogen el resultado de investigaciones anteriores, han fructificado en su artículo «Le prince Girón de Anglona. Un amateur espagnol à l’école romaine de la photographie» (Études Photographiques, n. 32, primavera de 2015), interesantísimo para el objeto de esta humilde serie de textos nuestros, pues su trabajo viene a demostrar la inclinación hacia el arte, y el mundo estético en general, que el Príncipe supo transmitir a todas las personas que lo rodeaban, principalmente a su heredero. Según se demuestra en dicho trabajo, Pedro Téllez-Girón y Fernández de Santillán, fallecido en 1900, pasó en Roma temporadas de varios años, una de ellas en 1850 junto a su hermano Tirso, y allí formó parte de una floreciente y muy vital sociedad artística que giraba alrededor del “Caffé Greco”, en Via Condotti, muy cerca de la Piazza di Spagna. Se le cita entre los miembros de la escuela romana de fotografía que practicaban el calotipo, primera e importantísima evolución del daguerrotipo, capaz de democratizar, dentro de lo posible, el nuevo invento.

«Situé dans un pôle d’attraction artistique, le Caffé Greco devint le lieu de la dite école romaine de photographie [así la denominan Anne Cartier-Bresson y Anita Margiotta en su obra Rome 1850. Le cercle des artistes photographes du Caffé Greco, (Rome, Electa, 2004)] composée d’artistes et d’amateurs qui pratiquent le calotype dès 1845, parmi lesquels Giacomo Caneva (1813-1890), Eugène Constant (avant 1820-après1860), le comte Fréderic Flachéron (1813-1883) auxquels se joignirent rapidement le photographe professionnel James Anderson (1813-1877), le prince "Giron des Anglonnes" (1812-1900) et l’architecte Alfred Nicolas Normand (1822-1909)». (El subrayado es nuestro).

Como verá el lector, el conocimiento del pasado de las innumerables ramificaciones del árbol de los Osuna está aún en mantillas. Todavía hay mucho que descubrir o, simplemente, dar a conocer, pues no todo va a ser la grotesca y vana existencia del pródigo Mariano. La historia de Osuna, de sus hombres y mujeres anónimos o conocidos, bien merece el estudio y el desvelo de los investigadores. El tiempo no para de contar y los hechos se desdibujan por la lejanía. Hay que fijarlos.





domingo, 28 de agosto de 2016

«Barrio de Maravillas», de Rosa Chacel





            
CHACEL, Rosa, Barrio de Maravillas, Barcelona, Círculo de Lectores, 1996; 271 páginas. Prólogo de Luis Antonio de Villena.

Novela preciosa en el sentido recto de la palabra, digna de admiración y aprecio. El libro, protagonizado por miembros de una cultivada clase media, cuenta los antecedentes familiares y los primeros años de vida de dos vecinitas del madrileño barrio de Malasaña, conocido hasta hace pocas décadas por un nombre mucho más atractivo: barrio de Maravillas. La parte más importante de la acción de la novela transcurre entre 1898 y el año de inicio de la Gran Guerra. El primero, que coincide con el año de nacimiento de la autora, es el momento en el que se inicia la segunda parte de la obra, mucho más extensa que la primera, pues va de la página 75 a la 271, dejando bien sentado qué le interesa transmitir a Chacel. La novela, autobiográfica, tiene el gran valor de haber sido terminada cuando la autora vuelve a España desde el exilio, a mediados de los años setenta. Rosa Chacel (1898-1994) era en ese momento, según los que la conocieron, una persona mayor de edad pero con la vitalidad y sus capacidades intactas, tanto que fue capaz de escribir una de sus mejores novelas en el periodo que muchos conocen como vejez. El reencuentro, después de casi cuarenta años, con su segunda ciudad --era vallisoletana-- y con la casa donde vivió entre 1908 y 1911, entre los diez y los trece años, le inspira de tal manera que se lanza a escribir una obra que recoge, obviamente adornados, literaturizados, algunos de sus años de formación, aunque todos sabemos que en el caso de las personas con capacidades excepcionales los años de formación son todos. Chacel, hoy día muy olvidada, vaya usted a saber por qué —quizá no interesen las personas tan inteligentes—, escribió decenas de libros (poesía, novela, ensayo) y tradujo a autores imprescindibles (Racine, Camus, Cocteau, etc.). Uno, que nació en 1961, lamenta no haberlo hecho unos cuantos años antes para haber vivido de manera más consciente, más lucida, más analítica, aquellos años de la transición y el enriquecimiento que para la cultura española supuso la vuelta de tantos exiliados. Autora ineludible —amiga de Juan Ramón, de Ortega, de Altolaguirre, viajera incansable—, debía ser leída por todos los que disfrutan leyendo a escritoras, pues tienen unas capacidades de análisis y descripción de sentimientos y acciones delicadas que no tienen los hombres. Eso es así. No somos iguales. Las mujeres tienen unas facultades relacionadas con la inteligencia emocional que no tenemos los hombres, de ahí sus mayores sutilezas, su tendencia al matiz, a no despreciar nada. 


(lecturassumergidas.com)


           El mundo de las protagonistas, Isabel y Elena, es un mundo en el que existen hombres pero en el que destaca sobre todo la presencia femenina, mundo de confidencias e interiores desde los cuales atisban la que se les va a venir encima cuando se hagan mayores. Los muchachos de su edad, en su mayoría, juegan en otra liga, son como de otro mundo, no las entienden, y ellas tampoco echan mucho de menos una mayor comunicación con ellos, sobre todo cuando lo que mueve al muchacho en cuestión es una mera atracción sexual; es el caso, por ejemplo, de Luis, el muchacho de la farmacia de abajo, que tiene frita a Isabel con su torpe cortejo. La novela está llena de insinuaciones como esta, un toque de atención para los lectores masculinos insensibles, carentes de empatía, incapaces de notar la incomodidad de la mayoría de las mujeres cuando perciben esas típicas conductas masculinas.
            Otro importante atractivo de la novela es la mención, y en algunos casos descripción, de personajes del mundo de la cultura madrileña, sobre todo del poeta Emilio Carrere, que aparece retratado con penetración y evidente cariño:

     «Aparece, al fin, el bohemio… Viene a buen paso, sin prisa. Embozado en su capa, no por el frío, sino por el negligente acorazamiento que da el embozo, por el autoabrazo en que el embozado se aísla, se afirma, se acompaña… Suave contacto de terciopelo en la mejilla y pantalla o muralla en la que el aliento se detiene y devuelve su calor a la cara. El bohemio pasa, las chicas le miran temerosas, indiscretas: casi se paran, querrían detenerle o volver atrás para encontrarle otra vez y ver mejor los detalles que se le escaparon.

—Es feo, para qué vamos a negarlo.

—Yo no os dije que fuese guapo. Tiene carácter, se diferencia de cualquiera de los tipos que andan por ahí». (Págs. 186 y 187).     


            En cuanto a las técnicas narrativas, la novela cuenta con varios tipos de narradores: en primera persona (Isabel, doña Laura, Elena, etc…), omnisciente clásico en tercera persona y pasajes monologales en los que asoma la corriente de conciencia en algunos periodos de difícil comprensión por el abuso de la hipotaxis, un reflejo de la manera en la que corre nuestra consciencia, a veces caótica, muy ramificada y de difícil comprensión. En definitiva, un monumento de novela. Imprescindible.  


lunes, 15 de agosto de 2016

"La isla de Róbinson", de Arturo Uslar Pietri





USLAR PIETRI, Arturo, La isla de Róbinson, Barcelona, Seix Barral, 1983; 357 páginas.

Biografía novelada de Simón Rodríguez (1769-1854), aquel caraqueño que dedicó su vida a la docencia y al cambio de los sistemas de educación tradicionales, a los que consideraba culpables de la pervivencia de los vicios de la sociedad. A él se le atribuye la siembra, en el espíritu del joven Simón Bolívar (Caracas, 1783-1830), de la determinación de lograr la independencia de los territorios comprendidos en las colonias americanas de España. Tanto profesor como alumno son celebridades cuyas biografías pueden leerse en infinidad de páginas de Internet, así que voy a dedicar estas simples notas de lectura a los aspectos literarios del libro.
Su autor es Arturo Uslar Pietri (Caracas, 1906-2001), otra celebridad venezolana cuya biografía puede localizarse fácilmente. El título de la novela proviene de la doble identidad que tuvo su protagonista, pues durante los años que vivió en Europa lo hizo bajo el nombre de Samuel Róbinson, homenajeando de esa manera la novela de Defoe. En líneas generales, Uslar respeta fielmente la biografía del personaje. Aquel tópico o frase hecha, de los que Simón Rodríguez era tan enemigo, por cierto, según el cual la realidad siempre supera la ficción, debe ser aplicado en este caso, pues la vida del señor Rodríguez fue de una intensidad inimaginable. De ahí que el autor se haya limitado a adornar ciertos episodios de su vida, a literaturizarlos, lo que no quita valor al libro como fuente de información, si es que algún lector va buscando eso en la lectura de novelas.


Don Arturo Uslar Pietri
(entornointeligente.com)


Hallazgos poéticos los hay, algunos enternecedores, todos relacionados con la gente humilde de los países andinos y con el paisaje. Algunos ejemplos:

“Los palanqueros empujaban para ayudar la corriente perezosa del agua dormida que se extendía hasta perderse en las orillas, entre los troncos secos, los caimanes dormidos, los yerbazales y aquel espacio abierto de nubes sin fondo. […]. Eran lentas aquellas balsas. Pasaban los días y apenas había cambiado el paisaje. Los contados pueblos que aparecían en la barranca se parecían todos. Un caserío alineado sobre la orilla, un embarcadero con curiaras amarradas, hombres en cuclillas mirando con desgano y ladridos de perros”. (Pág. 180)

“El paisaje desolado de las mesetas altas, la transparencia sin fondo del azul, el frío y límpido cristal del aire, la fatiga de la marcha en la cumbre, todo creaba una sensación de transfigurada realidad”. (Pág. 209).

“Ahora no lo acompañaba sino aquella otra mujer que había hallado en Chuquisaca. Color de tierra, vestida de tela de baratillo, con trenzas tintas de paciencia y habla mansa. Manuela Gómez, voz de chola, manos hacendosas, ojos bajos, sombra de su sombra, entre sus guisos, los remiendos, los quehaceres sin término, un poco madre, un poco hija, un mucho criada y hembra para algún relámpago momentáneo”. (Pág. 248).
    
Antiguo alumno de Literatura Hispanoamericana en Sevilla, la lectura de este libro me ha traído gratos recuerdos, sobre todo de la profesora Areta Marigó, que nos hablaba de la historia, la sociedad y la literatura hispanoamericanas con una rara pasión y una gran habilidad para transmitir su amor por ella. En sus páginas me he reencontrado con Sarmiento, con Bello, con Humboldt, con Francisco de Miranda, educadores, científicos, guerreros, aventureros, donjuanes, todos de vidas infinitamente más atractivas de las que luego me he encontrado en otras literaturas y sociedades. Son apreciaciones subjetivas, lo sé, no hay valoraciones objetivas que puedan poner la importancia de una cultura y unos personajes históricos sobre otros, pero reconozco que se me hace la boca agua y se me avivan los sentidos cuando encuentro términos como yerbazales (pág. 180), azarienta (p. 250), tertuliante (p. 269), carranclo (p. 277), tasajear (p. 287), congresante (p. 308), estorbosa (p. 340), palabras que me recuerdan que al otro lado del Atlántico existe una dolida, pujante y exótica continuación de España. La labor de Bolívar, Sucre y otros libertadores no fue culminada por la creación de una sociedad nueva, como pretendía Simón Rodríguez, una sociedad en la que la escuela formase ciudadanos válidos, responsables, solidarios. Se quitaron virreyes, oidores, veedores y demás funcionarios españoles, pero sus puestos y sus maneras fueron heredados por nacidos en aquellas tierras, donde los defectos y las virtudes de los españoles perviven en la actualidad, y en muchos casos agrandados.
En cuanto a cuestiones estrictamente narratológicas, el tratamiento del tiempo, en general, es lineal, aunque en algunos pasajes se hace uso de paralelismos entre hechos ocurridos con una diferencia de varias décadas usando como punto de encuentro un mismo viaje fluvial. El narrador es omnisciente en tercera persona. Avanzada la novela, pasan a tomar cada vez más espacio citas textuales de textos de Simón Rodríguez, cuya manera de escribir, de exponer sus ideas en la página —por medio de esquemas y resalto de ideas principales—, era realmente curiosa y podía cansar al tipógrafo más trabajador y complaciente. En definitiva, una lectura apasionante sobre una persona muy avanzada a su tiempo y poco conocida por la sociedad española actual, donde se sigue librando la eterna batalla por la implantación de idearios políticos en la educación infantil. Moldear la mente de un niño es demasiado fácil para que su educación sea un tema secundario. 

domingo, 14 de agosto de 2016

"El fin", de Soledad Puértolas



PUÉRTOLAS, Soledad, El fin, Barcelona, Anagrama, 2015; 165 páginas.

Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) no necesita buscar la materia prima de sus relatos más allá de las calles que la rodean, de las personas con las que se roza o tiene parentesco o amistad, demostrando con ello esa máxima no escrita según la cual cualquier hecho, cualquier vida, por nimio o insignificante que parezcan a un observador externo, merecen y necesitan una plasmación literaria. El fin se compone por trece relatos, la gran mayoría de ellos protagonizados por mujeres y escritos en primera persona. Con una sola excepción, un “Homenaje a Chéjov” titulado “El fraile impío”, la acción de las narraciones transcurre en España y en la época actual, ya sea en grandes aglomeraciones de personas —Madrid sobre todas— o en tranquilos lugares de veraneo. A veces la protagonista es una niña asustada que descubre Madrid de la mano de un familiar muy sensible al arte —a destacar la interpretación del cuadro de Rubens que contiene el relato titulado “Las tres Gracias”—, a veces una mujer ya madura que consuma por fin un amor de época estudiantil y, en otros casos, la protagonista habitual se transmuta en un empleado de banca que escribe poesía y tiene que padecer la rudeza y la insensibilidad del alcalde de una ciudad de provincias, poseedor de esa ignorancia supina en temas culturales que tan mal disimulan los políticos profesionales. A destacar, también, varios relatos en los que tiene gran importancia la relación de los personajes principales con animales de compañía —sobre todos el titulado “Lord”—, donde se nos describe la ternura con la que se trata a un perro ya anciano.


Soledad Puértolas
(img.rtve.es)


            En cuanto al lenguaje, es de una sencillez y una exactitud encomiables, en el polo opuesto del recargamiento o la pedantería. En uno de los relatos, precisamente “Lord”, se lee una frase alusiva a Charli, su principal personaje masculino, que nos da una idea del aire general de las narraciones, muy asequibles para cualquier lector y, además, producto de un trabajo oculto pero manifiesto en esa elaborada sencillez:

    “La dueña del bar, que andaba por allí, ajena a la conversación que teníamos la mujer de Gerardo y yo, dijo, señalando a Gerardo: 

—Es una revista estupenda, preciosa.

       Gerardo hizo un gesto de timidez, una expresión de rechazo, como si el elogio le molestara. Le sonreí. Charli no dirigía ninguna revista cultural, apenas leía, sólo veía partidos de fútbol, alguna película y algunas series de televisión. Era listo y, en ocasiones, podía ser muy ingenioso, pero despreciaba todo lo que oliera mínimamente a pedantería”. (Pág. 152).


Para terminar, recordar que todos los relatos, exceptuado el “Homenaje a Chéjov” ya mencionado, poseen la virtud de describir situaciones y sentimientos reconocibles, con los que cualquiera de nosotros puede identificarse. No son, por tanto, relatos que nos propongan la evasión de nuestra realidad habitual: algunos de ellos, incluso, parecen resultado de experiencias cotidianas, tanto de la autora como de conocidos suyos, y pueden llegar a parecer demasiado apegados a la realidad. SIn embargo, deben ser vistos como productos de la consideración de la vida de todos los días como inspiración para escribir, de una reflexión sobre nuestras cuitas y experiencias cotidianas. La autora se nos descubre como una gran observadora e intérprete de las relaciones interpersonales. Volar es para pájaros, ya lo decía Hilario, y Soledad Puértolas, eminente miembro de la Real Academia Española, parece tener los pies muy bien asentados en el suelo.

viernes, 12 de agosto de 2016

"¿Cómo debería leerse un libro?", de Virginia Woolf





WOOLF, Virginia, ¿Cómo debería leerse un libro?, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, Editor, 2016; 69 páginas. Traducción y notas de Ángela Pérez.

            Llegué a este libro mirando el escaparate de una librería. Era un establecimiento pequeño y a trasmano, situado en una esquina olvidada, de los que subsisten por tener una clientela escasa pero fiel. Su escaparate, amplio, generoso, se exponía al sol de junio como una planta necesitada de luz. Allí, ocupando el centro, semejante a una flor de pacífico consciente de su belleza, se encontraba el librito, la misma Virginia, evadida en la lectura, presente en la cubierta. Ese día no llevaba dinero para comprarlo y aquella noche me acosté soñando con volver al día siguiente y poder encontrarlo todavía allí. Al día siguiente, en efecto, allí estaba, y salí de la librería con él en la mano, emocionado. Luego, ya en soledad, lo examiné despacio.
           Se trata de la traducción, acompañada de una brevísima introducción y de una cronología a modo de epílogo, de la última de las tres versiones que Virginia Woolf (1882-1941) hizo del texto de una conferencia pronunciada en 1926 ante las alumnas de un colegio privado de Hayes Court (Kent). En relación a la cronología final, llama la atención que James Joyce y Virginia Woolf, dos pilares de la novela rompedora escrita en inglés, nacieran y murieran en los mismos años.  

La escritora en plena juventud.
(archivo.eluniversal.com.mx)

            El texto de la conferencia en sí contiene varias ideas muy aprovechables. Para empezar, una defensa a ultranza de la independencia del lector, al cual aconseja que no se deje llevar nunca por ningún consejo, que “siga sus propios instintos, que use su propia razón, que saque sus propias conclusiones”, (pág. 21). Para Woolf, que habla primero de novelas --más adelante lo hace de poesía y otros géneros--, “leer una novela es arte difícil y complejo. No sólo requiere gran sutileza perceptiva, sino también extraordinaria audacia imaginativa si queremos aprovechar todo lo que el novelista —el gran artista— nos ofrece”, (pág. 29). Para ella, nada como la escritura de novelas para entender con mayor profundidad la prosa de ficción. Sugiere al lector que se tome el trabajo de escribir para entender un poco mejor la complejidad de este trabajo:
            “Los treinta y dos capítulos de una novela —si consideramos primero cómo leer una novela— son una tentativa de hacer algo tan estructurado y controlado como un edificio. Pero las palabras son más intangibles que los ladrillos; leer es un proceso más largo y más complejo que ver. Tal vez la forma más rápida de entender los elementos de lo que hace un novelista no sea leer sino escribir, experimentar personalmente los riesgos y dificultades de las palabras”. (Págs. 25 y 26).

            A lo largo de las páginas, Woolf materializa algunas de las reflexiones que siempre han ocupado a los lectores, por ejemplo aquellas derivadas de la infinita variedad de formas de expresar lo imaginado o lo vivido, esa realidad distinta a todo lo leído anteriormente con la que se encuentra el lector cuando empieza a adentrarse en la obra de un nuevo autor de mérito, ese conjunto de palabras y escenarios que al principio nos recuerdan la llegada a un país desconocido en el que se habla una lengua ignorada que hemos de ser capaces de entender y disfrutar:
            “Si cuando leemos pudiésemos ahuyentar todas esas ideas preconcebidas, sería un comienzo admirable. No dictemos al autor, procuremos ser él. Seamos su colega y su cómplice. La indecisión, la reserva y la crítica al principio nos impiden apreciar plenamente lo que leemos. Pero si abordamos la lectura sin prejuicios, los signos de excelencia casi imperceptible, desde los giros y matices de la primeras frases, nos descubrirán a un ser humano único”. (Págs. 24 y 25).

            Un poco más adelante, en la parte del texto dedicada a las biografías, la autora nos regala un pasaje cuya lectura recuerda una de las películas más conocidas de la historia del cine, dirigida por Hitchcock décadas después:
            “¿Las leeremos, ante todo, para satisfacer la curiosidad que nos domina a veces cuando nos paramos al atardecer frente a una casa con las persianas abiertas y las luces encendidas, cuyas plantas nos muestran distintos aspectos de la vida humana? Nos consume entonces la curiosidad acerca de las vidas de estas personas: los sirvientes que cotillean, los señores que cenan, la joven que se viste para una fiesta, la anciana junto a la ventana con su labor. ¿Quiénes son, qué son, cómo se llaman, a qué se dedican, cuáles son sus pensamientos y aventuras?” (Pág. 31).


            Anécdotas de la interacción de las artes aparte, la lectura de este librito asegurará en la mente del lector excelente, aquel que lee “por amor a la lectura, despacio, no profesionalmente” (pág. 55), algunas de las ideas que le rondaban la cabeza, o las sensaciones que vislumbraba su alma, desde hacía años, sobre todo aquellas relacionadas con el hábito de la lectura, un inmenso placer en sí mismo, que no necesita utilidad alguna para ser perfecto. 

miércoles, 10 de agosto de 2016

"El miedo del portero al penalty", de Peter Handke




HANDKE, Peter, El miedo del portero al penalty, Madrid, Alfaguara, 1979 (1º ed.); 151 págs. Traducción de Pilar Fernández-Galiano. [Die Angst des Tormans beim Elfmeter, 1970].

            Se trata de una novela en la que el asunto futbolístico es puramente anecdótico. La atribución de esta profesión al protagonista tiene la utilidad de describirlo de manera indirecta como un hombre fuerte, ágil y corpulento. El texto, obra del austriaco Peter Handke (1942) —autor extraordinariamente prolífico—, está en la órbita de las novelas de introspección y análisis de caracteres o psiques alteradas, carentes de lo que conocemos como “cordura”. Josef Bloch, protagonista y personaje principalísimo —sus acciones y percepciones copan el noventa y nueve por ciento de las páginas—, resulta ser un hombre de carácter obsesivo, característica de la que participa el narrador, omnisciente clásico en tercera persona pero contagiado de una minuciosidad rayana en lo patológico, detención descriptiva que tiene la virtud de transmitir al lector el tedio de la vida: 
“La camarera fue detrás del mostrador. Bloch puso las manos encima de la mesa. La camarera se agachó y abrió la botella. Bloch apartó el cenicero. La camarera cogió al pasar un posavasos de otra mesa. Bloch echó la silla hacia atrás. La camarera sacó el vaso del cuello de la botella, puso el posavasos sobre la mesa, colocó el vaso encima del posavasos, vació la botella en el vaso, puso la botella en la mesa y se marchó”. (Pág. 46)

Y así, página tras página, en una sucesión de cuadros de acciones, muchas veces vagamente conectados, casi independientes, pero siempre descritos de esa manera. El protagonista sufre en su demencia, eso es evidente, se reconoce víctima de un mundo cuyo devenir no está en su mano. En ese aspecto, la novela está en la línea de obras como El extranjero de Camus, en las que el protagonista, víctima de la existencia, actúa movido por una voluntad que no le pertenece.
En este caso, no obstante, existe una dolorosa conciencia de la existencia, a veces muy explícita, como cuando el autor escribe: “Su conciencia de sí mismo era tan fuerte, que le sobrevino una angustia mortal” (pág. 96). Detrás de esta frase resuenan Kafka, Kierkegaard y otros autores que han expresado o analizado el malestar del hombre abandonado a su suerte en una vida sin sentido. Poco a poco, conforme avanza la novela, la conducta de Bloch se hace más y más errática e ilógica:
“Bloch se levantó y se marchó de allí tan rápidamente que ni siquiera le dio tiempo a enderezarse del todo. Al cabo de un rato se detuvo y enseguida empezó a correr. Corría bastante deprisa. De repente se detuvo, cambió de dirección, siguió corriendo sin variar el ritmo, entonces cambió el paso otra vez, se detuvo, comenzó a retroceder, se dio una vuelta mientras retrocedía, siguió corriendo hacia adelante, de nuevo se dio media vuelta para retroceder, retrocedió, se dio una vuelta para seguir corriendo hacia delante, dio unas cuantas zancadas y comenzó a correr a toda velocidad, después se detuvo en seco, se sentó en una piedra al borde del camino y enseguida se levantó y siguió corriendo”. (Pág. 118).

Handke a principios de los ochenta

En la novela, que contiene alguna breve pincelada social, en especial sobre la marginación del pueblo gitano, la descripción de las acciones de la persona alterada en ningún momento denota irrisión o crueldad. El protagonista, y los que lo rodean, aparecen sólo como víctimas de la alteración de su estado. En última instancia, el estado mental de Bloch puede tener una lectura general sobre la vida del hombre moderno, perdido en la masa de la gran ciudad, falto de guía, de centro, privado del control de su vida, incapaz, en definitiva, de dominar los nervios cuando tiene entre sus manos el cuerpo de una mujer, tan frágil y delicado como una figurita de cristal.

martes, 9 de agosto de 2016

"Los Maia", de Eça de Queirós




EÇA DE QUEIRÓS, José Maria, Los Maia. Episodios de la vida romántica, Valencia, Editorial PRE-TEXTOS, 2013 (2ª ed; la 1ª es de 2000); 835 págs. [Os Maia: Episódios da vida Romántica, 1888]. Traducción, prólogo y notas de Jorge Gimeno.
           


Una vez más, y como ha pasado tantas veces —y espero que siga pasando—, una buena lectura me ha llevado a otra mejor. Fue leyendo Filomeno a mi pesar, de Gonzalo Torrente Ballester, cuando encontré Los Maia citado entre los títulos que servían para enriquecer la imaginación y llenar las tardes de Filomeno Freijomil/Ademar de Alemcastre. La influencia de la obra del novelista portugués sobre la del gallego es obvia y me imagino que ya habrá sido estudiada.
Las líneas que vienen a continuación son unas simples notas de lectura, el reflejo de algunas impresiones o sensaciones que esta me ha dejado. La primera, principal y aglutinadora de todas las demás, ha sido un placer inmenso, aquel proporcionado por la lectura de una novela extraordinaria, escrita por una persona ya mayor, experimentada y de extensas lecturas, el escritor que parece volcar en la obra todos sus conocimientos y sus reflexiones sobre la vida. Entiendo que en Portugal Los Maia sea considerada por las personas de gusto, y aquí la expresión “de gusto” vale para caracterizar a los lectores cuyos gustos coinciden con los míos, como una de las novelas cumbre de las letras lusas, y eso a pesar, y sobre todo, de no dejar títere con cabeza en un país que Eça de Queirós (1845-1900) ve mediocre y habitado por medianías. Podría decirse que no puede escribirse bien sin un punto de malicia, y al autor, desde luego, no parece faltarle. Seguro que muchos lectores lisboetas se vieron reflejados en la novela y que algunos no vieron con buenos ojos esa crítica, de intención, por otra parte, regeneradora. Resulta obligatorio destacar también el cuidado de la expresión, del ritmo y la eufonía de la prosa, que parecen muy bien respetadas en la versión castellana. Sobre el particular llaman la atención estas afirmaciones del protagonista que, como muy bien escribe el señor Jorge Gimeno en la introducción, “no cuesta imputar al propio Eça” (pág. 10):

“—Cuestión de temperamento —dijo Carlos—. Hay seres inferiores para los que la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema… Yo soy uno de ellos.

—¡Demonios! Así que eres un retórico…

—¿Y quién no lo es? Aún está por demostrar que el estilo no discipline el pensamiento. Como usted sabe, en verso la búsqueda de una rima es con frecuencia responsable de la originalidad de una imagen. Y cuántas veces el esfuerzo por completar adecuadamente la cadencia de una frase no conlleva nuevas e inesperadas perspectivas de la idea… ¡Viva la frase hermosa!” (Pág. 308). 
 
La lectura de la novela, en mi humilde opinión, puede considerarse una perfecta escuela de escritura. Copio aquí uno de los numerosos pasajes antológicos, una descripción de la vista desde la terraza del Ramalhete, en Lisboa, la residencia principal del protagonista. Obsérvese el movimiento de la percepción, en alejamiento y ascensión casi continuos:
“Y con un suspiro [Dâmaso] volvió a su Figaro. Se hizo otra vez el silencio en la terraza. Dentro, la partida continuaba. Más allá de la sombra del toldo, el sol comenzaba a calentar, batiendo en la piedra, en las macetas de loza blanca, con una refracción de oro claro en la que palpitaban las alas de las primeras mariposas, que volaban en torno a los claveles en flor. Abajo, el jardín verdeaba, inmóvil en la luz, sin un bullir de ramas, refrescado por el canto del surtidor, por el brillo líquido del agua en el estanque, avivado aquí y allá por el rojo o el amarillo de las rosas, por la carnación de las últimas camelias… El trozo de río que se divisaba entre los edificios era azul marino, como el cielo, y entre el río y el cielo, el monte ponía una gruesa franja verde oscura, casi negra por el resplandor del día, con sus dos molinos parados en lo alto, las dos casitas blanqueando en la orilla, tan luminosas y cantarinas que parecían vivir. Un reposo durmiente de domingo envolvía el barrio. Y muy arriba, por los aires, cruzaba el claro repique de una campana”. (Págs. 238 y 239).


Resulta difícil resistirse a una segunda lectura y a cerrar después los ojos para dejarse invadir por la luminosa sensualidad del paisaje lisboeta.

Eça de Querós
(noticias.universia.com.br)

La acción de Los Maia transcurre en Lisboa y alrededores durante la segunda mitad del siglo XIX, aunque el grueso de ella sucede a mediados de la década de 1870. El protagonista principal es Carlos de Maia, un muchacho de veintitantos años bien parecido, mejor educado y con un gran patrimonio a su disposición. Alrededor de él, y sobre todo de su abuelo, el querido y respetado Alfonso de Maia, se forma una especie de corte integrada por hombres, sólo hombres —eran una sociedad y una época aún más androcentristas que las actuales—, pertenecientes todos a las clases privilegiadas. La movilidad social aún era un sueño romántico poco menos que imposible. Los hombres se divertían con mujeres de la vida, siempre españolas, por cierto —más animadas y disponibles que las lusas—, y se casaban con mujeres portuguesas y de su clase, a menudo bastante más jóvenes que ellos, las cuales solían buscar complemento sexual en relaciones extramatrimoniales con hombres más jóvenes. La novela puede ser considerada un retrato colectivo de la alta sociedad de la Lisboa de entonces, característica a la que parece aludir el autor cuando pone en boca de Carlos de Maia unas palabras que vienen muy al caso:

“En cuanto Carlos se sentó a su lado, doña María le preguntó por aquel aventurero de Ega. Aquel aventurero, le respondió Carlos, estaba en Celerico, componiendo una novela con la que vengarse de Lisboa… titulada El muladar.

—¿Y sale Cohen? —preguntó ella, riéndose.

—Salimos todos, señora doña María. El muladar somos todos”. (Pág. 378).


El principal motivo de la acción de la novela es la vida amorosa de Carlos, que pasa por distintas relaciones hasta encontrar un amor romántico, descerebrado y completo, aquel en el que uno se entrega, y al que uno se abandona, como quizá no vuelva a hacerlo en su vida, de manera tenaz, valiente, confiada y catastrófica. En relación a este amor y a su naturaleza, principal elemento temático y motor de la acción de la narración, recomiendo al futuro lector de la novela se abstenga de buscar más información sobre ella, porque a las primeras de cambio se puede encontrar con que un comentarista insensible le ha desvelado el gran secreto amoroso que acaba de hacer el libro totalmente irresistible e inolvidable.
  En cuanto a cuestiones puramente narratológicas, decir que el relato corre a cargo de un narrador omnisciente clásico, en tercera persona, y el desarrollo del tiempo, en general, es lineal, exceptuado un interesante bucle temporal que se inicia en el capítulo I y se cierra a mitad del capítulo IV, en la página 125. Cabe destacar también como una “anomalía” el último de los capítulos, que incluye un salto temporal de unos diez años. Este, por otra parte, sirve a la novela de epílogo informativo, un poco en la línea de “qué pasó con…”: contiene información sobre la forma en la que ha transcurrido la vida de los principales personajes durante esos años. La novela finaliza de forma abierta, brillante y llena de modernidad, en la que unos personajes, repletos de contradicciones desde el principio, acaban sorprendiéndonos con la mayor de todas, la del que corre detrás de aquello por lo que no vale la pena correr, ese existir diario que nos hace tan vulnerables y llamamos vida.