sábado, 9 de julio de 2016

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (36)



El Gran Teatro de la Habana (bejar.biz)


Fuera consecuencia, o no, de la petición que había hecho por carta a la Reina Gobernadora en agosto de 1838, en septiembre del año siguiente Anglona fue nombrado Capitán General de la isla de Cuba. Desconocemos si un destino tan lejano fue del agrado de nuestro protagonista pero no hay duda de que cumplió la orden recibida y, acompañado de su mujer, desembarcó en el puerto de La Habana el 10 de enero de 1840. Las causas últimas de su nombramiento se nos escapan por el momento, pues no era un lugar realmente atractivo ni cómodo, con un clima infernal y muy alejado de las capitales europeas a las que estaba acostumbrado. Pudo deberse a una especie de represalia de los nuevos gobernantes, aunque parece demasiado escaso el tiempo que media entre el Abrazo de Vergara y su nombramiento, apenas un mes; además Espartero no entraría triunfalmente en Madrid hasta septiembre de 1840. Aventurada hipótesis, por tanto, aunque él siempre se identificó con el grupo de la Reina Gobernadora, ahora en desgracia. Otra hipótesis consiste en considerar el nombramiento resultado de una petición de Anglona, que siguiese al pie de la letra la opinión de un médico parisino de renombre que le hubiera aconsejado para la salud de su hijo enfermo un cambio de clima radical. Como siempre, la respuesta está en los archivos.
Al llegar a La Habana se vio convertido en la máxima autoridad tanto civil como militar de una sociedad formada por dos grupos muy bien diferenciados por el color de la piel y las condiciones de su existencia. Quizá habría que hablar de dos sociedades y no de una sola dado el grado de separación que existían entre ambos grupos humanos. Los negros, cerca de 450.000 personas, habían llegado en su mayoría en los últimos años y de contrabando —en 1817, año en el que España había firmado un tratado internacional por el que se comprometía a considerar ilegal el comercio de esclavos, no pasaban de 200.000—, y trabajaban en régimen de esclavitud en unas condiciones tan inhumanas que la esperanza de vida, según algunos autores, no pasaba de los 25 años. En las “Leyes para los esclavos en Cuba” de 1842 encontramos disposiciones sobre la obligatoriedad por parte del amo de dar a cada esclavo dos mudas anuales y de limitar la jornada laboral a 16 horas, señal inequívoca de que se les trataba aún peor. Valga, como ejemplo, el artículo 31:

“Cuando el amo del marido comprare la mujer, deberá comprar también con ella los hijos que tuviere menores de tres años, en razón a que según derecho, hasta que cumplan esa edad deben las madres criarlos”.

            Parece mentira hasta qué punto puede llegar el desprecio por el otro entre las personas no instruidas. Cómo se sentirían esas madres separadas de sus hijos pequeños es algo que dejo a la meditación del lector.
En cuanto a los blancos, peninsulares o descendientes de ellos, puede servir de referencia que en 1860 este otro grupo humano era de 475.000 personas. (Datos obtenidos de obras de Manuel Tuñón de Lara y José María Jover Zamora ya mencionadas y de aguadepasajeros. bravepages.com).
Existe una anécdota muy ilustrativa sobre el grado de inmoralidad de la Cuba de entonces ocurrida entre Francisco Marty y Torrens, uno de los españoles residentes en La Habana enriquecidos con la trata de esclavos y otras actividades delictivas, y el matrimonio formado por Anglona y Rosario Fernández de Santillán. Don Pancho, así era conocido por todos, poseía el monopolio de la venta del pescado en la ciudad y dos años antes había inaugurado un teatro con noventa palcos y capaz para albergar hasta cinco mil espectadores. Por dicho espacio escénico, cuyas características técnicas lo acercaban a la Scala de Milán —hoy día, bastante transformado, lleva el nombre de “Gran Teatro de La Habana”—, pasarían artistas de la talla de Gottschalk, aquel pianista admirado por Listz y Chopin, Sara Bernhardt o Enrico Caruso. Cuba vivía entonces unos años de gran bonanza económica basada, obviamente, en la mano de obra esclava. No hemos encontrado testimonios de la forma en que se sentían nuestro protagonista y su señora inmersos en aquel sistema social, pero a uno le gusta pensar que no debían sentirse satisfechos rodeados de tantas comodidades fundamentadas en tan extraordinaria injusticia social. La anécdota a la que aludía fue recogida por Álvaro de la Iglesia en su obra titulada Tradiciones cubanas y ha sido reproducida en diversos medios digitales. La contaré de manera resumida. La víspera del santo de Rosario, don Pancho le había preguntado qué quería que le regalara por su onomástica. Ella le respondió que un pargo de San Rafael, el pescado más sabroso de aquellas aguas. Al día siguiente muy temprano se presentó en su casa un esclavo negro llevando el pargo en una bandeja de plata y una tarjeta de felicitación en la que aconsejaba a Rosario que le abriera el vientre al pescado. El pargo, desde luego pesaba mucho más de lo que le correspondía por su tamaño. Abierto el animal, cayeron sobre la bandeja las onzas de oro con las que había podido ser rellenado. Quizá Marty y Torrens pensara que un simple pescado era poco para tener asegurada la voluntad de la máxima autoridad de la isla. No tenemos constancia de la manera en que Pedro Téllez Girón y su esposa reaccionaron ante el relleno de aquel pescado, aunque no creo que les dejara indiferentes. Marty y Torrens, gran conocedor del poder del dinero, estaba muy acostumbrado a entenderse con la autoridad.
(Continuará).


domingo, 3 de julio de 2016

"Diario de un hombre de cincuenta años", de Henry James

losmilyunlibros.com

JAMES, Henry, Diario de un hombre de cincuenta años, Madrid, Editorial Funambulista, 2014 [7ª ed, la 1ª es de 2004]; 112 págs. [The Diary of a Man of Fifty, 1880]. Traducción de Blanca Salvado. Prólogo de Max Lacruz Bassols.

                Edición de la primera traducción de esta obra al castellano. Se trata de una novela corta, mezcla de diario y colección de cartas, ambientada en Florencia a mediados de la década iniciada en 1870. Sus protagonistas pertenecen exclusivamente a las clases altas, y la trama, de corte romántico, se desarrolla en lugares lujosos y estéticamente estimulantes, tales como iglesias, palazzi y cuidados jardines. Su lectura puede traer a la memoria obras posteriores con las que guarda cierta similitud y que tuvieron gran éxito comercial en Gran Bretaña, como Una habitación con vistas, de E. M. Forster, las dos, a su vez, deudoras de esa costumbre, tan sana y envidiable, que tuvieron los ingleses de clase acomodada de mandar a sus hijos al extranjero para que completaran su formación humanística y artística, un viaje que incluía las más interesantes ciudades italianas y cuya penetración solía llegar hasta Pompeya o, incluso, Sicilia: el Grand Tour. Estos viajes formativos pueden considerarse uno de los precedentes de la constitución del viaje como un artículo de consumo, integrado en la economía como un producto comercial más, si bien debíamos puntualizar que hoy día no se viaja, se vuela, con el desconocimiento que esta forma de trasporte implica de los caminos y las rutas. Hoy, no hemos hecho más que salir y ya hemos llegado, desapareciendo por tanto el verdadero conocimiento que suponían los viajes. La costumbre de viajar por placer, al principio al alcance de muy pocos, acabó extendiéndose a una capa de población más numerosa gracias a la continua ampliación de la red ferroviaria.

“Eté 1899 au Lac Majeur”, Archivi Federali Svizzeri; 
a través de archiviodelverbanocusioossola.com


                En este caso, Henry James (1843-1916), neoyorquino enamorado de Europa y su sofisticación, tira de los recuerdos de sus viajes personales para narrar la historia de unos amores frustrados que bien pueden tener base autobiográfica. El relato, que en un principio parece estar en esa línea misógina que atraviesa la Literatura Universal, y de la cual pueden encontrarse ejemplos en todas las épocas, mantiene el interés gracias a una sabia dosificación de la información, que crea un agradable suspense. En cualquier caso, parece una de las obras menores del autor.  

viernes, 1 de julio de 2016

"Algunos muchachos", de Ana María Matute





MATUTE, Ana María, Algunos muchachos, Barcelona, Destino, 2000 [7ª ed., la 1ª es de 1964]; 174 págs.

                Se trata de una colección de relatos, siete en total, unidos por una serie de características que dotan de gran homogeneidad al conjunto. Por supuesto, todos se deben a la mano de la primorosa artesana del lenguaje que fue Ana María Matute, artista independiente, determinada por seguir el difícil camino de la creación literaria desde la misma infancia, cuando ya escribía e ilustraba cuentos. Su prosa, de ritmo muy trabajado, posee estremecedores hallazgos poéticos.
Nacida en 1926 en el seno de una familia de la burguesía catalana, el suyo es un caso claro de espíritu libre, contumaz y sensible forjado en la España que le tocó vivir desde primera hora, de sociedad profundamente injusta y asolada por la guerra. Las claves de escritura del libro están en su infancia, en las temporadas que pasó en casa de sus abuelos maternos, castellanos, donde entró en contacto con niños de su misma edad que no tenían ni para zapatos, una realidad palpable en cualquier lugar del país. Podía haber optado por mantenerse al margen de esas vidas, como hicieron muchas de las personas que se encontraban en su misma privilegiada situación, pero ciertos condicionantes personales, entre ellos su integridad personal, la fidelidad que se guardaba a sí misma, se lo impedirían. Si a esto unimos su situación económica, que le permitiría dedicar su vida a la lectura y la escritura, y la manera en la que se desarrollaron sus relaciones con la madre, con la que chocó desde un principio por ese problema con la autoridad que tienen ciertos caracteres, surgirá ante nosotros el prodigio literario llamado Ana María Matute, creadora de un mundo desgarrador y reconocible, atenta siempre a mostrar la indefensión de los niños.


Ana María en su juventud 
(Foto Europa Press)


Que nadie se deje llevar por las palabras que pueden leerse sobre algunos de sus libros, por ejemplo, en la contracubierta de Algunos muchachos, que pueden hacer suponer el desarrollo de historias y personajes descarados pero amables, apenas tocados por las turbulencias de la edad. No. Suelen ser historias descarnadas, protagonizadas, en este caso, por adolescentes que actúan de manera cruel aunque nunca gratuita por estar bien fundamentada, normalmente en la falta de amor por parte de los mayores o por un sentimiento de inferioridad social, estados del ánimo ambos que tuvo que conocer de cerca la niña Ana María.
Los hallazgos expresivos de su prosa son continuos. Me voy a permitir citar también algunos, sólo dos, de otros libros suyos —Los Abel (Barcelona, Destino, 1972 [3º ed., la 1ª es de 1948]) y Fiesta al Noroeste (Madrid, Cátedra, 1988 [publicada por primera vez en 1952])—, los únicos que tengo ahora a mano. Hay una evolución clara en su expresión, cada vez más elaborada y madura.


De Los Abel:

“La pequeña se había quedado dormida sobre un banco. Mientas había estado en la cocina toda aquella gente, apenas la vio nadie; pero ahora, en el medio silencio, su cuerpecito laxo, abandonado, llenaba la estancia arrancando un grito doloroso del fondo de mi ser. Paula la cogió en brazos; y yo la seguí, y me quedé al pie de la escalera, viéndolas subir. Una mano de la pequeña balanceaba, caída, con una dulzura desmayada”. (Pág. 95).


De Fiesta al Noroeste:

 “Es posible que Dingo viera al niño, tal como apareció de pronto, en un recodo. Era una flaca figurilla inesperada, nueva, lenta, muy al contrario de él. Lo cierto es que no pudo evitar atropellarle. Le echó encima, sin querer, toda su vida vieja y mal pintada. […] Luego les cayó el silencio. Era como si una mano ancha y abierta descendiera del cielo para aplastarle definitivamente contra el suelo del que deseaba huir. […] Acababa de arrollar a una de esas criaturas que llevan la comida al padre pastor. Unos metros más allá quedó la pequeña cesta, abierta y esparciendo su callada desolación bajo el resbalar del agua.

Todo lo que antes gritara: vientos, ejes, perros, estaba ahora en silencio, agujereándole con cien ojos de hierro afilado. De un salto, Dingo se hundió en el barro hasta los tobillos, blasfemando. Lo vio: era un niño de gris con una sola alpargata. Y estaba ya muy quieto, como sorprendido de amapolas”. (Págs. 81 y 82).


La carga emotiva de la escena va subiendo hasta llegar a la última frase, de un lírico y desconocido desgarro: “…, como sorprendido de amapolas”.



De Algunos muchachos:

“Entretanto, los candados se cubrían de musgo verde, de rojo orín, la polea del pozo gemía como un animal indefenso, el cielo huía hacia el invierno”. (Pág. 21).

“Estuvieron fumando una semana entera, o quizá más, y ya conocían muchas estrellas. Nunca hasta entonces pensó así en el universo, nunca hasta entonces, cara al cielo tachonado y verde, se sintió bien clavado, eternamente clavado. Nunca pensó, hasta ahora, en la infinita, envolvente lucidez girando en torno a un solitario niño, de espaldas a la hierba. Conjunciones de astros, pozos sin fin, infinitas miradas pesándole en la frente, en su frágil cuerpo. La cruel eternidad”. (Págs. 34 y 35).

“Don Angelito [, que había empezado a llorar,] asomó la mitad de la cara por los dedos, como por un abanico roto”. (Pág. 42).


De manera muy esquemática, podría decir que la unidad entre los relatos está lograda, sobre todo, por la lucha de los protagonistas por hacerse valer frente a un agente opresor, contra el que reaccionan de manera violenta. Dicho agente opresor puede estar personificado —en “el Galgo” del primero de los relatos, titulado como el libro, Algunos muchachos, o en la novia de Muy contento—, o estar representado por una abstracción, como la superstición en El rey de los zennos o la ilegitimidad en Cuaderno para notas.
En cuanto a técnicas narrativas, existe variedad de unos relatos a otros, aunque predomina la narración en primera persona. La localización espacio temporal, salvo en El rey de los zennos, de carácter fantástico, corresponde a la España de posguerra, más concretamente a zonas rurales castellanas controladas por terratenientes poco escrupulosos con los débiles. Una España en la que los niños sólo interesaban como fuerza de trabajo. Y aun ni eso, que todavía no la tenían.