miércoles, 27 de enero de 2016

Presentación virtual de «Camino a Puerto Hermoso»






                Aquí me tienen de nuevo, disfrutando de la soledad de mi habitación y entregado al desafío de la página en blanco, que más que desafío a mí me gusta ver como invitación. Y eso, precisamente, invitarles, es lo que estoy haciendo ahora. Les estoy invitando a la presentación de una novela.
                Vayan pasando, por favor. Eso, con tranquilidad, que hay sitio para todos. No sean tímidos, ocupen la primera fila, que el presentador no muerde ni va a ponerles en un aprieto. Perfecto, muy bien. Así. Cuidado con ese señor, que no ve bien. Gracias. Vamos a esperar unos minutos, los de cortesía, como suele decirse, esos dedicados a las personas que se están retrasando en contra de su voluntad. Se trata de encontrar el equilibrio exacto entre el derecho de los que aún no han llegado y el derecho de los que ya están aquí sentados, pues, según las costumbres del lugar, la misma incorrección supondría empezar con puntualidad como retrasar el inicio más de diez minutos. Para amenizar la espera, les dejo con Yerko Fuenzalida Lorca, conocido intérprete de kora, que hoy nos va a deleitar con la interpretación de un tema en la lira tartesia de quince cuerdas, instrumento reconstruido a partir de su representación en una estela funeraria de tres mil años de antigüedad encontrada en Luna (Zaragoza).
                Gracias, Yerko, por tu interpretación y por ser poseedor de esa fina sensibilidad, tan necesaria y, a veces, tan rara de encontrar.
                   Veo que ya está la sala llena, que están ocupados todos sus treinta asientos. Comenzamos.
                Hay autores que no son partidarios de la celebración de presentaciones de sus libros. Concentran todo su interés y sus capacidades en la escritura, y todo lo que les distraiga de ella, todo lo que se lo impida, lo ven como algo negativo, una especie de desperdicio de su tiempo. Los hay también, por supuesto, que se sienten seguros escribiendo pero no hablando en público, lo que yo estoy haciendo ahora, y les aseguro que los entiendo perfectamente porque a mí me pasa lo mismo. En cualquier caso, he optado por la postura del autor-partidario-de-las-presentaciones-de-sus-libros y en ello estoy.
                Como les decía en la presentación virtual de El proyecto de Mariano, hace ya unos años, tres para ser exactos, cambié mi actividad de investigación en los archivos, que, aunque les parezca mentira, llevaba aparejada una mayor vida social, por el encerramiento casi perpetuo en mi casa para escribir. Como resultado de ello, en estos tres años han visto la luz tres novelas, cada una de ellas de su padre y de su madre, pero todas, de eso me estoy dando cuenta ahora, poseedoras de graves similitudes. Sí, digo bien: “graves similitudes”. Para mí lo parecido, lo similar, no deja de ser un empobrecimiento, una detención, una especie de derrota ante el desafío que tiene ante sí el autor, dueño de la posibilidad de crear un mundo nuevo, diferente, cada vez que escriba un libro. Será que eso, esa creación continua de algo completamente original, es imposible o, simplemente, y ahí le hemos dado, está sólo al alcance de muy pocas personas. Así que, nada, a madurar y a ser consciente de que uno no es Kafka, ni Sánchez Ferlosio. Cada cual tiene sus capacidades, y las mías son las que son, más cercanas, me parece a mí, a las de Marcial Lafuente Estefanía.
                Después de esta introducción crítica con mi obra, tan necesaria como justa, paso a hablarles de mi nueva novela, titulada Camino a Puerto Hermoso. Prometo ser breve.
                Camino a Puerto Hermoso nació de una costumbre muy necia que tienen algunas familias o, mejor dicho, los miembros de algunas familias: tirar los papeles de los parientes fallecidos. Ignorantes del gran valor que tienen los papeles personales, cada vez mayor por la desaparición de ellos que supone la revolución digital, hay algunas personas que, por desconocimiento de ese valor, o por rencor hacia el fallecido, con el que no se llevaron bien en vida, van y, poco después de su fallecimiento —a veces incluso antes si está en estado terminal y no hay nadie que los reclame—, arrojan a la basura sus cartas, sus diarios, sus reflexiones, la memoria escrita de toda su vida. Ya sé que ustedes no lo harían, sobre todo los que me miran con expresión disgustada, pero los hay. Pues, precisamente, gracias a esa fea costumbre me topé con la historia que cuenta la novela, que estaba relatada, a veces sólo sugerida, en un montoncito de cartas que encontré arrojadas a un contenedor. Como supondrán, las cartas contenían los datos de personas, hechos y lugares reales, en este caso relacionados nada menos que con la Guerra del 36. A la vista de su contenido, ni se me pasó por la cabeza relatar los hechos con los mismos protagonistas, pues no quería tener problemas con nadie. Y ya puestos, pensé también en cambiar los hechos mismos, disfrazarlos desfigurándolos y hacer lo mismo con el lugar y la época, de manera que la ficción pudiera ser aplicable a cualquier guerra de las que ha habido a lo largo de la historia y sigue habiendo en este mismo momento, pues todas poseen unas constantes perfectamente reconocibles, sobre todo las relativas al sufrimiento de la población civil, que padece los daños llamados colaterales, niños, personas indefensas, que se encuentran sin quererlo en medio de una guerra que no es suya y ni siquiera entienden. Animado por esta posibilidad, y contando con la buena base que suponían las cartas, me lancé a construir un relato bélico-pacifista que resultase verosímil y universalizable. Ahí es nada. Si lo he conseguido o no, eso es algo que no está en mi mano decirlo.
Por hoy no les canso más. Gracias por haber venido. ¿Alguien quiere preguntar algo?


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