sábado, 19 de marzo de 2016

Amable multitud






Conozco una multitud de adultos inmóviles. Día y noche se mantienen en pie y con los brazos abiertos, dispuestos a estrecharte con calor. Son generosos y juego entre ellos todo el día, me dejan hacerlo. No me riñen, ni me persiguen bufanda en mano para que me abrigue porque empieza a hacer frío. Son dóciles y, a pesar de su inmovilidad —y gracias a ella—, grandes compañeros de juegos. Me escondo detrás de sus cuerpos, de sus mástiles de barcos veleros, anchos en su base y progresivamente estilizados hasta acabar en una aguja de milímetros de grosor. Sé que tienen unos primos, los mediterráneos, que tienen otro cuerpo, más copudo y más bajo... Estos me gustan más. Algunos, los más ancianos, son anchos como una casa y están llenos de antiguos recovecos donde alguna vez se ocultó un maqui o un simple bandolero. Ahora me oculto yo y siento las mismas intenciones transgresoras de sus antiguos ocupantes.
Toco sus cuerpos y noto cómo corre  por sus venas el río de la vida. Por ellas fluye lentamente un líquido cristalino que a veces se me pega al pelo, a los brazos, a las piernas o la ropa y en mi casa es motivo de riñas y advertencias. Vivo con adultos que sí se mueven y hablan pero no entienden a los niños y no juegan conmigo.
Una profundidad verde y matizada por haces de luz que caen desde el cielo envuelve a esta multitud inmóvil y cómplice. Me cuelgo de sus brazos y trepo por sus cuerpos dejándome invadir por la fragancia que brota de ellos. Observo a los picamaderos, pequeños pájaros de picos largos y afilados que repiquetean buscando alimento bajo los corchos de los troncos:    
—Toc       toctoctoc      toctoctoctoctoctoc   toctoctoc   toc toctoc.  
Allí, tendido entre sus brazos, me duermo a menudo dejándome arrullar por el sonoro silencio de la montaña.
A los pies de esta multitud vive otra multitud más de mi tamaño. Sobrevive de manera independiente o abrazada a los demás, como la yedra, ser inmundo, aprovechado, incapaz de medrar por sus propios medios, de crecer por sí solo, de destacar por su propias facultades. Su piel es de un verde más oscuro y brillante, como el de algunas serpientes, y se arrastra como ellas, silenciosa y tenaz.
Los días que no hay luna, con la llegada de la noche la multitud desaparece de mi vista. Se viste de negro y se puebla de sonidos ferinos y fantasmales. Como la roca desprendida de la montaña se precipita por la ladera, arrasando todo lo que encuentra a su paso, así progresa durante la noche el poderoso jabalí entre la multitud. Los dos cuchillos de su boca brillan a veces en la oscuridad como dos alfanjes morunos que flotaran sobre un telón negro, indicándome que no debo alejarme de la casa. Miro hacia arriba y comprendo por qué la Vía Láctea se llama láctea y por qué en Madrid nadie mira al cielo. A veces, una bola de fuego atraviesa el firmamento dejando, como efímero rastro de su paso, la música silenciosa de sus fragmentos perdidos. Y mi boca sonríe, agradecida.
Las noches de luna, después de su salida, la multitud vuelve a materializarse ante mis ojos. La Reina tarda en llegar. Durante el tiempo de espera la multitud y sus habitantes se duermen, pero su sueño es corto e intranquilo. Cuando empieza a verse por Oriente el cortejo luminoso que anuncia su llegada, ellos se desperezan y empiezan a moverse. Poco a poco, lenta y poderosa, la luna toma cuerpo sobre el perfil del horizonte, alarga las sombras de la multitud y revive a sus habitantes. Todo es ya un ir y venir de animales enfebrecidos, convertidos ahora en licántropos involuntarios que aúllan de doloroso placer. Esas noches me cuesta trabajo conciliar el sueño: no puedo contar estrellas.
Durante el día, la multitud es más amable. Hay tardes en las que me cuelgo por las piernas de uno de los brazos de esos adultos y me quedo allí horas y horas, dejando que mi cabeza se llene de su río cristalino, de su permisividad de abuelos tolerantes y bonachones.
Y me reencuentro. Y soy feliz.


miércoles, 16 de marzo de 2016

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (31)


(El Estamento de Próceres en su sesión inaugural; 1834)


Como ya dijimos en la entrega número 28, Anglona había sido nombrado Capitán General de Granada en noviembre de 1833. Unos meses después, el 6 de abril de 1834, justo antes de la promulgación del polémico y desestabilizador Estatuto Real —una constitución parcial otorgada por la monarquía que no satisfizo a nadie—, recibe un nombramiento de mayor responsabilidad aún: Capitán General de Andalucía. Este nuevo destino pondrá a prueba una vez más su capacidad de supervivencia. Corrían tiempos poco favorables al orden público. El país se encontraba inmerso ya en la guerra civil conocida como Primera Guerra Carlista y él, partidario declarado de la causa llamada cristina o isabelina, según se aludiese a la reina regente o a la reina niña, se encontraba en un puesto desde el que debía contribuir al sostenimiento del orden. Los doce años pasados desde el final del Trienio Liberal habían entibiado sus tendencias liberales y proconstitucionales y, aun siendo partidario de la apertura política, era consciente de sus responsabilidades y de la obligación de defender la legalidad vigente a la que le obligaba su puesto. En palabras de Germán Rueda Herranz,

“… la oposición progresista, que solicitaba la vuelta a la Constitución de 1812, se había lanzado de nuevo a la acción revolucionaria, que en esta ocasión corrió a cargo de la milicia urbana. Barcelona, Zaragoza, Málaga, Cádiz y otras ciudades generaron un movimiento que condujo a la constitución, en buena parte del país, de juntas locales o territoriales que asumieron el gobierno «revolucionario» de las respectivas zonas en el verano de 1835, previa sustitución de autoridades”.
(Historia de España. Historia política (1808-1874), Madrid, 2004, p. 191).

Así las cosas, a comienzos de septiembre de 1835, falto de tropa que siguiese sus órdenes debido a la necesidad de soldados que tenía la guerra, y a merced de la indisciplinada milicia urbana, tendrá que salir disfrazado de la ciudad hispalense para salvar la vida. Este es uno de los momentos de su vida en los que corrió mayor peligro y uno de tantos que la hacen atractiva y digna de ser novelada. El 11 de abril del mismo año, adivinando quizá lo que se le venía encima, había cursado a los máximos dirigentes civiles de su jurisdicción una orden escrita cuya referencia hemos localizado en la web del Patrimonio Bibliográfico Español. En dicha página sólo aparece el comienzo del documento, que dice así:

“A los señores gobernadores civiles de las provincias que componen este distrito digo hoy lo siguiente: las circunstancias extraordinarias en que se halla por desgracia la nación han sido causa de que al tiempo de promulgarse la ley de organización de la milicia urbana use el gobierno de la facultad que le concede el articulo provisional de la misma para que esta institución esencialmente civil, quede por ahora sujeta al Ministerio de la Guerra”.

El documento alude al Reglamento de la Milicia Urbana publicado en marzo de 1835 y del cual aparece un extracto en el libro de Irene Castells y Antonio Moliner titulado Crisis del Antiguo Régimen y Revolución Liberal en España (1789-1845), (Barcelona, 2000, pp. 140-141).
De vuelta a Madrid, presentó su dimisión del cargo, que le fue aceptada oficialmente en el mismo mes de septiembre, y, libre por el momento de destinos que le alejasen de la corte, pudo ocupar el asiento que le correspondía en el Estamento de Próceres del Reino, cámara alta creada en el Estatuto Real ya mencionado y que no recibirá el nombre de Senado hasta la aprobación de la Constitución de 1837. En esta primera versión del Senado tenían derecho a ocupar asiento los Arzobispos, Obispos, Grandes de España, Títulos de Castilla y otros componentes de las clases privilegiadas que cumplieran todos los requisitos especificados en los artículos comprendidos en el título II del Estatuto Real. Anglona los cumplía y pudo hacer uso de su derecho a formar parte de aquella asamblea, de la que también formaban parte su sobrino el XI duque de Osuna y el general Castaños, a cuyas órdenes había combatido casi treinta años antes en la Batalla de Bailén. Como era de esperar de su disposición y carácter, tomó parte activa en la celebración de las sesiones. Sus menciones en el Diario de Sesiones de la Cortes son continuas. En la sesión celebrada el jueves 12 de noviembre de 1835, a poco de tomar posesión efectiva de su escaño, fue elegido presidente de la Comisión de reconocimiento de títulos y documentos.
(Continuará).