viernes, 13 de febrero de 2015

En el dique seco (IV)




—Ponme un café, Feliciano.
—Con unas gotitas de leche fría, ¿no, María?
—Eso es.
María coge el café, se va a su mesa de siempre y enciende su cigarro. Son las nueve de la noche. Para sus parroquianos, el Coral sigue como ayer, anclado en el tedio de lo conocido.
    
*


Juan, el padre de Adela, lleva sin salir de su casa desde que se fugó su hija. Ha pedido la jubilación anticipada y ha perdido todo el contacto con el grupo de amigos en el que ha estado los últimos veinte años. Como si fuera un siciliano a la antigua, un personaje de las primeras novelas de Pirandello, siente tan herido su honor que prefiere quedarse allí, encerrado, a salvo de las miradas y los comentarios malintencionados de la gente del pueblo. Adela madre, su mujer, le dedica todas sus atenciones. Ante todo, quiere que coma, pues se ha negado a probar bocado y está perdiendo peso de forma alarmante.
—Anda, Juan, come aunque sea un poquito. Hazlo por mí.
—¿Qué fallo hemos cometido, Dios mío? —se pregunta el padre como enajenado e ignorando el plato de comida que Adela le ha puesto delante—. Ha tenido todo lo que ha querido: el ordenador, una moto, ropa cara. Lo único con lo que no transigía era con que volviera tarde a casa, que ya sabes tú los peligros que hay en la calle por la noche para una muchacha joven. Le hemos dado todo nuestro amor, todo nuestro cariño… ¡Con los hijos nunca se acierta!
—Anda, Juan, come aunque sea un poquito.
    
*

Pendientes de juicio, Manolo "el Monje" y Antoñito "el Bala" pasan el tiempo en la cárcel como pueden. Se han hecho amigos de todos y se hacen respetar gracias a la autoridad latente que vive en el timbre de voz, los brazos y las miradas de "el Monje".
—Cuando salgamos de la cárcel, esa guarra de Amanda me las va a pagar.
Antoñito lo escucha en silencio.
—¿Quién se habrá creído que es para cerrarme la puerta a mí, a "el Monje", el hombre al que se lo debe todo? Yo la quité de la calle, la enseñé a ganarse la vida con los tíos de billetes, a quererse un poquito y a saber que valía mucho más que las que se ponen en las esquinas. Hasta el móvil que tiene se lo compré yo. ¿A santo de qué entonces, ya que había pescado a uno de billetes, de los que tienen billetes de verdad, no querer abrirme la puerta a mí, al único que la quiere y quiere lo mejor para ella? Está muy equivocada, muy pero que muy equivocada. Ya veremos qué pasa cuando salgamos de la cárcel; ésa no sabe con quién está jugando.

*

¿Quién será a estas horas? Zálasos no puede ser: está embarcado. ¿Serán esos niños que llaman a la puerta y luego salen corriendo? Sí, seguro que son los niños. Yo no me levanto. ¡Uf, qué dolor de cabeza tengo!
Se da la vuelta en la cama e intenta volver a dormir. Otros porrazos en la puerta la sacan de su duermevela.
Otra vez. Iré a ver, no vaya a ser que sea alguien.
Adela busca la bata y las zapatillas. Se pone la bata encima del camisón y, como no encuentra las zapatillas, acude a la puerta descalza. Por el pasillo resuena el cascabel que Zálasos le puso en uno de sus tobillos y ella no ha querido quitarse por miedo. Levanta la tapita de la mirilla y se le iluminan los ojos. "¡Es Pedro!" Se acerca al espejo que hay cerca de la puerta para arreglarse un poco los cabellos. Abre la puerta.
—¡Pedro, mi Pedro! —le dice al oído mientras se abrazan estrechamente—. ¡Has venido! ¡Te quiero!
—¡Yo sí que te quiero! —le dice Pedro con los ojos llenos de lágrimas.
Durante un minuto ninguno dice nada. Se apartan un poco para mirarse bien, vuelven a abrazarse, vuelven a mirarse. Pedro nota a Adela mucho más delgada y envuelta en olores extraños, olores acres.
—¿Y Zálasos? —pregunta Pedro mirando con desconfianza hacia el interior de la casa.
—Está embarcado. No volverá en varias semanas.
—Cuando vuelva no te encontrará aquí. Tú te vienes conmigo.

*

Los clientes del Coral conocen ya el motivo de la ausencia de Pedro y el destino de su viaje. La nota que le dejó a María estaba llena de indiscreciones y, como Simón se  encargó de leerla antes de dársela a la muchacha, la noticia corrió de boca en boca creando el efecto bola de nieve.
—Por lo visto estuvo embarazada y perdió el niño como resultado de las palizas que le pegaba el griego. ¡Ella se lo ha buscado! —comenta en voz muy alta un muchacho de frente muy estrecha y casi barbilampiño.
—Pues dicen que el padre no quiere salir de su casa y ha intentado suicidarse dos veces —añade otro que está sentado cerca suya, un muchacho de barba de varios días y ojos estrábicos.
—¿¡Sííí...!?
—Eso dicen.
—¡Qué barbaridad! Esa mata al padre, seguro.
—Yo, desde luego, nunca tendré hijas… ¡Para que te salgan como ésta...! Si es niña, la dejo en la puerta de un convento —sentencia la conversación este animal, animal por llamarlo de alguna forma, pues ningún bicho viviente haría eso.

*


Entre los clientes del Coral, hay un grupo de tres chavalas que llaman la atención por su belleza. No son antiguas amigas: salen juntas desde que se conocieron ya mayores y se sintieron unidas por ser las tres muy atractivas. Por donde pasan acaparan las miradas de los hombres y las mujeres; ellas las envidian, ellos las desean. Belén es castaña, alta, muy bien formada y de ojos verdes; Sole es rubia, de ojos azules y curvas abundantes; Valle tiene el pelo y la piel muy morenos, los ojos rajados, buena estatura y un cuerpo también muy atractivo. Las tres son  jovencitas y todavía no han experimentado los cambios que produce la maternidad y, en general, el paso del tiempo. A pesar de salir juntas y ser las tres tan bonitas, de tener esos puntos en común, se distancian en otro que las diferencia y no poco: una se lo cree, las otras dos no. La que se lo cree es Sole, que piensa que por el hecho de ser bonita puede tener a todos los hombres a sus pies y hacerles todos los desplantes y faenas que se le ocurran. No se ha enamorado nunca de verdad ni parece que sea capaz de hacerlo: sólo se quiere a sí misma. Además es intrigante y goza engañando a las otras dos con los muchachos con los que salen, los cuales caen como moscas en la tela de araña. Ella se considera la más bella y tiene que demostrárselo continuamente conquistando la atención de todos los hombres que le gusten un poquito, y los de sus amigas, aunque no le gusten, más aún, pues ganárselos tiene un encanto añadido basado en un sentimiento morboso y  cruel. Entre otras aficiones, posee la de poner pruebas a los hombres que quieren conseguirla, pruebas engorrosas para ellos y cuya superación le produce un extraño placer.
—Si de verdad me quieres, sal mañana con tu novia, conmigo y con un chaval que yo llevaré.
—Pero... no puedo. Mi novia no quiere ni oír hablar de ti. Se ve que alguien le ha ido con el cuento de que me han visto varias veces contigo y está muy celosa.
—Pues, mira: eso es lo que hay. O lo tomas o lo dejas.
—Sole... ¡me pides unas cosas!
El hombre, un pánfilo, cae en la trampa: consiente en hacerse el encontradizo con Sole en el Coral y al día siguiente se presenta con su novia. Esta no se huele nada al principio pero, conforme pasa el tiempo y ve que su novio está sentado junto a Sole y le dedica casi más atención que a ella, empieza a amoscarse y acaba por levantarse e irse hacia su casa con un enfado enorme. Lógico. Al día siguiente tiene una trifulca con su novio que colea durantes varios meses.
Así es Sole. El nombre le va que ni pintado.

*

Adela y Pedro han ajustado ya un precio asequible para volver a Medina escondidos en un barco. Salen al día siguiente, cuando acaben las labores de carga y estibación. Esa noche, aunque Adela le dice a Pedro que puede dormir en la casa, duermen en el hostal, donde él se siente más seguro. Al entrar los ve el recepcionista y los obliga a pagar un suplemento por ella; Pedro, a quien no le sienta nada bien este gasto inesperado, se lo entrega mientras lo piropea en román paladino:
-Ahí tiene usted, ladrón, hijo de puta —le dice con la mejor de sus sonrisas y dando a su voz un tono festivo.
El recepcionista, a quien no le importa ni mucho ni poco lo que le digan mientras le paguen lo que le deben, le contesta con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Adela aguanta la risa como puede.
La habitación es pequeña y sólo contiene una cama, un armario ropero cojo y desvencijado, un bidé y un lavabo. Una ventana pequeñita se abre al puerto y al mar.
—No había pensado en que aquí sólo hay una cama. Yo puedo dormir muy bien en el suelo.
—De eso ni hablar. Debes venir muy cansado del viaje. Te conviene descansar.
—Y tú... ¿dónde duermes?
—Pues en la cama, contigo.
Pedro la mira un momento disimulando su alegría.
—Oye —dice después de una largo silencio de miradas ardientes—. Habría que salir a comprar provisiones para el viaje.
—Es verdad.
—Voy a ir yo solo. No conviene que te vea nadie por la calle, no vaya a ser que alguien te reconozca y tengamos problemas.
—¡Para lo que me conocen! ¡Si el monstruo de Zálasos no me ha dejado salir en todo el tiempo que llevo aquí!
—Da igual. Es mejor que te quedes. Yo volveré rápido. Cierra la puerta y no abras a nadie.
—Descuida.
Se despiden con un beso en la boca largo largo. Pedro baja la escalera con la misma ilusión que un niño.  

*


¡Pobre Pedro, qué bueno es conmigo! Yo sabía que me tenía cariño, pero no tanto como para venir hasta aquí en busca mía. Creo que me conviene poner los pies en el suelo, ser más realista e intentar llevar una relación con él. Yo no lo quiero, le tengo cariño, eso sí, pero nada más; quizá, con el tiempo, llegue a quererlo, eso nunca se sabe. Lo cierto es que ahora está aquí, me quiere, vamos a dormir juntos y yo necesito olvidar al cerdo de Zálasos.
¡Menos mal que me han desaparecido ya los moratones que tenía en la espalda y el culo, de aquel día que le dio por pegarme con el cinturón! ¡Qué hijo de mala madre! ¿Y aquel otro día que llegó muy cariñoso y después le dio por desnudarme y atarme a los hierros de los pies de la cama? Yo lo dejé hacer no sé por qué, por probar algo nuevo sería. Luego fue y me penetró por detrás, haciéndome un daño enorme, y se marchó dejándome atada. Volvió a la media hora con una puta que había encontrado en la calle y se liaron a hacerlo allí, en la cama, justo delante mía. ¡En mi vida me he sentido más humillada! No creo que olvide nunca el mal rato que pasé. De todas formas, tengo que intentarlo. A ver cómo me va con Pedro; seguro que a él no se le ocurriría nunca hacerme una cosa así. Necesito acostarme con él, a ver si puedo olvidar pronto a Zálasos. Ojalá sea buen amante; si no, me va a costar más trabajo conseguirlo.

*

Dentro de lo que cabe, Pedro tiene suerte: a pesar de ser casi las once de la noche encuentra abierta una tienda donde se venden comestibles. Piensa en alimentos que no necesiten una conservación especial y confecciona una lista mental de ellos en la que están comprendidos tabletas de chocolate, frutos secos, cocos y latas de conservas, de atún, sardinas y melocotón en almíbar.
Ya está de vuelta en el hostal. Va muy cargado pero no nota el peso; es feliz. Llama a la puerta de la habitación. Adela le abre la puerta. Se sonríen.

*
  
En el Coral hay mucha gente esta noche. Se está festejando la muerte del verano, algo que apena a la mayoría de la gente pero, como en ciertos entierros de Nueva Orleans, se acompaña con risas y música alegre. La fiesta, celebrada por Ernesto por primera vez hace años, se ha convertido ya en una costumbre, y ningún cliente asiduo falta a esta cita cada 21 de septiembre. La barra está a rebosar, no cabe un alfiler, y los alrededores del bar también. Feliciano, especialmente dicharachero esta noche, no para de servir copas pero lo lleva muy bien, contando chistes y diciendo parpujadas cada dos por tres.
—A ver... ¿quién me ha pedido dos gin-tonics-tonics?
—Nosotros —contestan a la vez dos hombres ya mayores, de los que van al bar buscando aventuras que sazonen un poco su monótona vida matrimonial. Feliciano les pone las copas justo delante suya, y ellos, después de darles un trago para que les quepa más tónica, se vuelven y apoyan la espalda en la barra. Rondarán los cuarenta años y van vestidos con ropa cara.
—Mira esa, que buena está.
—¡Es un bomboncito!
—Pues parece que está sola.
El otro se despega de la barra. Y se le acerca.
—Oye, perdona. Mira, es que estoy ahí con mi amigo —dice señalando al compañero, quien contesta con una inclinación de cabeza—, y, desde que te vimos, estamos discutiendo si eres tú la muchacha que se presentó por Cádiz al concurso de miss España... ¿Serías tan amable de sacarnos de dudas?
Sole, que no es otra la muchacha, se siente muy halagada y sonríe al hombre abiertamente.
—Pues no; pero podía haberme presentado, ¿verdad...?
—Seguro que sí. Hubieras hecho un papel estupendo, de los mejores. Seguro que hubieras ganado.
—¡Quita, quita, charrán!
—¡Qué ojos tienes niña! ¡No te caben en la cara!
Ella, coqueta, se echa el cabello a un lado y lo mira fijamente a los ojos. Luego desvía la mirada para dirigirla al que se ha quedado en la barra. Calibra la posición de los dos, su estado civil, sus ingresos...
—¡Tengo una sed!
—Para mí será un placer invitarte a lo que quieras.
Se acercan a la barra y al compañero.
—Mira, este es Armando. Armando te presento a... ¡Pero si todavía no sé cómo te llamas!
—Sole.
—Encantado, Sole —dice Armando mientras se besan las mejillas.
—Mi nombre es Pepe.
Se besan también.
—¿Qué vas a tomar?
—Un whisky con coca-cola.
—¡Camarero!
El Coral cada vez está más lleno. Hay que subir mucho la voz para hacerse oír.
—Bueno, Armando, tenías tú razón. Sole no es miss Cádiz, pero no me negarás que podría serlo perfectamente.
—Desde luego. Sólo con presentarse al concurso.
—¿A qué os dedicáis?
—Yo tengo un despacho de abogado. Me va muy bien; no me falta nunca la clientela.
—¿Y tú, Armando?
—También soy abogado.
—Entonces, os hacéis la competencia.
—Bueno, sólo a veces, cuando el cliente es de los de postín. También nos pasa con las chicas más bonitas —añade cruzando una mirada de inteligencia con Pepe.
—Vaya dos piezas que estáis hechos. ¿Y las mujeres? ¿Dónde os las habéis dejado?
—¡Si somos solteros!
—¿Solteros con la edad que tenéis? A otro perro con ese hueso: yo no me lo creo.
—¡Que sí, mujer, de verdad!
—Enseñadme las carteras. Seguro que lleváis fotos de vuestros hijos.
Pepe la saca el primero y se la da a Sole. Ella la abre y mira detenidamente su contenido: el D.N.I., tarjetas de visita, varios carnets de entrada a clubs privados y una decena de tarjetas de crédito. Ninguna fotografía. La revisión de la cartera de Armando obtiene un resultado similar.
Les devuelve las carteras y guardan silencio durante unos momentos. El Coral es ya un hervidero humano.

*

—¡Así así, sigue, no pares! ¡Te quiero!
Los cuerpos de Adela y Pedro bailan rumbas en la noche cretense. La luna, casi llena, inunda de plata y reflejos sus pieles bañados en sudor. En la cama, sentados frente a frente, las piernas entrelazadas, las manos se pasean por las nalgas, la espalda y la nuca prodigando caricias firmes pero delicadas; las bocas se buscan, los pechos —muy erguidos— se rozan sin parar. El acoplamiento de los dos amantes produce chispas y un campo magnético en el que no hay cabida para ningún objeto o realidad física; sólo con rozarlo saldría disparado y atravesaría las paredes. Adela y Pedro están al borde del éxtasis. Sólo un escalón, un escalón más y lo habrán conseguido.
Ahora se comen literalmente a besos, besos pequeños y delicados con los que cada uno recorre lento el cuerpo del otro. Son besos de agradecimiento, de reconocimiento, de cariño. Sus labios renuevan los juramentos de amor, las promesas de constancia, de fidelidad... Uno le pone al otro un dedo en la boca para pedirle que se calle, que no siga por ese camino, que no es necesario nada de eso. Es Pedro el que lo hace: algo se está rompiendo dentro de él.
En el exterior, la luna, alta ya en el cielo, ilumina de azul a todas las parejas de la tierra. Pedro tiene lágrimas en los ojos. Allá abajo, cerca del puerto, un barco adornado de luminarias derrocha música por la superficie del mar.
(Continuará).

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