miércoles, 29 de junio de 2016

"El aposentador cansado y otros escritos sobre Velázquez", de José Alcalá




ALCALÁ, José, El aposentador cansado y otros escritos sobre Velázquez, Valdemorillo, Editorial La Hoja del Monte, 2008; 111 páginas.

        Se trata de un libro breve pero intenso, que hará las delicias de las personas interesadas en profundizar en el conocimiento de la obra y la vida de Diego Velázquez (1599-1660), aunque a uno le quede la impresión de que Alcalá sólo da una pequeñísima muestra de sus saberes sobre el pintor sevillano.
         El aposentador cansado y otros escritos sobre Velázquez está dividido en siete partes, cada una de ellas centrada en un tema concreto: los cambios de nombre que ha sufrido el cuadro que hoy conocemos como Los borrachos; los paralelismos existentes entre Los borrachos y Las señoritas de Avinyó; la admiración que Joaquín Sorolla sentía por la obra de Velázquez; el carácter magistral de la pincelada velazqueña, libre de preciosismo y recargamiento; etc. etc. Sin embargo, la primera de ellas es para mí la más interesante.
Titulada “El aposentador cansado”, está centrada en los últimos meses de vida del pintor, cuando, en cumplimiento de sus obligaciones como miembro de la servidumbre real —en concreto en el ejercicio de su cargo de aposentador—, tuvo que viajar a Fuenterrabía, hoy Hondarribia, en la frontera con Francia. Las incomodidades del viaje, y la importancia y la exigencia de sus labores —se trataba de un encuentro al más alto nivel con las autoridades francesas—, aceleraron su muerte, que ocurrió apenas dos meses después de su vuelta a Madrid. Poco antes, seguramente en noviembre de 1659, Velázquez había pintado el retrato de Felipe Próspero, Príncipe de Asturias, que sólo sobreviviría un año al pintor. Se trata de una obra menos conocida, quizá por encontrarse en un museo vienés.

El príncipe Felipe Próspero, 1559, 


                Estas son las palabras que Alcalá dedica al retrato del chiquillo:

   «Paradojas de la vida: Velázquez, tras dispensa papal por su falta de nobleza “por línea paterna y materna”, es finalmente hecho hidalgo por Felipe IV el 28 de noviembre de 1659, día de San Próspero y segundo cumpleaños de Felipe Próspero. Probablemente por estas mismas fechas pinta el retrato de este nuevo serenísimo Príncipe de Asturias. Ya no hay, como en el retrato de su antecesor Baltasar Carlos, peto de acero, bengala de general ni espada. Es interesante comparar estos dos retratos y los historiadores ya se han ocupado de ello: ahora los únicos atributos que adornan la figurita de Felipe Próspero son amuletos contra el mal de ojo y las enfermedades —¡un verdadero catálogo, eso sí!—; tampoco hay ningún enano por debajo del heredero, tan sólo una dulcísima perrita triste —a la que, según Palomino, don Diego tenía gran afecto— acompaña al niño apoyando su cabeza en el reposabrazos de un sillón frailero. Al fondo, como un lóbrego presagio, la oscuridad del viejo caserón del Alcázar amenaza con engullir al pequeño príncipe.Jamás se ha pintado, ni probablemente se vuelva a pintar como en este retrato, la tristeza de un niño de forma tan tierna y tan implacable a la vez; pero “la tristeza”, en la jerga de la germanía, era también la temida sentencia de muerte, y la ingenua mirada infantil, sin concesión alguna al sentimentalismo, presagia el fracaso definitivo, el colapso de la vida, con una intensidad aún mayor que la que brota de los demasiado humanos ojos que don Diego pintara en los últimos retratos de su padre, el cuarto Felipe de los Austrias… Todo se desmorona en España a finales de la década de los cincuenta. Velázquez está ahí». (Págs. 22 y 25).

Este retrato, en palabras del autor, está impregnado de la misma “lúcida tristeza” (pág. 22) con la que Velázquez vivió sus últimos años. El cuadro, desde luego, es impresionante. Impresionante por la indefensión que muestra el niño, solo, diminuto entre el mobiliario, sobre todo si tomamos como referencia los cortinajes y el banco que hay detrás de él, o la perrita misma,



que transmite con sus ojos una tristeza capaz de sobrecoger el ánimo del observador más embrutecido. Impresionante por la cantidad de amuletos que salpican las ropas del niño, de mirada suplicante, como pidiendo que lo arranquemos de las garras de la muerte, que ya lo tiene cercado.



E impresionante, además, porque la tristeza del cuadro se acentúa al compararlo con el retrato del príncipe Baltasar Carlos al que alude el señor Alcalá, pintado en otra época, más optimista tanto para el padre de los príncipes fallecidos como para el pintor que los retrataba.

El príncipe Baltasar Carlos, a caballo
hacia 1635, Museo del Prado


           Sólo me queda, desde el lugar de lector que me corresponde, agradecer su obra al señor Alcalá, que acompaña el texto con ilustraciones de su mano. Ojalá se prodigue más con sus escritos.

2 comentarios:

  1. Gracias por esta entrada y por tu sensible lectura del "aposentador". Espero poder añadir pronto más páginas a estos apuntes velazqueños.
    J. A.

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    1. Gracias a usted por su obra, señor Alcalá. Es un placer leerle.

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