martes, 24 de marzo de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (1)



Palacio de El Capricho (Alameda de Osuna)



El artículo de hoy continúa la publicación de una serie que vio la luz en su día en un periódico que llevaba por título Osuna Información, se publicaba sólo en papel y se distribuía de manera gratuita, por lo que es de esperar que sus páginas fueran usadas, sobre todo, para envolver pescado y algún que otro fin menos honorable. Dado que desde su publicación han pasado más de diez años, todos los artículos han sido revisados, actualizados y, algunos, totalmente reescritos, de manera que no los va a conocer ni su madre si apareciera por aquí. Les dejo con su lectura.

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Se llamaba Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Alonso Pimentel,  y fue hermano del X duque de Osuna y titular del principado de Anglona y del marquesado de Jabalquinto. Nació el 15 de octubre de 1786 en Quiruelas, cerca de Benavente (Zamora), durante un viaje de trabajo de la condesa-duquesa de Benavente, su madre, una mujer extraordinaria. A los dos años es retratado por Goya en el cuadro que hoy se conoce como La familia del Duque de Osuna; es el niño que está sentado en un cojín y sostiene la cuerda de un cochecito. Pedro —Perico, como lo llamaba su madre en la correspondencia privada—, había nacido en una de las familias más poderosas de la España de la época. Valga como muestra la estructura que poseía la servidumbre de la casa. Según escribe Juan Pablo Fernández González en su obra El mecenazgo musical de las Casas de Osuna y Benavente (1733-1844). Un estudio sobre el papel de la música en la alta nobleza española, (Granada, 2005) —pág. 75—,

“En el siglo XVIII, la estructura administrativa doméstica de la Casa de Osuna era una auténtica corte jerarquizada que reproducía los usos y costumbres de la monarquía. La llamada ”familia de escaleras arriba” conformaba una amplio grupo de empleos para la atención cotidiana de los duques. Con este cordial apelativo se diferenciaba a los empleados de confianza más cercanos a los nobles, algunos de los cuales residían dentro de las dependencias de los palacios y solían acompañar a sus señores en sus desplazamientos. Junto a los administradores y contadores, formaban parte de este selecto grupo los capellanes, empleados de contaduría, archivo, tesorería, abogados, escribanos, médicos, enfermeros, y un largo etcétera que incluye asimismo a los músicos de la casa y a los profesores de dibujo, “primeras letras” y de baile. El resto de la servidumbre que constituía el grupo de criados o familia de “escaleras abajo”, desempeñaban aquellos trabajos manuales para los que se requería menor especialización como, por ejemplo, los de mozo de caballeriza, pinche de cocina o lacayo de retretes”. 

En total, y según recoge el mismo autor en las páginas 78 y 79 de la obra citada, según las nóminas de mayo de 1794, conservadas en el Archivo Histórico Nacional, el número de criados que atendía a la familia de manera directa, sólo en Madrid y en los palacios de la Puerta de la Vega y de la Alameda de Osuna, era de 202 personas.
El mismo año de la realización del cuadro de Goya antes mencionado, los duques contratan como preceptor de Pedro y de su hermano al murciano Diego Clemencín y Viñas, que en ese momento tenía 23 años y ya era una persona de prestigio en el campo de las letras. En el Archivo de don Francisco Rodríguez Marín, custodiado por el CSIC en Madrid, se encuentra un documento titulado Proyecto para la Educación del Excmo. Sr. Marqués de Peñafiel y del Sr. Príncipe de Anglona. Dirigido a sus padres, los Excmos. Señores Duques de Osuna, Condes-Duques de Benavente cuyo contenido resulta de gran interés para hacernos una idea de las enseñanzas que recibieron tanto Pedro como su hermano mayor, Francisco de Borja, futuro duque de Osuna, enseñanzas que nos dan una idea del nivel de excelencia al que apuntaba la educación de los hijos varones de esta familia. Según leemos en el artículo “El palacio del príncipe de Anglona. Un jardín oculto en el centro de la Villa de Madrid”, obra de María Isabel Pérez Hernández (revista La Alcazaba), en el documento mencionado, Clemencín

“indicaba que la educación de los señoritos debe iniciarse a edad temprana, comenzando por las primeras letras, el baile y el dibujo, disciplinas que se basan en la enseñanza por imitación, en las que sólo hay que repetir los movimientos que aprendemos de otros por los sentidos. El proyecto también incluía la enseñanza de la lógica, la metafísica, las lenguas extranjeras y clásicas, el arte de escribir, la moral, el derecho natural, de gentes y público, las bellas artes, las letras humanas, el dibujo, la fortificación, las matemáticas y la física, la religión, la política y la economía”. 

Como curiosidad, y ya que al lector le habrá llamado la atención la inclusión de una materia como “fortificación”, debemos mencionar que en la Alameda de Osuna existe aún una fortificación en miniatura, proyectada según modernas técnicas defensivas —modernas para finales del siglo XVIII—, construida para que los varones de la familia se ejercitaran desde pequeños en el “arte de la guerra”.
Andando el tiempo, Diego Clemencín será un influyente político liberal —Ministro de Ultramar y Gobernación (1822) y Presidente de las Cortes (1823)— y un destacado historiador y cervantista, de la altura de intelectuales como el Bachiller de Osuna. Clemencín moriría en 1834, año de la creación del Senado, en cuyos escaños llegó a sentarse durante unos meses en calidad de vicepresidente. Como vemos, los duques supieron elegir bien a la persona responsable de la formación cultural de sus hijos: un hombre inteligente, trabajador y de ideas avanzadas que seguramente influyó poderosamente en la futura tendencia política liberal de Anglona.
Sigamos con la peripecia vital de nuestro protagonista. Según su expediente militar, conservado en el Archivo General Militar de Segovia, en 1789 es nombrado cadete de menor edad de las Guardias Reales Españolas y en 1793 capitán agregado al Regimiento de Infantería de América, donde estaba a las órdenes de su padre. En 1798, este último, el IX duque de Osuna, recibe el nombramiento de embajador en Viena y emprende el viaje con su mujer y sus hijos. Llegan a París y allí se detienen durante un año en el que Pedro vive la subida al poder de Napoleón Bonaparte y conoce personalmente a personajes de la talla de Talleyrand y Sieyès, habituales de la tertulia que sus padres organizaban en el palacio que habían alquilado en la capital francesa. En enero de 1800 la familia está de vuelta en Madrid sin haber llegado a viajar a Viena, pues el duque había recibido con posterioridad la orden de permanecer en París para observar de cerca los cruciales acontecimientos que allí se desarrollaban. Al año siguiente nos encontramos al príncipe de Anglona en Florencia, adonde había viajado formando parte de una división de 6.000 hombres que tenía la misión de acompañar y escoltar a la esposa de Luis I, Rey de Etruria, efímero país creado por un acuerdo entre Godoy y Napoleón. Dicha señora era la Infanta María Luisa, hija de Carlos IV. Según la Condesa de Yebes, biógrafa de la madre de Pedro, la verdadera razón del viaje de nuestro protagonista fue alejarlo de la hija del general francés Deroutier, con quien tenía amores que no eran bien vistos por sus progenitores. Pedro vuelve de Italia en 1807, siendo ya un hombre de 21 años y un gran entendido en arte, pues durante su estancia en la Toscana había adquirido una gran cultura y se había aficionado a la pintura, medio de expresión artística en el que, a decir de sus contemporáneos, se defendía bastante bien. El 10 de julio del año siguiente es nombrado Coronel del Regimiento de Pavía, unidad militar formada por 440 jinetes que será destinada de inmediato a la vanguardia del Ejército de Andalucía y que, tan sólo ocho días después, intervendrá decisivamente en la Batalla de Bailén.  

viernes, 13 de marzo de 2015

Los duques de Osuna y el nacimiento de la fotografía en Cuba




(Artículo aparecido en el Osuna Información en noviembre de 2004)

El protagonista de este artículo es el niño que, en el cuadro de Goya La familia del Duque de Osuna (1788), está sentado en un cojín y tiene en sus manos el cordel de un cochecito de juguete. Su nombre, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Alonso Pimentel (1786-1851). En pie están su padre, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Pacheco (1756-1807), IX duque de Osuna, y tres de sus hermanos: junto al padre, Josefa Manuela (1783-1817), futura marquesa de Camarasa; Joaquina (1784-1851), futura marquesa de Santa Cruz, apoyada en el regazo de la madre; y, por último, el primogénito, Francisco de Borja (1885-1820), que será el X duque de Osuna y que, según la condesa de Yebes, era un hombre “corto de luces”. Tanto fue así que, a la muerte del padre, la madre, la mujer que está sentada, tomó las riendas de la administración de la casa ducal aunque nominalmente el gobierno lo llevara el hijo. Estamos hablando nada menos que de María Josefa Alonso Pimentel (1753-1834), condesa-duquesa de Benavente, que, como vemos, sobrevivió a su marido veintisiete años y catorce a su hijo. Esta señora fue la responsable, entre otros muchos hechos dignos de memoria, de la conversión de la finca rústica comprada al conde de Barajas en la distinguida y cosmopolita Alameda de Osuna, elogiada por cuantos entendidos en arte la visitaban. A la muerte de Francisco de Borja heredó el título su hijo, y nieto de María Josefa, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Beaufort (1810-1844) que falleció muy joven, por lo que recayó la titularidad de la casa ducal en su hermano Mariano, tristemente famoso por su mala cabeza.
Volvamos al niño del cojín, Pedro de Alcántara. ¿Qué podemos decir de este crío que, como todos, parece indefenso e inocente? Para empezar, que ojalá hubiera sido el primogénito y no el segundogénito, palabra un poco rebuscada pero que no tiene los matices despectivos de “segundón”. En 1808, por poner sólo un ejemplo, su hermano el Duque vivió unos meses de zozobra porque él mismo no sabía de qué lado estaba. Hoy era partidario de José Bonaparte y mañana de Fernando VII, hecho que motivó el enfado de las autoridades francesas, que lo confinaron en el sur de Francia y de donde escapó en agosto de 1808 disfrazado de clérigo. Después de eso, como muchos otros nobles pusilánimes, se refugió en Cádiz, en su caso acompañado de su madre y sus hermanas. Mientras, su hermano Pedro, más conocido por los historiadores como el príncipe de Anglona, se batía con el enemigo en varias batallas memorables como Bailén donde, una vez finalizado el combate, tuvo a su cargo la custodia del jefe del ejército francés, el general Dupont. Además, tropas bajo su mando participaron en la liberación de Osuna, hecho que tuvo lugar el 24 de julio de 1812.
Al acabar la guerra, nuestro príncipe de Anglona, de fuertes convicciones liberales, se enemistó con Fernando VII y, en 1823, huyó al extranjero. A su vuelta, ocurrida en 1831, ocupó importantes cargos en la administración del país, entre ellos la Capitanía General de la isla de Cuba, adonde llegó el 10 de enero de 1840. Como ya saben los lectores, las primeras fotografías, en aquella época “daguerrotipos”, se tomaron en España en noviembre de 1839. Fue tan grata la impresión que causó la vista de la isla de Cuba al príncipe de Anglona y a su hijo de veinte años, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Fernández de Santillán (1810-1900), XIII duque de Osuna a la muerte de su tío Mariano, que a su llegada encargaron una cámara a París. Según recoge El Noticioso y Lucero de La Habana del 5 de abril de 1840, el aparato llegó a la isla en el mes de marzo y poco después el futuro duque de Osuna hizo un daguerrotipo de parte de la Plaza de Armas, hecho que está considerado como el acto fundacional de la historia de la fotografía cubana. La imagen se ha perdido, pero no así la historia de la amplia familia de los duques de Osuna, que aún está por investigar y dar a conocer a los lectores amantes del conocimiento de nuestro pasado.

viernes, 6 de marzo de 2015

La presunta originalidad de Mariano Téllez-Girón


(Obligación hipotecaria emitida en julio de 1881)

          A muchos de nosotros nos habrán contado formidables historias sobre el carácter despilfarrador de Mariano Téllez-Girón y Beaufort Spontin (1814-1882), el XII duque de Osuna, una especie de héroe local entre los ursaonenses y entre los madrileños más castizos, los cuales, hasta hace pocos años, cuando alguien hacía ostentación de riqueza invitando a todo el mundo, le decían al compañero por lo bajini:
          --¡Ni que fuera Osuna!
       Todos recordamos aquellas anécdotas que cuenta Antonio Marichalar en su libro Riesgo y ventura del Duque de Osuna. La vez, por ejemplo, que compró un caballo semental único en el mundo, le rapó las crines y la cola, largas y sedosas, y lo ató a una noria para que diera vueltas como si fuera un borriquillo; esa en la que usó una capa de visón, astracán, armiño o zorro azul —no recuerdo bien ahora ese detalle— para sentarse en una reunión y luego no quiso llevársela porque “el duque de Osuna no acostumbra a llevarse las asientos de las casas”; o aquella en la que, cuando alguien le advirtió de que se le caían las piedras preciosas que tenía por botones en una prenda que llevaba puesta, dijo que le daba igual, que “esos eran los piojos del duque de Osuna”. Sin embargo, sobre todas estas historias ha destacado siempre una: la de aquella vez que dio un banquete en San Petersburgo, donde estaba de embajador de Isabel II, y al acabar dicho banquete mandó arrojar por una de las ventanas del palacio, que daban al río Neva, y no a una calle, toda una vajilla de oro, vajilla que se perdió si los habitantes pobres de la ciudad, que eran mayoría, no sacaron fuerzas de flaqueza y se tiraron al río a intentar recuperar alguna pieza. Ese “detalle” no consta en las crónicas.
            Así fueron las cosas, por desgracia: Mariano tirando el dinero a espuertas en Rusia y por donde pasara; en Madrid, Pedro Herrero —uno de sus principales administradores— carteándose con la Duquesa para ver si al menos ella tenía seso y podía convencer a su marido de la ruina que se les venía encima si no recortaban gastos; en Osuna, la ciudad que dio nombre a su principal título nobiliario, alrededor de quince mil personas sin un mal pan que llevarse a la boca y unas fundaciones ducales que no veían un duro desde hacía tiempo; y, por todo el país y parte de Europa, unos administradores y arrendatarios del Duque que se frotaban las manos ante su próxima y ya pública ruina.
           Hasta ahora, de Mariano Téllez-Girón podíamos aplaudir al menos sus gracietas, sus originales ocurrencias a la hora de dilapidar la mayor fortuna que en ese momento había en España, muy en la línea de los conductas encaminadas a ostentar el ocio y el consumo que Thorstein Veblen  (1857-1929) analiza y explica en su magistral Teoría de la clase ociosa. Pero es que ya ni eso. Ahora resulta que ni siquiera fue original, porque en el famoso episodio de la vajilla defenestrada copió a otra persona.
            Corre el año de 1486. En la mayoría de los territorios situados al sur de los Pirineos reinan Isabel y Fernando, y este último tiene un hombre de confianza llamado Iñigo López de Mendoza y Quiñones (1440-1515), II conde de Tendilla, al que manda a Roma como embajador con varias misiones importantes que sería muy prolijo detallar ahora. De Íñigo, que era nieto del Marqués de Santillana, cuentan los cronistas que era “orgulloso, guerrero, letrado y mujeriego”, pues “amó mucho mujeres, más que a tan sabio caballero conviniera”. Este señor, que estaba casado con una prima hermana del I conde de Ureña, dejó una profunda huella en Roma. Aparte de sus éxitos diplomáticos, que los obtuvo, se distinguió por “hazañas” como comprar y derribar varias casas en Roma para hacer leñas con sus vigas y poder celebrar banquetes y, sobre todo, por arrojar al río Tíber toda una vajilla de plata durante una suntuosa comida que celebró en honor de la curia papal. Después del primer plato la vajilla estaba sucia y, en lugar de retirarla para limpiarla, los criados la arrojaron al río y pusieron en la mesa una vajilla limpia, también de plata. Hasta aquí las historias de los dos nobles diplomáticos son muy parecidas: los dos parecen unos cabezas locas que, para impresionar a sus invitados, despilfarran lo que han ganado con el sudor de la frente de sus criados. Sólo hay una diferencia, y esta es fundamental: López de Mendoza había ordenado previamente colocar en secreto unas redes en el río y, durante la noche siguiente, también en secreto, se recuperaron todos los objetos menos una cuchara y dos tenedores.
            A veces me da por pensar en cómo sería ahora Osuna si Mariano Téllez-Girón hubiera tenido el talento suficiente para copiar, en todos los detalles, a Iñigo López de Mendoza.