domingo, 28 de junio de 2015

Plan Renove






Hacía ya unos meses que iba notando la necesidad de cambiar de coche. El suyo, un mil doscientos cincuenta rojo, de marca y modelo desdibujados por el tiempo y los extras, tenía casi veinte años y ya lo había dejado tirado en la carretera en más de una ocasión.
Los avisos venían de antiguo. Unos años antes, en un viaje desde Barcelona a Collioure, que tenía como fin visitar la tumba de Antonio Machado, un viaje poco problemático en principio gracias a la bondad de las carreteras y a la cercanía a la frontera de la localidad francesa, después de una parada para tomar café, las ventanas delanteras se negaron a bajar. Comprobó el fusible; estaba bien. A mediados de agosto, sin aire acondicionado y con las ventanas cerradas, el vehículo era una sauna. Isabel, una muchacha de Figueras que conocía superficialmente, le había pedido que la recogiera y la llevara hasta Perpignán. Los dos, jóvenes inexpertos, sudaban copiosamente en aquel horno con ruedas.
La llegada a Collioure fue como llegar a un lugar fresco y ventilado: respiraron profundamente y se dieron un baño en el mar. Luego comieron junto al pequeño puerto y, cuando ya la tarde empezaba a declinar, tras liberar tensiones acumuladas en un hostal por horas, se vistieron de azul y blanco y vagabundearon por las calles en busca del cementerio. Allí, por fin, estaban Antonio y su madre, los dos enterrados muy cerquita bajo aquel cielo luminoso, abierto y azul. A él se le escapó una lágrima de emoción y ella, bromista, se rió, lo que produjo una discusión entre los dos y la consiguiente ruptura de las relaciones de aquella pareja de carretera. Él se volvió a Barcelona pasando un calor infernal y ella se quedó haciendo dedo hacia el Norte en la salida de Collioure.
No recordaba cuántas veces le había cambiado la batería, cuántas el distribuidor, cuántas había tenido que buscar a un conductor amable y bien pertrechado que le diera teta a su coche. El circuito eléctrico, estaba claro, era lo que le daba los problemas. Gracias a los milagros que le concedía algún santo del panteón católico, quizá San Cristóbal, pasaba las Inspecciones Técnicas de Vehículos sin excesivos problemas y, una vez superadas, se le olvidaba la necesidad de cambiar de vehículo. De todas formas, no podía dejar de cambiarlo, estaba claro, pero… ¿cuándo lo haría? Y, sobre todo, ¿qué le impedía cambiarlo?
La razón era sentimental: el coche, su viejo coche, había pertenecido a un amigo desaparecido hacía ya seis años. Fue en una desgraciada excursión al Valle de Tena, en el Pirineo Aragonés, donde esperaban subir por la GR 11, desde el Balneario de Panticosa hasta los gélidos Ibones Azules. Pero nunca llegaron. De camino hacia Huesca, cuando viajaban por la provincia de Castellón, se detuvieron muy cerca de Morella para entrar en la Cova dels Forats, famosa por su belleza entre los espeleólogos de todo el mundo. Si no hubiera pasado ninguna desgracia, la recordaría como lo que es en realidad: una de las formaciones geológicas producidas por la acción del agua más bellas de todo el planeta, comparable al Puente del Inca o a las Cataratas de Iguazú. Puede pasar desapercibida para cualquiera que no penetre en su interior: la entrada es un pequeño agujero de apenas un metro de alto y otro de ancho escondido tras unos arbustos. Desde fuera, contemplando su humilde acceso, nadie pensaría que oculta un dédalo de más de tres kilómetros de extensión, interrumpido de cuando en cuando por lagos, cinco en total, sobre los que cuelgan estalactitas de decenas de metros. La cueva tiene seis pisos; en el último, a más de doscientos metros por debajo del nivel de la entrada, se encuentra el lago mayor de todos, conocido por el significativo nombre de Llac dels desapareguts. Fue allí donde ocurrió. Cuando estaban muy cerca de la orilla, contemplándolo a la luz de sus linternas y de las de un grupo de excursionistas franceses, que fueron involuntarios testigos de la tragedia también, su amigo resbaló, cayó al agua y desapareció de su vista. Nunca más se supo de él, ni siquiera se encontró su cuerpo. Era como si el agua se lo hubiera tragado.
Desde aquel día, desde el momento justo en el que ocupó el lugar de su amigo tras el volante, le tomó al coche un cariño tan grande que no podía deshacerse de él a pesar de su mal estado. Lo compró a los familiares del amigo, lo puso a su nombre y se dedicó a viajar sin descanso para intentar huir de la muerte, que, según le había desvelado un sueño premonitorio, le alcanzaría en el primer lugar en el que pasara más de diez días seguidos o al que volviera antes de dos meses. Cualquier otra persona que no fuese tan supersticiosa, hubiera olvidado pronto el sueño y se hubiera establecido ya en algún sitio, pero él no era así y no pensaba dejar de serlo. Tenía más de cincuenta años y aún viajaba sin parar, hoy aquí, mañana allí, sin darse nunca un respiro, sin permitirse dormir más de dos noches seguidas en la misma cama, como si fuera incapaz de dejar de sentir detrás suya los pasos y el aliento de la muerte.
Sin embargo, a pesar de todo, un buen día, en Salamanca, se levantó con otro ánimo. Bajó a recepción, pidió las Páginas Amarillas y buscó el apartado “Automóviles Usados”. Apuntó varios números telefónicos y dedicó todo el día a visitar tiendas y talleres. Finalmente, en uno situado en la carretera que baja hacia Cáceres, le hicieron un buen precio por el suyo y lo cambió, sin apenas dar dinero, por un modelo blanco, sin metalizar y con menos de cincuenta mil kilómetros. Luego, decidido por fin a cambiar de vida, visitó a una adivina, algo que no hubiera hecho antes por considerarlas embajadoras de la muerte. Era una mujer de largo cuello y grandes, almendrados e inquisitivos ojos oscuros, una fugitiva de un cuadro de Amadeo Modigliani, la imagen de Jeanne Hebuterne resucitada. Le contó el sueño con pelos y señales y, como de pasada, por hablar un poco de todo, le comentó el cambio de coche. Tras oírle lo del cambio de vehículo, la adivina respiró tranquila por primera vez en toda la sesión y, después de consultar las cartas, le aseguró que la muerte viajaba en el coche de su amigo pero, al deshacerse de él, había conseguido alejarse de ella por muchos años.
Nuestro conductor quiso hacer caso a la adivina y se propuso permanecer en Salamanca durante más diez días. Se entretuvo paseando por la Plaza Mayor, comiendo con los estudiantes, entrando en sus librerías y contemplando, estremecido, los muros de la Catedral, incendiados por la luz del sol poniente. Al que hacía once recibió la visita de una mujer vestida de negro que le resultaba familiar, aunque no podía identificarla por llevar gafas de sol y un pañuelo anudado en la cabeza. Ella se presentó como empleada del establecimiento que le había vendido el coche nuevo y le rogó que firmara unos papeles relativos a la compra del vehículo. Cuando había acabado de firmarlos, la mujer, sonriente, se despojó del pañuelo y las gafas: era la adivina. Entonces, lenta, majestuosa, lo paralizó con la mirada y, poniéndole la mano en el pecho, le robó en un suspiro el corazón.

jueves, 25 de junio de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (15)


Vista parcial de la fachada del palacio de El Capricho, 
Alameda de Osuna (Madrid)


Nuestro relato quedó suspendido en noviembre de 1817, cuando acababa de fallecer, a la edad de treinta y cuatro años, la mayor de las hermanas de Anglona, Josefa Manuela Téllez-Girón y Alonso Pimentel. Había poseído los títulos de marquesa de Marguini y de Camarasa, poblaciones localizadas, respectivamente, en la isla de Cerdeña (Sardegna) y en la actual provincia de Lérida (Lleida). Como dato curioso, el fallecimiento de Josefa Manuela coincidió con las obras de restauración de la fachada de la casa-palacio donde vivía con su marido y sus hijos, sita en el actual número 69 de la Calle Mayor de Madrid y construida en el siglo XVII en estilo herreriano; en cualquier caso, por mucho quebradero de cabeza que suponga una obra en un domicilio particular, no creo que los dos hechos tuvieran relación, aunque, desde luego, llama la atención la edad con la que murió, tan joven. En relación a la Camarasa, y así a vuela pluma, añadiremos que Ángela, una de sus hijas, y Mariano “el Derrochador”, ambos sobrinos de Anglona y primos hermanos, fueron novios hasta que ella cortó la relación al advertir la inmadurez del futuro XII duque de Osuna. Algo más al respecto puede encontrarse en el texto de la conferencia pronunciada por Federico Oliván el 9 de diciembre de 1948 en la Escuela Diplomática de Madrid con el título “El duque de Osuna embajador en Rusia”. Igualmente, podría añadirse que Francisco de Borja Queipo de Llano y Gayoso de los Cobos (1840-1890), VIII conde de Toreno, once veces diputado a Cortes, ministro de Estado, de Fomento, alcalde de Madrid y abogado --hijo del célebre y apasionado conde de Toreno (1786-1843), protagonista de aquellos años cruciales y autor de la Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (Imprenta de Tomás Jordán, 1835-1837)--, era nieto de Josefa Manuela y, por lo tanto, sobrino nieto de Anglona.
Según puede leerse en los artículos de Gutiérrez Núñez ya citados, unos meses después del fallecimiento de Josefa Manuela, el 3 de enero de 1818, una Real Carta ejecutoria de sucesión en el estado de Jabalquinto concede a Anglona todos los derechos sobre el título del marquesado del mismo nombre con la condición de mantener económicamente a su madre, su anterior titular. Ignoro la cantidad que le pasaría pero, en cualquier caso, lo haría gustoso porque hijo y madre siempre se llevaron muy bien. No es este el caso del hijo mayor, Duque desde 1807, el cual, no sabemos si aquejado de un fuerte síndrome de príncipe destronado, se llevó mal con ambos. En la correspondencia privada de la condesa-duquesa de Benavente se advierte una mal disimulada preferencia por Anglona, a quien llamaba cariñosamente Perico, apelativo familiar usado también durante su infancia por los empleados de la Casa aunque anteponiéndole el “don”: don Perico. Puede que en este, como en tantos y tantos casos, los culpables de la rivalidad entre los hermanos fueran los mismos padres, ignorantes del trauma que crean en el hermano por el que muestran menor inclinación. La rivalidad entre estos dos llegó al punto de tener que litigar ante los tribunales para obtener la titularidad del estado de Jabalquinto. En palabras de Gutiérrez Núñez, Anglona
“mantuvo un largo pleito en competencia con su hermano mayor, el X duque de Osuna, el cual obtuvo de D. Vicente García Cavero (Alcalde de la Corte), una primera sentencia favorable, el 6 de mayo de 1817, que fue revocada por el Consejo de Castilla, el 5 de noviembre de dicho año. El 3 de enero de 1818 dictó una Real Carta Ejecutoría que le otorgaba la sucesión en el Estado de Jabalquinto, con la condición, que mantuviera a su madre. A su fallecimiento, en octubre de 1834 obtiene la definitiva posesión civil y natural de dicho Estado y sus agregados, entre ellos una casa-palacio en la calle Segovia, de Madrid.” 
Ya volveremos sobre esta casa-palacio llegado el momento, hoy sede de un conocido restaurante llamado como nuestro protagonista.
                                                               
Los hijos del IX duque de Osuna, por W. Beechey (c. 1799)

Los hermanos fueron retratados al final de su niñez por sir William Beechey (1753-1839), posiblemente durante la estancia de la familia en París en 1799. Según Ezquerra del Bayo en su obra ya citada, los dos niños, marqués de Peñafiel y príncipe de Anglona, vestidos con el uniforme de un centro docente, debieron ser retratados durante un viaje del autor a la capital francesa, pues el pintor, según parece, estuvo toda su vida avecindado en Londres o Norwich y los hijos del Duque no viajaron a Inglaterra durante su infancia. Beechey fue un importante retratista, pintor del reyes y nobles (Jorge III, la reina Victoria, Jorge IV, el duque de Gloucester, el duque de Kent, el duque de Sussex, etc. etc.). A tenor de la consulta de los catálogos de su producción disponibles en internet, este retrato es el único que realizó a personas de nacionalidad no inglesa, hecho que, una vez más, nos confirma la importancia de la familia de Anglona. En cualquier caso, y a pesar de ello, no hemos conseguido localizar una reproducción del retrato a color. A la vista del uniforme de colegio, cabe preguntarse cómo vestirían a los críos para recibir visitas importantes. Anglona, por cierto, es el que sujeta las patas del perro.
(Continuará).

miércoles, 24 de junio de 2015

El Rock en Osuna (I): The Ursus



Hace ahora veinte años se publicó la Historia del rock sevillano, de Luis Clemente, escritor sevillano nacido en 1960. A mí, de entrada, me parecía una persona demasiado joven para escribir sobre un fenómeno que empezó a darse antes de que él viniera al mundo. Veía al señor Clemente… ¿Cómo les diría yo...? Demasiado nuevo, quizá. Pues bien: aquí me tienen a mí, que soy aún más nuevo (del 61), intentando hacer algo parecido en cuanto al tema aunque mucho menos ambicioso, limitado sólo a Osuna. La conclusión está en el refranero popular español. Aprovecho, desde luego, para dar al señor Clemente mi más sincera enhorabuena por su trabajo, de conocimiento obligado para cualquier interesado en conocer la evolución de la "música moderna" en la capital de la provincia, para acercarse, o recordar, a músicos imprescidibles, como Silvio, Julio Matito, Manuel Molina, Gualberto o Manolito Imán, y volver a pasear por la Alfalfa, la Plaza de Doña Elvira o el Patio de San Laureano en la época de la movida sevillana, cuando todo parecía (y a veces era) posible.


The Ursus a principios de los 60


No tengo memoria musical de los primeros rasgueos de guitarra eléctrica ejecutados en Osuna por ursaonenses, momento que considero de gran importancia para muchas facetas de la vida de la comunidad, entre ellas la paz y el descanso de sus vecinos. Imagínense, o recuerden si lo vivieron, qué pasó cuando, en medio del nivel de ruido de la época —infinitamente menor al actual—, se oyó por primera vez en la localidad sevillana el sonido de un instrumento de cuerda que se tocaba con púa, algo ya conocido, pero no tenía caja de resonancia y el sonido se amplificaba gracias a un aparato eléctrico. Ya no se trataba de que el músico tocara más o menos fuerte sino del volumen que se le hubiera dado al amplificador y de la potencia que este tuviera. Debía producir un sonido que muchos, los más mayores, considerarían ensordecedor y la guitarra eléctrica poco menos que un invento del diablo.
Empecemos por la historia del bajo. Según un método de bajo eléctrico escrito por los hermanos Manus, Ron y Morty, este instrumento fue concebido por Clarence Leo Fender y Doc Kauffman, aunque a la historia sólo ha pasado el apellido Fender. El primer modelo comercializado lo fue en 1951, el Ferder Precission Bass, llamado “de precisión” por tener trastes, como la guitarra, facilitando así la correcta ejecución. Fue algo realmente revolucionario: de tener que tocar el contrabajo, un instrumento de sonido mucho más débil, de difícil transporte y de aún más difícil ejecución, el bajista pasó a disponer de uno mucho más transportable, de sonido mucho más potente y de ejecución más fácil. Eso sí: se perdía la variedad de matices tonales que da el contrabajo, instrumento que ha seguido asociado a algunos estilos, corrientes o culturas musicales más exigentes en este sentido. El Jazz, por ejemplo.
Les he hablado en primer lugar de los bajistas porque, en mi opinión, siempre han sido dignos de admiración por la labor tan importante y callada que realizan. Poca gente repara en ellos porque rara vez son la estrella, pero sin ellos, sin la base rítmica que crean junto con el percusionista o batería —si lo hay—, la estrella a menudo no existiría: el guitarra solista no podría tirarse al vacio en sus punteos pues no tendría la seguridad que proporciona saber que hay alguien a quien agarrarse, un bajista que en ningún momento deja de marcarle el compás ni abandona el esquema de la canción conocido por ambos. Además, durante los años que transcurrieron entre la aparición de uno y de otro instrumento, los bajistas pasaron grandes penalidades al verse obligados a tocar el contrabajo para acompañar a intérpretes de guitarra eléctrica. A los pobres no los oiría casi nadie.
En cuanto a la guitarra eléctrica, siempre según el método de los hermanos Manus, había nacido tres años antes, en 1948, también en los talleres de Fender. El primer modelo comercializado fue la Fender Esquire. Luego, entre otros muchos, vendrían la Telecaster (evolución de la Broadcaster), la Jazzmaster y, sobre todo, la Stratocaster, conocidos ya por la mayoría de los aficionados. Como ya supondrá el lector, este instrumento no nació de la nada. Fue producto de una evolución en la cual destaca la creación de la guitarra hawaiana, hecho casual que tuvo lugar en 1894 cuando a Joseph Kekuku le dio por tocar una guitarra española con un peine metálico en la mano izquierda. Para hacernos una idea del sonido resultante no tenemos más que coger un vaso o un botellín de cerveza, tender la guitarra en nuestro regazo —tenemos que estar sentados—, poner el objeto elegido en contacto con las cuerdas en la parte alta del mástil, tocar las cuerdas y mover el objeto hacia el diapasón. Esta forma de tocar la guitarra inventada por Kekuku es conocido como lap steel, algo así como “regazo de acero”. La técnica se extendió entre los músicos hawaianos y de ahí debió pasar en barco a la Costa Oeste de los Estados Unidos, desde donde se extendió al resto del ancho mundo, aunque tuvo mayor aceptación entre los intérpretes de country y de blues. En la actualidad, esa técnica recibe el nombre de Slide o Bottleneck (cuello de botella). Aquí podemos contemplar una imagen del grupo de Kekuku, el Kekuku’s Hawaiian Quintet, según parece de la segunda década del siglo XX. La Fender Esquire tardaría aún en nacer treinta años.



La presencia en Osuna de las primeras guitarras eléctrica tuvo que producir una serie de tensiones entre los seguidores de los nuevos movimientos musicales y los que preferían continuar siendo fieles a la música “de toda la vida”. En realidad, ese estado de cosas era una manifestación más del enfrentamiento o conflicto generacional que se ha dado desde siempre.  En palabras de Clemente, “con el testigo de la guitarra de palo ante la guitarra eléctrica se produce el enfrentamiento generacional más acusado”. En cualquier caso, sería interesante e ilustrativo poder viajar en el tiempo y volver a la Osuna de principios de los 60: apreciaríamos mucho mejor la revolución que supuso la llegada de este instrumento, de la música de Elvis y de la libertad en las costumbres de los jóvenes, todo ello unido e inseparable. Recuerdo perfectamente a los grupos que ensayaban en la “Casa de la Juventud” de la calle Sevilla a principios de los 70 y cómo el lugar estaba muy mal visto por muchos padres, que prohibían a sus hijas que fuesen por allí por ser poco menos que un centro de perversión. En la segunda mitad de los 60, el grupo “The Ursus” también tuvo su club. Estaba en la calle la Cilla y abría todos los fines de semana de la época invernal. Daban conciertos y, según recuerdan, cobraban la entrada a 15 pesetas, un precio realmente alto. Realizaban concursos, el de feos era muy célebre, y rifaban cualquier cosa. Así pudieron pagar los nuevos instrumentos. Según me cuentan, muchos padres, preocupados por sus hijas, iban allí a buscarlas.   
Fuese quien fuese el intrépido primer “guitarrista eléctrico” de Osuna —el profesor Cristóbal Martín o Marcial y Antonio Muñoz, “el Chigate”, los dos guitarristas de “The Ursus”—, como los tres instrumentos eran iguales, sabemos cómo era esa primera guitarra eléctrica y, por suerte, podemos contemplarla en su estado actual. Era una guitarra fabricada en Valencia por Guillermo Lluquet, el mismo fabricante de la primera “remesa” de guitarras eléctricas que llegó a Sevilla, según el libro de Clemente; este señor Lluquet, además, escribió Nuevo método para el arte de acompañar en la guitarra, en el que se explican con gran claridad la construcción de los acordes; la publicación, dedicada a Tárrega, tuvo gran éxito y aún la usan los guitarristas. El diseño de nuestra primera guitarra eléctrica recuerda el de una Fender Jazzmaster, aunque el acabado era más bien tosco. Cuando Antonio Muñoz me la dejó para que la fotografiara y la tuve que sacar a un lugar con mejor luz, caminaba con un cuidado inmenso, como quien lleva en las manos una reliquia o una muestra artística de una cultura ya desaparecida: algo muy valioso en definitiva. A los componentes de “The Ursus” se las consiguió el Maestro Cuevas, director de la Banda Municipal, hombre perteneciente a una importante dinastía de músicos que merece un estudio reflejado en un libro.


La Lluequet de Antonio


La Jazzmaster


“The Ursus”, el primer grupo o conjunto ursaonense “electrificado” —según mis informaciones—, nació en 1960 y en la Carrera, exactamente en el kiosco de Marcial que estaba situado en el gran ensanche del acerado que existe en la confluencia con la calle Nueva. Marcial y Antonio se reunían allí, tocaban juntos guitarras flamencas y Antonio cantaba. Poco después se les unió el Paloma, intérprete de caja en la banda del Maestro Cuevas. Ellos tres eran el alma del grupo. Durante los diez años de vida de la formación se les fueron añadiendo otros músicos (miembros de la familia Corino —con el padre a la cabeza—, Manolín a la trompeta, Núñez como cantante, etc.). Empezaron a ensayar en la Carrera de Caballos, en el inmueble que fue sede de Correos hasta hace unos años. Paloma tocaba con una batería cuyos componentes, exceptuados el charly y la caja, habían sido fabricados por él mismo. El 6 de enero de 1961, con esta batería, y aún con guitarras flamencas, se presentaron en público en el Asilo, en un concierto a beneficio de los ancianos.

Paloma, feliz con su batería

 La primera guitarra eléctrica que tuvieron en sus manos fue en El Rubio y les gustó tanto que no pararon hasta conseguir un par de ellas por el medio ya mencionado. Tocaron por primera vez con ellas en la velada de Consolación y después en el Casino y en la Piscina de Cuevas. Para acudir a esta actuación les hizo el porte Pepe “el Gasolina”. En opinión de ellos mismos, este último concierto no fue todo lo bueno que hubieran querido porque no tenían equipo de potencia suficiente para tocar al aire libre. Sin embargo, uno de los amplificadores de que disponían aún está en uso. No lo he visto, pero será casi una pieza de museo. El sistema era de lámparas: había que encenderlo y esperar hasta que estas se calentaran para que funcionara la amplificación.
En cuanto a sus actuaciones fuera de Osuna, durante los diez años que duró la formación, tuvieron lugar en El Rubio (dos veces), Aguadulce, Pedrera, El Arahal y Los Corrales. La segunda vez de El Rubio fue para una boda cuyo padrino “que era catalán —habla Marcial— vino a buscarnos a Osuna y quería un cantante en inglés. Vino Núñez, que tenía estudios”. Tocaban la música que se bailaba en la época, sin muchos experimentos musicales, pues su cometido era conseguir que la gente de divirtiera.

En El Rubio


La última actuación que realizaron fue en Los Corrales en 1970. Al día siguiente contraía matrimonio Antonio y ya colgaba los trastos, de ahí seguramente su expresión melancólica. Atrás quedaban diez años de aventuras, diversión y actuaciones por casi toda la comarca.

En Los Corrales, con parte de la familia Corino


A últimos del mes de febrero de 2006 los reuní a los tres —Marcial, Paloma y Antonio— para que me contaran y poder tener material para este artículo. Nunca había visto tres personas tan distintas y que se llevaran tan bien. Pasé una hora y media inolvidable oyéndolos recordar episodios y andanzas y comprobando lo bien que se lo habían pasado. Ellos también pasaron un rato extraordinario: a punto de jubilarse como estaban, ese día volvieron a vivir su juventud más despreocupada y a reírse como si aún tuvieran veinte años y acabaran de salir andando hacia la Piscina de Cuevas seguidos por Pepe “el Gasolina”.


Núñez, Antonio, Paloma y Marcial

domingo, 21 de junio de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (14)



Fotografía de la antigua Iglesia de la Almudena (1869).



El artículo de hoy comienza con una reflexión: si la condesa-duquesa de Benavente, madre de Francisco de Borja y de Anglona, hubiera podido invertir el orden de sus hijos varones, casi seguro que lo hubiera hecho —a mí, al menos, me gusta pensarlo—, pues de esa forma, el título habría recaído en nuestro protagonista y la gran responsabilidad de ser la cabeza visible de la casa de Osuna no hubiera llegado a manos de su sobrino Mariano, el famoso embajador de Isabel II en San Petersburgo.
La idea anterior es “historia-ficción”, no historia, lo que intentamos hacer aquí. No obstante, si cumplimos con nuestra obligación y somos fieles a ella, no debemos olvidar que el hermano mayor de Anglona, X duque de Osuna, sólo lo fue nominalmente pues, como suele pasar con las mujeres mayores en la sombra, su madre fue la directora responsable, efectiva y real del patrimonio ducal durante los veintisiete años que mediaron entre su viudedad (1807) y su muerte (1834), al inicio del reinado de Isabel II, cuando su primogénito llevaba fallecido catorce años y el ducado de Osuna recaía oficialmente en la persona de su nieto Pedro, hermano mayor de Mariano. Por otro lado, si tenemos en cuenta las distintas descripciones del carácter de esta señora que hemos encontrado y citado hasta ahora —principalmente las de Marichalar y la del estudioso ursaonés Díaz Torrejón—, la condesa-duquesa de Benavente, descendiente de los célebres Borgia, no era tampoco lo que conocemos como una persona amante de la economía doméstica. Mariano, huérfano de padre con sólo seis años, fue educado por ella y, al menos en parte, se la debe considerar responsable directa del gusto enfermizo de su nieto por el derroche y la ostentación. Sin embargo, por ahora podemos estar tranquilos: en 1817 Mariano tiene sólo tres añitos y sus trastadas no tienen mayor trascendencia.
Como ya dijimos, en abril del 17 había nacido Tirso María, el menor y el último de los hijos de Anglona, que fue bautizado en la madrileña iglesia de Santa María de la Almudena, templo que se alzó hasta 1869 en la antigua unión de las calles Bailén y Mayor; la ceremonia tuvo lugar el día 21 del mismo mes. El 11 de noviembre de ese mismo año, tiene lugar un acontecimiento de signo totalmente contrario: fallece Josefa Manuela, la mayor de todos los hijos del IX duque de Osuna. Había nacido el 17 de agosto de 1783 y en Barcelona, exactamente, según puede leerse en las páginas 31 y 32 de la admirable obra de Ezquerra del Bayo mencionada en el artículo anterior,

“en la casa de campo de Vicente Simó, Escribano de la Real Intendencia del Principado de Cataluña […] Hasta el nacimiento de su hermano Francisco de Borja había sido primogénita, muertos otros tres hermanos mayores, de las casas de Benavente, Béjar Arcos y Gandía”. 

La condesa de Yebes, en las páginas 10 y 11 de su obra ya mencionada, afirma que son cuatro los hermanitos fallecidos desde la boda de los padres, que tuvo lugar el 29 de diciembre de 1771, hasta el nacimiento de Josefa Manuela, incluso da sus nombres y sus fechas vitales: José María del Pilar (1775-1776); Ramón María, que vive sólo unos meses; Micaela María del Pilar, fallecida en agosto de 1780, con casi dos años, y Pedro Alcántara Ramón (1778-1782). En aquella época, y como ya sabemos, los índices de mortalidad infantil eran altísimos, como también lo eran las muertes por sobreparto. En 1785, y por cesión de su madre, Josefa Manuela recibe el título de marquesa de Marguini, una pequeña porción del noroeste de la isla de Cerdeña próxima a Monteagudo, Osilo y Anglona, territorios pertenecientes al condado de la Oliva que la condesa-duquesa de Benavente irá cediendo a sus hijos. En 1800, a la vuelta de la estancia de la familia en París que formó parte de la frustrada embajada en Viena de su padre, contrae matrimonio con Joaquín María Galloso de los Cobos, conde de Ribadavia y futuro marqués de Camarasa. Tras la muerte de su suegro, Josefa Manuela Téllez-Girón y Alonso Pimentel pasa a ser conocida en sociedad y mencionada en las publicaciones como marquesa de Camarasa. Según las crónicas, sobre todo los relatos de Lady Holland y Fernández de Córdova, era la menos agraciada de las tres hermanas. Sin embargo, el retrato que acompaña este artículo -publicado por Joaquín Ezquerra del Bayo en la Lámina XX de Retratos de la familia Téllez-Girón, novenos duques de Osuna (1934)- parece desmentirlo, a menos que supongamos una belleza extrordinaria para el resto de ellas.

                                                                 

   

Se trata de una miniatura realizada en 1802, cuando Josefa Manuela tenía diecinueve años, por el francés, nacido en Cádiz, Joseph Bouton. Una vez más, un trabajo realizado para la familia de los IX duques de Osuna, de gustos artísticos más avanzados que los poseídos por la mayoría de sus contemporáneos, sirve de presentación para artistas desconocidos en la corte, incluso entre la familia real, que en muchos casos parece ir a remolque de los gustos de la condesa-duquesa de Benavente, a la que podríamos considerar en el Madrid de la época una especie de Petronio o Brummell en versión femenina, aunque mucho más educado y menos exhibicionista y prepotente, un árbitro de la verdadera elegancia, que reside en la humilde sencillez del que ha conocido todo lo conocible y no presume de ello ni intenta imponer su gusto a nadie, alguien que no se empeña en seguir la moda y, a veces, acaba siendo la moda misma. Así pues, gracias a su introducción en la corte por parte de la madre de Anglona, en 1805, tras realizar una miniatura de la reina María Luisa y su hijo Francisco de Paula paseando por los Jardines de Aranjuez -retrato misteriosamente desaparecido en 1916-, la reina queda tan satisfecha que se encarga de procurar a Bouton el codiciado puesto de pintor de Cámara.
Una vez más, y para mi desesperación, el lector puede comprobar que hemos estado hablando de todo menos del príncipe de Anglona, por lo que creo que a esta serie de artículos habría que cambiarle el título y llamarla Aproximación al conocimiento del contexto social y de las biografías de los integrantes de la familia del IX duque de Osuna, o algo así, aunque ese título parece demasiado largo, chocante, pretencioso y decimonónico. Se admiten propuestas.  
(Continuará). 

viernes, 12 de junio de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (12+1)




La princesa de Anglona y su hijo Tirso (Miniatura de Luis de la Cruz; h. 1824).




Los lectores habituales de esta serie recordarán que en el número anterior habíamos empezado a tratar de los hechos más importantes de la vida de Anglona durante el “Sexenio Absolutista”. Ya habíamos hablado de la escasez de datos que existen de esta época, y no sólo en relación a la vida de Anglona. El país pasó de estar regido por una Constitución que respetaba las libertades individuales —existía incluso la libertad de imprenta—, a malvivir bajo el peso de una monarquía ultraconservadora que, desde mayo de 1814, se encargó de eliminar sistemáticamente toda disposición que no se adecuara a la situación existente con anterioridad a la invasión francesa. Una de las primeras víctimas de la vuelta del rey Fernando fue la libertad de expresión y por lo tanto de imprenta, razón principal de la falta de datos sobre esta época. Si uno se acerca a la abundante documentación que existe sobre la vida de la ciudad de Cádiz durante la Guerra de la Independencia, hoy día accesible a cualquiera gracias a Internet, se encuentra con una sociedad en la que se escribía sobre cualquier tema con absoluta libertad y donde, de manera civilizada, se aclaraban las diferencias en lo que se llamó la “guerra de la pluma”. Nos referimos a Cádiz porque, como saben, fue la única porción del territorio peninsular de soberanía española que no pudo ser invadida por las tropas napoleónicas. Como ya dijimos, en esa ciudad contrajo matrimonio Anglona y también allí, había nacido su primogénito, Pedro de Alcántara Téllez Girón y Fernández de Santillán, XIII duque de Osuna a la muerte de su primo Mariano.
Su segundo hijo fue Manuel, nacido en fecha que aún no hemos podido determinar, y el tercero, Tirso María. Según Gutiérrez Núñez, a quien debemos mucha de la información que contienen los artículos de esta serie, vino el mundo en abril de 1817 y fue bautizado en la parroquia madrileña de la Almudena. Con la edad adecuada, contraerá matrimonio con Bernardina Fernández de Velasco, dos años mayor que él e hija de Bernardino Fernández de Velasco y Benavides (duque de Frías y de Uceda) y de María de la Piedad Roca de Togores y Valcárcel. Como vemos, y era de esperar según la política matrimonial de las familias pertenecientes a la realeza o a la alta nobleza, los matrimonios eran pactados y, muy a menudo, entre parientes cercanos. Gracias a este matrimonio, este hijo de Anglona fue titular del ducado de Uceda y de los marquesados de Belmonte y Jarandilla. Por consiguiente, en el caso de Tirso María, como en el de sus tías, las hermanas de Anglona, hemos de tener en cuenta que será mencionado en la documentación histórica con un título que puede parecer extraño a la casa de Osuna pero no lo es desde el momento que su titular, aunque sea consorte, es un Téllez-Girón. Siempre que leyendo un libro o un periódico del siglo XIX, abundantes desde el fallecimiento de Fernando VII (1833), encontremos mencionado un titular de las casas de Uceda, Abrantes, Santa Cruz o Camarasa, estaremos leyendo noticias de la vida de un Téllez-Girón o, si la mención es muy temprana, de uno de sus futuros suegros.
            En el libro de Joaquín Ezquerra del Bayo Retratos de la familia Téllez Girón. Novenos duques de Osuna (Madrid, 1934), exactamente en su lámina LII, podemos contemplar la reproducción de un retrato de Tirso María acompañando a su madre, el mismo que ilustra este artículo. Se trata de una miniatura realizada por Luis de la Cruz hacia 1824 titulada “Dª María del Rosario Fernández de Santillán, Princesa de Anglona, con su hijo Tirso.” El autor, nacido en el Puerto de la Cruz (Tenerife) en 1776 y fallecido en Antequera (Málaga) en 1853, fue considerado el mejor miniaturista español de su época aunque llevó una vida muy azarosa y nunca vio su talento justamente recompensado. Entre otras obras suyas, se conservan retratos de Fernando VII, de Isabel II y del infante Carlos María Isidro, el pretendiente.
(Continuará).


sábado, 6 de junio de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (12)




Fachada del que fuera palacio del Infantado en rue Saint-Florentin (París).




Retomamos el hilo narrativo de la vida de nuestro príncipe de Anglona, al cual hemos tenido un poco olvidado durante la redacción de estos últimos números de la serie. Como recordarán, en la octava entrega nos referíamos a las comidas que la condesa-duquesa de Benavente y su primogénito, duque de Osuna desde 1807, habían ofrecido a Fernando VII en la Alameda de Osuna durante el “Sexenio Absolutista” (1814-1820). No he podido comprobarlo, pero casi seguro que Anglona no estuvo presente en ellas o, si estuvo, le hizo algún desplante al monarca. Según Carlos Le Brun, autor de Retratos políticos de la Revolución de España (Filadelfia, 1826), el rey Fernando nunca le tuvo aprecio debido a la fidelidad que este Téllez-Girón mantuvo siempre a sus ideas liberales, de un liberalismo moderado, pero liberales al fin y al cabo. No debemos olvidar la influencia directa que, desde sus primeros años de vida, ejercieron sobre Anglona importantes personajes de ideas avanzadas, con algunos de los cuales, como Francisco de Goya y, sobre todo, Diego Clemencín, tuvo un contacto continuado y no sólo ocasional —como fueron los casos de Tayllerand y Sieyes, asiduos a la tertulia que se celebraba en el palacio que el duque del Infantado poseía en la rue Saint-Florentin, residencia de los Osuna en París durante varios meses de 1799—, ni tampoco la familia a la que pertenecía, una de las más poderosas del país, propietaria de miles y miles (y miles) de hectáreas de tierra, cuantificadas por Atienza en 87.287 sólo en el Estado de Osuna en 1721, y de numerosos y ricos palacios, decorados muchos de ellos con los objetos más lujosos. Su liberalismo, pues, debía ser más teórico que práctico. Además, nadie debe identificar el liberalismo de las clases cultas de la época con ideologías políticas comprometidas con el débil aún no formuladas, aquellas que defienden la igualdad social y vivirán su momento de mayor protagonismo en el siglo XX.
Volviendo a las notas biográficas concretas, ¿cuáles son los hechos más importantes de la vida de Anglona durante el “Sexenio Absolutista”? Protagonismo político no tiene, lo tendrá durante el llamado “Trienio Liberal” (1820-1823); exceptuado el episodio del “Imperio de los Cien días” —durante el que presta servicio de mayo a septiembre de 1815 como segundo General en Jefe del ejército llamado de la izquierda, entrando con él en Francia—, tampoco participa en acciones militares ni está probada su colaboración en alguno de los pronunciamientos militares de aquellos años, encaminados a conseguir la aceptación de la Constitución de Cádiz por el monarca y, en general, la vuelta a la situación anterior al 4 de mayo de 1814. En cualquier caso, colaborara o no en la preparación de estos levantamientos, ocupará puestos de importancia tras el único que tuvo éxito, el conocido como “Pronunciamiento de Riego” (1 de enero de 1820). Un ursaonés digno de memoria y aún menos recordado y conocido que Rodríguez Marín, que ya es decir, escribe lo siguiente sobre este día:
“El día 1º de Enero del año 1820 fue memorable en Osuna, por dos cosas: Una la gran nevada que cayó, primera que había yo conocido y se había experimentado en el pueblo [sic]; otra, el pronunciamiento que hicieron Riego, Quiroga, Arco-Agüero y López Baños en las Cabezas de San Juan, por no embarcarse con su división, para América […]”. (Antonio María García Blanco, Resumen de un siglo, pág. 52; existe una edición facsímil de 2006). 
Como ya veremos más adelante, la historiografía posterior ha demostrado que López Baños se encontraba en ese momento precisamente en Osuna, donde había concentradas numerosas fuerzas de artillería y era uno de los tres lugares donde debía iniciarse el alzamiento. Así lo cuentan Antonio Alcalá Galiano en sus Memorias (1786-1865) (pág. 237 de le edición digital disponible en cervantesvirtual.com) y Miguel Artola en La España de Fernando VII (Madrid, 1999; págs. 507 y 509); este último autor, además, asegura que Baños se pronunció en Osuna, lo que debió suponer el cambio del alcalde del momento por otro de su elección fiel a los principios de la Constitución de Cádiz. Este extremo va a ser difícil de comprobar porque, seguramente durante la “Década Ominosa” (1823-1833), un personaje importante, quizá el mismo Rey, ordenó que se destruyeran los libros de Actas Capitulares pertenecientes al “Trienio Liberal” en todos los municipios del país, en un intento de borrar el recuerdo de los avances en cuestiones de libertades individuales que el país vivió durante esos años. En el AMO (Archivo Municipal de Osuna), desde luego, no están, y, según se lee en el Diario de Sevilla fechado del 10 de marzo de 2011, tampoco se conservan nada menos que los del Ayuntamiento de Las Cabezas de San Juan -donde excepcionalmente parece que no habían sido destruidos en el XIX-, a pesar de los esfuerzos realizados en nuestros días por los técnicos del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, que poco pudieron hacer cuando les entregaron un libro de actas tan pésimamente conservado. Los interesados en el conocimiento de este lamentabilísima muestra de desidia de los gerentes de la cosa pública, que provocó la pérdida de un documento de la máxima relevancia —el libro de actas en cuestión albergaba las comprendidas entre 1816 y 1828—, puede informarse detalladamente del estado en el que llegó la obra a los técnicos restauradores, fruto del abandono que había sufrido durante casi doscientos años. Por su lado, y afortunadamente, los archivos ursaonenses, y gracias a los esfuerzos realizados en las últimas décadas del siglo XX —en los que han tenido mucho que ver el director del AMO, Francisco Ledesma, y algunas asociaciones culturales, como la denominada Amigos de los Museos de Osuna—, poseen un alto grado de conservación, y eso a pesar de la ignorancia y la insensibilidad en la que la media de la población ha vivido durante siglos.  
En realidad, y volviendo a Anglona -que siempre se nos despista por el camino-, todos los hechos que hemos podido determinar de su vida durante aquellos años pertenecen a la esfera familiar. A mediados de abril de 1817 nace su tercer hijo, Tirso María. Como ya dijimos, en Cádiz y en 1812 había nacido el primogénito, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Fernández de Santillán, XIII duque de Osuna a la muerte de su primo Mariano. Entre Pedro y Tirso, y en fecha que aún no hemos podido determinar, había nacido Manuel, quien, según palabras del testamento de Anglona citadas por Gutiérrez Núñez, se hallaba “privado de razón”.
(Continuará).

jueves, 4 de junio de 2015

Pedro Téllez-Girón, principe de Anglona (11)



Versalles; Galería de los Espejos (sin turistas).



En relación a la llegada del VI duque de Osuna a París en 1712, en su día localicé entre los fondos de la Biblioteca Nacional de Francia un documento que confirma una vez más que los gastos de representación “al estilo Mariano”, sobrino de Anglona, tenían precedentes en la familia. Se trata de una carta fechada en París en 1712 y archivada con la signatura “4-OC-665 (28)”. Su título es: 


Copia de carta, escrita por un cavallero Espanol, residente en la corte de Paris, à otro correspondiente suyo en esta corte catolica, en que le avisa las grandes prevenciones, y magnificos gastos, que el excelentissimo senor duque de Ossuna executò en aquella christianissima corte, para hazer su entrada en el congresso de Pazes, como primer plenipotenciario del rey nuestro senor Don Felipe Quinto, que Dios guarde. Con todo lo demas que verà el curioso lector”. 
En una de las primeras entregas de esta serie habíamos visto ya el precedente familiar del II conde de Tendilla en la Roma del siglo XV; el caso del VI duque de Osuna en el París del XVIII sirve para confirmar una triste realidad de la alta nobleza durante el Antiguo Régimen, el despilfarro, y para comprender un poco más la forma de divertirse de Mariano allá por donde pasara, y sobre todo en el San Petersburgo del siglo XIX. Al fin y al cabo era humano, el hombre, y no hacía más que seguir una tradición
En los cuatro años que aún vivió, Francisco de Paula Téllez-Girón y Benavides acudió a la firma de la Paz de Utrecht y, ya en 1715, representó a Felipe V en la firma de paz entre España y Portugal. Hasta aquí la información actual que he tomado prestada; vamos ahora a un documento antiguo —y que hasta ahora, de la misma forma que la carta anteriormente citada, creo que no había sido puesto en relación con la historia de la Casa de Osuna—, un documento que demuestra la estancia en diciembre del 1700 del VI duque de Osuna en la corte de Luis XIV, “el Rey Sol”, estancia que, a la nueva luz que arroja este precioso documento, habría transcurrido en Versalles, al menos en parte, y no sólo en la frontera (Gutiérrez Núñez) o en Amboise (Atienza). He de advertir al lector que el documento en cuestión, el diario de un miembro de la corte del rey Luis, ha sido considerado de poco crédito por al menos un autor —Voltaire—, quien en Las indiscreciones del Rey Sol califica la obra de “gacetilla” y la supone escrita por alguno de sus criados domésticos. Desde luego, el estilo es muy monótono, casi telegráfico, pero esto puede ser debido a que sólo hayan llegado hasta nosotros las notas previas a la redacción de una obra más cuidada que no llegó a escribirse o se ha perdido.
La obra es el Journal du marquis de Dangeau (Diario del Marqués de Dangeau), un texto que registra todo lo ocurrido en la corte francesa día por día desde 1684 hasta 1720. En el tomo 7º, el correspondiente a 1699 y 1700, se alude a la estancia en esa corte del VI duque de Osuna en el mes de diciembre de 1700. Voy a recoger aquí el escueto relato de un pequeño incidente protocolario provocado por el celo del duque en el cumplimiento de sus obligaciones palaciegas. La traducción del fragmento es mía.
“Miércoles 15, en Versalles. El duque de Osuna, grande de España, llegó a París y tuvo el honor de saludar al rey su señor en Amboise. El noble español manifestó la intención de servirle el almuerzo en calidad de Camarero Mayor del Rey pero Monsieur de Beauvilliers le dijo que mientras Su católica Majestad esté en Francia quiere ser servido por franceses, como de costumbre, y que una vez en la frontera tendrá mucho gusto de ser servido por él y de que éste realice las funciones de su cargo. El duque de Osuna también estuvo aquí para hacer la reverencia ante el rey [se refiere a Luis XIV]. Se reunirá con el rey, su señor, en Burdeos”.

(Continuará).