sábado, 21 de febrero de 2015

En el dique seco (y V)





Ya está aquí noviembre. Bandadas de aves emigrantes viajan hacia el sur señalando su ruta en el silencio de la noche con graznidos pasajeros. Las tardes son mucho más cortas, y más frías. Los atardeceres se tiñen de tonos cálidos e incendian los parques, inundados de esos mares crujientes y voladores que desesperan a los barrenderos. Ha llegado esa dama taciturna y solitaria, la señora Melancolía.
Las laderas de las montañas que rodean al pueblo, donde crecen bosques poblados de leyendas y pájaros, se ven salpicadas por antorchas otoñales de colores cálidos pero cambiantes, cada vez más claros; los primeros vientos fríos del invierno las acabarán apagando.

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La vida del Coral sigue inalterable. Los clientes son más o menos los mismos, las conversaciones las mismas, las mismas son las miradas. El hastío se puede tocar. Hay tanta vaciedad que con ella se podrían hacer rebosar todos los mares del aburrimiento de los hombres.
     En su esquina de siempre, Manolo "el Monje" da sorbitos a su café eterno. Él y Antonio "el Bala" llevan ya unos días fuera de la cárcel. Están pendientes de juicio. "El Monje" se encuentra ahora más desorientado que nunca: desafiando las más elementales normas de prudencia —pero siguiendo los impulsos de su corazón—, ha mandado un muchacho de su confianza a investigar sobre la situación de Amanda Segura y éste le ha comunicado que ha desparecido de la calle Cañones sin dejar rastro. "¡Na-die-sa-be-na-da!", llegó a decirle el muchacho, harto ya de repetirle lo mismo varias veces y de que "el Monje" no lo comprendiera. Manolo empieza a dudar de sus métodos y a sentirse inseguro, algo extraordinario en él.

*

Sole, la indomable, ha encontrado la horma de su zapato. ¿Quién lo hubiera dicho, hace meses? Nadie, pero así son las cosas: tarde o temprano tenía que llegar alguien que supiera meterla en cintura. Aunque lo ocultase, estaba deseando encontrar a ese hombre que supiera dominarla, de la misma manera que su padre domina a su madre y la domina a ella. Hasta ahora vivía bajo la autoridad del padre; se trata de una cambio de manos: ha aparecido un hombre que tiene tanta fuerza como aquél, también sabe tenerla en un puño, y además es joven y puede abrazarla, besarla y hacerle el amor como lo haría un hombre. Está contenta, más contenta que nunca.
(Observe, estimado lector, que el machismo que caracteriza la sociedad de Medina es contagioso: hasta el mismo narrador de esta verdadera historia parece haberse vuelto un medinense más).
Armando, el abogado, que no es otro el dominador, está satisfecho a medias con su amante. Por ahora lleva bien, sin ningún tipo de estrés, su doble vida: ninguna sabe de la existencia de la otra, tiene tiempo para estar con las dos, atender a sus asuntos de manera conveniente e ir al club de tenis a jugar un partidito con Pepe o con otro compañero. El problema está precisamente en algo que nunca hubiera pensado: en su actividad sexual con Sole. Aunque ya lo sabía de antes, de sus años mozos, un mecanismo optimista de defensa le había hecho olvidar otra de esas curiosas paradojas de la vida: las mujeres más guapas suelen ser las más sosas en la cama. Acostumbradas desde adolescentes a ser adoradas por los hombres sólo por ser como son, no por lo que sepan hacer, no se preocupan en absoluto de ejercitar otras habilidades, incluidas las que dan variedad y amenidad a las sesiones amorosas. De esta forma, cuando llegan a la edad adulta se han convertido en mujeres que despiertan admiración por donde pasan pero resultan decepcionantes al hombre que se acuesta con ellas, que se ve encima de una mujer escultural, eso sí, pero con menos ritmo e ideas que una patata. Ella se entrega  ceremoniosamente, como una diosa que hace un favor y a la que habría que adorar; pero una diosa pasiva, inmóvil... una especie de escultura de carne y hueso.
Aunque Armando ha tratado siempre con cierto desdén a las mujeres, una técnica que no para de producirle satisfacciones en forma de consolidación de las conquistas, en el caso de Sole no le supone ningún esfuerzo tratarla con frialdad, pues una mujer como ella le inspira poco amor, simplemente admiración, la misma que siente un amante de la pintura por el cuadro que reclama su atención nada más entrar en la habitación o sala donde está expuesto. No puede quitarle los ojos de encima, atrae su mirada como un imán, quizá acude al museo desde muy lejos sólo para contemplarlo, pero no puede introducirse dentro de él y gozarlo en todas sus dimensiones, sentirlo por entero, vivir plenamente sus formas y su espíritu. En realidad, no está representando ni sugiriendo nada; la vida no es así, tan rígida, como disecada. Se vive mil veces más una escena callejera real, con colores y luces apropiados, un cuadro en el que sí puedes penetrar, que la más bella de las pinturas figurativas colocada en la pared de un museo o una galería.
Para Sole, que un hombre la trate así, de forma tan despegada, es una novedad; por eso está cada vez más enamorada. Hasta ahora todos los que se le acercaban le demostraban continuamente su admiración, no sabían hablar de otra cosa, y ella, aun siendo coqueta, acababa por cansarse pronto de tanta adulación. Con Armando es distinto: le dice más piropos ella a él que al contrario. La infeliz, no puede suponer que la relación pende de un hilo: cuando él se canse de contemplar la obra de arte —bella, sí, pero muerta— se marchará para no volver. Además, como son amantes y no pueden verse en público, Armando ni siquiera tiene el aliciente de mostrarla por ahí para presumir de conquista. Veremos cómo encaja Sole el final de esta relación, la primera de la que depende de verdad.

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Una mujer alta, guapa, bien formada, los ojos ocultos tras unas amplias gafas del sol, entrega su pasaporte a un policía de la aduana del aeropuerto de Buenos Aires:
—¿Y cuál es el motivo de su estancia en nuestro país, señorita?
—Turismo.
El policía sella el pasaporte con un golpazo sobre la mesa. Luego se lo devuelve sonriendo:
—¡Feliz estancia acá, señorita!
—Gracias.
La mujer, que según parece viaja sola, avanza por los pasillos del aeropuerto tirando de una enorme maleta con ruedecitas. Cientos de viajeros hacen tiempo sentados en las baterías de sillas que hay pegadas a las paredes. Leen, intentan dormir, charlan, comen, fuman y miran a la gente que pasa. Ella levanta la mayoría de las miradas. La ven pasar de perfil: zapatos negros, de tacón alto y de aguja; pantorrillas fuertes y muy bien torneadas; falda por debajo de la rodilla de tejido muy ligero y acabada en múltiples picos; el trasero respingón; las curvas de la espalda y los senos, prominentes y duros, ocultas bajo una especie de chaquetilla torera; el cuello esbelto; el cabello largo, sedoso; la cabeza erguida y la mirada fija en un punto invisible y muy lejano. Vestida entera en tonos de azul, camina como si no lo hiciese, como si flotase en una nube, ausente y viajera. La maleta, siempre detrás y por debajo de ella, la sigue como un perrillo faldero. Se le acercan taxistas, vendedores, timadores. Ella los rechaza sin soberbia y sigue su camino. Va a establecerse en algún lugar del inmenso e intrincado continente americano. Sigue andando, está a punto de desaparecer, ya ha salido fuera: se la ve tras las grandes lunas de cristal, parada, la maleta apoyada por completo en el suelo, el brazo derecho extendido; ahora mueve la mano y los labios. Un coche se detiene ante ella.
Suerte, Amanda; ya eres libre.

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Tras la vuelta de Adela, la normalidad ha vuelto a casa de sus padres. Juan ha recuperado el apetito y el buen humor; vuelve a salir a la calle y a reunirse con sus amigos de siempre. Adela madre, muy preocupada durante todo el tiempo de la fuga de la hija, ha recuperado su sonrisa: se alegra infinito de haberla recuperado. La que está triste ahora es la misma Adela, quien, tras la euforia que, en el momento de la fuga, le producía el creerse libre y poderosa, ha venido a caer en una especie de depresión postfuga de la que saldrá algún día reforzada, mucho más segura de sí que antes, con una visión mucho más clara de su camino y sus posibilidades, pero de la que, por ahora, no ve salida ninguna, sólo oscuridad y silencio. Se equivocó al pensar que le iría siempre bien con Zálasos, una persona a la que no conocía, y volvió a equivocarse al pensar que Pedro estaría ahí, a su lado, dispuesto a serle fiel y constante todos los días de la vida.

*


Los clientes del Coral conocieron pronto la noticia de la vuelta de Adela. Les dio qué hablar durante unos días y después, como no veían a la muchacha, se volvieron a olvidar de ella sin ninguna dificultad. Otros asuntos más visibles requieren su atención.
El comienzo del otoño ha traído la creación de una nueva pareja, la formada por María y Pedro, una unión que estaba ya cantada aunque nadie lo pudiera imaginar, ni siquiera ellos mismos. María, radiante, más guapa que nunca, se arregla pasa salir como nunca antes lo había hecho. Muestra bienestar en su misma belleza, en su alegría, en su forma de andar: erguida y con un toque de desafío. Andrés ya no es ni un recuerdo en su mente; su imagen ha desaparecido, se ha borrado, como también lo han hecho las imágenes de lo que compartió con él, hasta las mejores, que suelen ser las últimas que se esfuman. Desde luego, lo ha olvidado con mucho menos trabajo del que pensaba.
Al principio Pedro no le interesaba, le parecía uno de esos intelectuales fríos y apartados del mundo que no saben disfrutar de la vida. Luego, al conocerlo un poco mejor, empezó a pensar que estaba equivocada, que aquel muchacho de palabra ágil y mirada ardiente podía ser tan vital como cualquiera, aunque leyera libros y le gustara escribir. Justo entonces ocurrió lo de la nota.
Aquel día, al llegar al Coral, Simón, uno de los camareros, le entregó un papelito doblado diciéndole que lo había dejado Pedro con instrucciones de que se lo entregase a ella en mano. Aunque estaba muy intrigada, esperó a tener el café puesto y a estar sentada en su mesa para desdoblarlo y leerlo. Lo hizo muy despacio, como quien toma un veneno deseado:

Querida María:
No tengo tiempo de casi nada, ni siquiera de escribirte en condiciones. Tengo que salir urgentemente de viaje para intentar traerme conmigo a Adela, que tiene serios problemas con Zálasos. Ya te explicaré cuando vuelva. Un beso. 
Pedro

Fue al acabar de leer la nota cuando se dio cuenta de lo mucho que deseaba estar con Pedro, de lo que lo quería, sí, y de lo mucho que iba a echarlo de menos. Ya se había acostumbrado a él, a sus desconcertantes ingenuidades, a sus fantasías, a sus miradas de diablillo travieso. Y ahora él desaparecía por un tiempo indefinido, se iba lejos y en busca de otra mujer. No podía evitar que le preocupara su ausencia. Aunque al hablarle de Adela lo había hecho como de una amiga, sentía miedo por lo que pudiera pasar: ella conocía bien cómo se las gastaban los hombres del pueblo. Empezó a pensar que él podía haberla engañado, pues por una amiga, se decía, nadie hace un viaje tan largo.
Pedro tardó en volver cerca de un mes, un mes durante el cual pensó en él todos los días con los sentimientos más cariñosos y cierta desconfianza. El encuentro entre ambos fue memorable por la intensidad de las emociones que vivieron. Los dos lloraron de felicidad: ella por haberlo recuperado y él por conseguir iniciar una nueva vida una vez superado lo de Adela. Llevaba demasiado tiempo pendiente de ella, encerrado sólo en ella. Y eso no era vida; ahora se daba cuenta.

*

Belén y Valle, las amigas de Sole, sentadas en un banco de una de las plazas del pueblo, una plaza sembrada de viejas jacarandas —ahora, en otoño, desnudas y grises—, charlan en voz baja. La  preocupación se lee en sus semblantes.
—Mira, yo, a pesar de la jugarreta que me hizo con Juan, le tengo aprecio.
—Yo también. Y eso que también intentó pegármela con Antonio. A ver si ahora, después de lo de Armando, se da cuenta de que no es Claudia Schiffer y se pone al nivel de todas.
—¿Qué podemos hacer?
—Poco. Hacerle compañía y darle cariño y ya está.
—¡Se está quedando delgadísima...!
—Sí, más de la cuenta.
—¿Crees que se recuperará?
La pregunta de Belén queda sin respuesta. Un grupo de niños pasa veloz haciendo sonar la bocina de sus bicicletas. La tarde, casi noche, llena de oscuros presentimientos sus corazones. Sole no sabe lo que tiene: dos amigas que ya las quisiera más de uno, cariñosas y leales. Menos mal que están ahí, a las duras y a la maduras; de otra forma no podría salir de la sima en la que ha caído. Quien juega con fuego...

*

Si hace unos meses alguien me hubiera dicho que lo mío por Adela iba a desaparecer tan pronto y de una forma tan radical, me hubiera reído y le hubiera dicho que no sabía lo que decía, que mi amor por ella era indestructible y otras sandeces por el estilo. ¡Qué poco sabemos del amor! ¿Quién, quién, digo yo, iba a decirme que una vez que nos acostáramos desaparecería todo lo que sentía por ella? Pero así ha sido. La primera que vez que lo hicimos, todavía allí, en Creta, en aquella pensión cutre y mal ventilada, sentí que algo se resquebrajaba dentro de mí: la ilusión que durante tantos años me había hecho verla distinta a las demás mujeres con las que había estado antes, como más pura e intocada. Ese día sentí vergüenza de mi inocencia y mi credulidad y, sobre todo, me sentí desmotivado para seguir pensando en ella a todas horas.  Empecé a ver claro que lo único que me interesaba de ella era el sexo y que, una vez conseguido —aun siendo bueno—, ella dejó de interesarme. Sin advertirlo plenamente, estaba pasando una página importante de mi vida sentimental y emocional, estaba dando un gran paso para encontrar mi felicidad.
El viaje de vuelta fue tranquilo, los dos fuimos respetuosos compañeros de travesía. Ella me buscó alguna vez y yo no le di esquinazo; me apetecía acostarme con ella y, al no sentir ya amor, hacerlo sin miramiento ninguno, en plan animal y gozoso, sin mayores complicaciones. Nuestros gritos debían llegar a cubierta, pero nadie nos comentó nada; nosotros no existíamos en el barco.
Cuando desembarcamos nuestra separación definitiva estaba clara, aunque ella quería seguir y me pedía una oportunidad casi de rodillas. Yo no fui cruel, sólo realista: si no me llena, para qué estar con ella, peor sería el daño si la abandonaba más adelante. Además... ¡es absurdo que me plantee estos problemas morales! Bastante he hecho con viajar hasta Creta y traerla de vuelta a casa. Ahí acaba mi cometido; por supuesto, no voy a emparejarme con una persona que no quiero. A quien quiero es a otra, a María, a mi María. Nunca he idealizado mis sentimientos hacia ella, ni a ella misma tampoco: sé muy bien cómo es y lo que siento. 
  
*

Pasan los días. La relación entre María y Pedro está ya muy consolidada. Él vuelve a sentirse bien hasta el punto de ser capaz de retomar la redacción de su Cuchillo sangriento, que lleva camino de convertirse en una pasable novela policíaca de ambiente andaluz. María está encantada con el trabajo de su hombre.
—Esto de escribir debe ser apasionante, ¿no?
—Pues sí, y además, cuando estás sembrado de ideas y motivado por un fuerte impulso creativo, muy absorbente. Perdona si no te dedico más tiempo, pero ya ves...
—Calla, tonto; ¡si te tengo todo el tiempo que quiero!
Los dos están desnudos y tirados de cualquier manera en la cama de Pedro. Acaban de hacer el amor lenta, lenta, muy lentamente, con toda la ternura y el cariño de que son capaces. El cielo, salpicado de estrellas sonrientes, les saluda desde la ventana, tras los cristales empañados. Ninguno de los dos se ha sentido nunca tan lleno de vida.
    
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Hoy el levante sopla con una fuerza casi huracanada. Las olas que levanta son capaces de cubrir un transatlántico. A cada embate de las aguas, el paseo marítimo desaparece bajo un mar furioso y bravío. Todos los niños del pueblo tienen prohibido terminantemente salir de las casas. Los padres temen que se los lleve el viento, o el mar, tal es su fuerza.
Una joven delgada, vestida con una gabardina color marfil, avanza hacia el paseo marítimo por una de las calles perpendiculares. Su paso es decidido. Las puertas y las ventanas de las casas y los comercios están cerradas; nadie que tuviera algo que perder se aventuraría a salir, y menos a dirigirse al paseo marítimo. Algunas de las persianas de madera de las ventanas están medio descolgadas y golpean sordamente en las fachadas. A Adela sólo le queda una cosa que perder, al menos eso cree ella. Lo peor es que no haya nadie que pueda convencerla de lo contrario.
Su silueta, clara sobre el oleaje casi negro, se desdibuja poco a poco en el oscuro telón de las mil fuerzas contrarias de la tempestad. Ya es sólo un punto, algo inapreciable. Y el furor del Mar no perdona.

*

Al día siguiente, el Coral, parado en un presente vacío y sin horizontes, apenas se estremece con la noticia: sus parroquianos, insensibilizados y alejados del dolor ajeno después de tantas desgracias, parecen rocas, no personas, ni siquiera animales.
La monotonía del bar es característica; sin ella sería otro sitio. El día de mañana lo frecuentarán otras soles, otros pedros y otras marías, armandos o adelas, pero las historias que transcurran en su barra mixtilínea, en sus alrededores ajardinados y bajo la gran sombra de la morera que preside su entrada, serán más o menos las mismas, de adolescentes desengañados que parecen haber renunciado a luchar por su vida. De todas formas, es un dique seco que se puede abandonar. Algunos, como María y Pedro, ya lo saben.
Enhorabuena.
FIN

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