jueves, 15 de septiembre de 2016

«La niña de Luzmela», de Concha Espina


Estatua de Cocha Espina 
en Mazcuerras
(blogforamontanos.2011)



ESPINA, Concha, La niña de Luzmela, Madrid, Aguilar, 1949.


Interesado en la historia de la Literatura Española, no podía dejar de leer alguna obra de Concha Espina, autora cuyo nombre me suena desde pequeño pero nunca había leído. La niña de Luzmela (1909) fue una de sus primeras novelas, si no la primera —escribió más de cuarenta—, y quizá la más conocida. Por medio de un narrador omnisciente clásico en tercera persona, cuenta la triste historia de los primeros años de vida de una niña, hija natural de un propietario del interior de Cantabria. Casi una hagiografía, la narración se centra, sobre todo, en analizar —la novela tiene algo de sicológica—, la tendencia al sacrificio de la niña, que tiene como libro de cabecera nada menos que La imitación de Cristo, el librito conocido como el Kempis por su autor, Tomás de Kempis, una de las obras cuya lectura más ha contribuido a lo largo de la historia a sobrellevar vidas desgraciadas forjando caracteres sumisos y sacrificados. Para una persona de mente moderna, aconfesional, simplemente intelectualizada —regida por valores éticos no religiosos—, todo esto puede parecer una atrocidad, como le parece a algún hombre de ciencia que aparece en la novela, pero ha sido una constante en las vidas de muchísimas personas a lo largo de la historia, incluso de muchas de la España de posguerra, de hace poco más de cuarenta años.
                La acción trascurre en Mazcuerras, la aldea donde nació Concha Espina (1869-1955) —y donde fallecería otra escritora célebre, Josefina Aldecoa—, en una época que bien puede situarse en la juventud de la misma Espina gracias a las alusiones que contiene al andén de la estación de ferrocarril, «donde después de misa solía pasear el señorío» (pág. 179). El nombre de la población, sin embargo, aparece en la novela cambiado en Luzmela, mucho más eufónico.
                En cuanto al lenguaje de la obra, me han llamado la atención algunas palabras, que paso a enumerar acompañadas de su definición. La mayoría aparece en el DRAE.

Nétigua (pág. 74). Sust. propio de Cantabria: Lechuza.
Estuoso (p. 160). Adj. Caluroso, ardiente.
Asordado (p. 168). Adj. Ensordecido.
Aladar (p. 175). Sust. Cada uno de los mechones que caen sobre las sienes.
Desemblantado (p. 225). Adj. Que tiene alterado el semblante.
Estridulante (p. 230). Adj. Estridente, chirriante, rechinante.
Trépida (p. 231). Adj. Trémula, temblorosa.
Azarada (p. 235). Adj. Avergonzada.
Cambera (p. 255). Sust. propio de Cantabria. Camino de carros.
Expavecida (p. 256). Adj. Atemorizada, espantada.
Lagotera (p. 258). Adj. Zalamera.
Arcaz (p. 267). Sust. Arca grande, arcón, baúl antiguo de madera sin forrar.
Encenso (p. 269). Adj. Encendido, ardiente. (No lo he localizado, pero por el contexto, «volcán encenso», parece ser este su significado. Sería una evolución del p.p. del latín INCENDO).
Adumbración (p. 324). Sust. Parte menos iluminada de una figura u objeto.

                Para acabar estos apuntes, destacar el interés que parece tener la autora por los débiles, los desvalidos, aunque esa preocupación social no compense la construcción maniquea de personajes y un conservadurismo quizá demasiado explícito. Era otra época. 

1 comentario:

  1. Es una sentida historia, preciosa y contada con emoción; siempre con palabras cántabras, tan bonitas. En lo particular, orgullo de ojos zarcos.

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