jueves, 26 de febrero de 2015

¿Dónde está la puerta?





(La escena está dividida en dos por un tabique dispuesto de forma perpendicular al patio de butacas; el tabique tiene una puerta practicable con cristales esmerilados en su parte superior. La pared del fondo de la habitación de la izquierda está ocupada por estanterías llenas de libros y por un ordenador para buscarlos y, en general, realizar consultas bibliográficas. En el centro de esta habitación, una mesa rectangular alrededor de la cual trabajan sentados alumnos de los últimos cursos. En una mesa más pequeña situada a la izquierda, se afana sobre los libros una muchacha joven, una alumna de doctorado que hace las veces de bibliotecaria. En la habitación de la derecha, que ocupa dos tercios del escenario, cuadros por las paredes que representan a Fray Luis de León, Petrarca y Fernando Lázaro Carreter, y una mesa de despacho dispuesta en paralelo al tabique y pegada a la pared de la derecha. Entre ella y la pared, sentado en un sillón de oficina, está don Aurelio, un hombre que frisa los sesenta; va vestido con traje y corbata y lleva gafas de gruesos cristales. En la mano tiene una especie de revista de bajo presupuesto —hecha a base de fotocopias en blanco y negro— que está leyendo con aire intranquilo e impaciente. Al otro lado de la mesa, sentado en una silla, vemos a Andrés, un muchacho de veintipocos años vestido de forma sencilla y un poco descuidada. En su cara se leen actitud de escucha e incluso empatía. De todas formas, tiene también una sonrisa un poco socarrona. Don Aurelio acaba la lectura, se levanta y pasea inquieto por el despacho. Andrés lo sigue con la mirada.)                              

DON AURELIO.—  (Visiblemente alterado). A ver, señor Sánchez, dígame: ¿cuántos años lleva usted en la facultad?

ANDRÉS.—  (Tranquilo). Cinco, tantos como cursos. Este año acabo.

DON AURELIO.—  (Después de reflexionar unos segundos). Sabe... Conozco a sus padres desde hace muchos años, sé cómo piensan y la educación que usted ha recibido, en la línea más adecuada para que se convirtiera en una persona de provecho. Me sorprende mucho que me salga usted ahora escribiendo en esta..., en este..., no sé cómo llamarlo, en este... opúsculo, ¡eso es!, opúsculo, una revistilla de tres al cuarto, de ínfima calidad en la presentación y en los contenidos... Los artículos que contiene resultan ofensivos a las buenas costumbres y son totalmente indignos de personas como usted y sus padres. No lo entiendo. Usted ha pasado por mis clases y le recuerdo como un alumno modélico en todos los aspectos, asistencia, conducta, aplicación... ¿Recuerda los títulos de las lecturas obligatorias de mi asignatura? (Mientras ha estado hablando, Don Aurelio no ha parado de pasearse arriba y abajo por el despacho. Ahora se acaba de sentar en su sillón).

ANDRÉS.—  (Tranquilo). La Divina Comedia, El Buscón, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, Idea Imperial de Carlos V, La España Imperial, La Inquisición... (Don Aurelio aprueba las palabras de Andrés con movimientos afirmativos de la cabeza). Esas son las que recuerdo. Pero yo, por mi cuenta, leí Los cuentos de Canterbury, El Decamerón, Gargantúa y Pantagruel, La lozana andaluza... y otras que no comprendía cómo podían estar ausentes del programa.

DON AURELIO.— (Mirando fijamente a los ojos de Andrés y con los dos dedos índices unidos delante de la cara). Porque son obras dañinas, inmorales, escritas por personas malvadas, sin temor de Dios ni de las penas del Infierno. Ahora empiezo a entender un poco de dónde le viene a usted esa afición por lo desvergonzado e irrespetuoso. (Después de suspirar). Es su artículo usted defiende el onanismo, las oenegés, la calidad del cine español y otras cuestiones indefendibles e innombrables. Tranquilícese, razone, vuelva a su ser y no siga por ese camino; se lo dice un hombre con experiencia. ¿Qué autores lee usted últimamente?

ANDRÉS.— (Tranquilo). Laurence Sterne, Juan Goytisolo, Fernando Arrabal, Julio Cortáz...

DON AURELIO.— (Interrumpiéndolo y poniéndose de nuevo en pie). ¡Qué barbaridad, Dios mío! (Vuelve a pasear por el despacho, esta vez con zancadas pantagruélicas). Al primero no lo conozco, será un autor pornográfico, ¡pero los otros...! Goytisolo, un homosexual que está peleado con su familia, Arrabal, un demente, y Cortázar un tarado que escribía novelas con desechos prescindibles. Yo por supuesto no he leído las obras de ninguno de estos autores del tres al cuarto, pero he oído hablar de ellas... ¡Qué basura lee usted! Ya está contaminado; me va a resultar muy difícil limpiarlo.

ANDRÉS.— (Tranquilo). No necesito que me limpie nadie: sé hacerlo muy bien solito. Y si tiene ganas de limpiar, váyase al Coto de Doñana, que allí sí que hacen falta una limpieza. (Se levanta). ¿Cuándo se jubila usted? Podría pedir la anticipada y dedicarse a realizar antologías de obras bien pensantes. Me imagino que los médicos recomendarán su lectura para combatir el insomnio. Piénselo, tiene futuro.

DON AURELIO.— (Muy enfadado y señalando la puerta como la estatua de Colón señala América desde el puerto de Barcelona). ¡¡Salga ahora mismo de mi despacho!! 

ANDRÉS.— (Tranquilo). Con mucho gusto, Torquemada.

(Al cerrar la puerta, se le va la mano y rompe dos cristales. Confusión en el departamento. Voces. Exclamaciones. Preguntas. Andrés, el de los pies ligeros, hace un mutis rápido y oportuno. Nada más salir él, se oyen silbatos y, acto seguido, cruzan la escena dos guardias de seguridad corriendo y preguntando "¿por dónde ha salido?" Los actores restantes les indican de manera contradictoria. Andrés está sentado entre el público —alguien aleccionado sobre su cometido le tendrá reservado un asiento junto al pasillo— y aplaude con todas sus fuerzas. Telón. Cuando se levanta para los saludos, don Aurelio vuelve a poner cara de indignación, señala a nuestro estudiante y los guardias de seguridad saltan al patio de butacas para perseguirlo. Andrés huye por el pasillo central hacia una libertad merecida.)

domingo, 22 de febrero de 2015

Pecadillos de juventud




Se trata de una colección de catorce narraciones breves publicada en 2012. La gran mayoría de ellas llevaba escrita unos cuantos años, desde finales del siglo pasado, pero no vio la luz hasta el año mencionado. En general, todas intentan instalarse en un lugar próximo al amor, aunque en muchos casos el efecto sea el contrario. Son ciento cincuenta páginas, muchas de ellas escritas intentado crear mundos paralelos en los que uno puede constituirse en amo y dueño. Les dejo con las primeras páginas del primer relato. Se titula: Un poco más allá de mis sueños.

“Y llovió, por fin lo hizo. Después de quince años de una sequía bíblica, fabulosa, el cielo se llenó de nubes preñadas de agua que estuvieron descargando su precioso contenido durante cinco días seguidos. El agua caía mansa, tranquila, llena de ternura. No se anegó ninguna casa ni se cortó ninguna carretera. La gente era feliz.
Se acabó el encontrar el ganado muerto en medio de lagos de lecho cuarteado, el no ver un sólo pájaro, el tener que ducharse cada quince días o beber cualquier tipo de agua. Las nubes —inmóviles e inagotables— dejaban caer su carga de olvido sobre los recuerdos más penosos: las epidemias recurrentes de cólera, los abortos no deseados, los suicidios, las muertes por deshidratación de los menores de cinco años. En cuestión de horas, las desgracias pasaron a ser elementos necesariamente olvidables de una pesadilla compartida y desdibujada ya por las brumas de la memoria.   
Las calles, los bares, las plazas se vieron inundados de miles de personas deseosas de mojarse por dentro y por fuera. La ciudad paralizó cualquier actividad no lúdica para convertirse en una fiesta gigantesca, un carnaval improvisado que duró hasta que el más resistente de los juerguistas, un hombre alto y recio que provenía de algún oscuro lugar del Cáucaso, se fue a dormir con una mujer que se ganaba la vida leyendo las líneas de los pies. Los camareros, inundados desde hacía años por la melancolía que da la falta de actividad, no daban abasto para servir copas a tanta persona alegre, a tanto cliente sediento y agradecido. Los locales no se cerraban. Desbordados por la avalancha de peticiones, sus dueños se vieron obligados a contratar camareros nuevos para mantenerlos abiertos las veinticuatro horas. Durante esos días, el paro fue sólo un fantasma del pasado. Tú lo sabes, lo viviste igual que yo.
Los músicos no podían ni querían parar de tocar. Improvisaban bailes en cualquier lugar y a cualquier hora: en las escaleras, bajo los árboles del parque, en los zaguanes, en las consultas de los médicos, en las cárceles, bajo los soportales de la plaza, en las esquinas, en los cuartelillos de la policía municipal, en las redacciones de los periódicos, sobre las cubiertas de los barcos abandonados en el muelle viejo. Las parejas, con la pasión renovada por la humedad que las envolvía, se entregaban a sus juegos amorosos como si llevaran cinco años sin hacer el amor. Bebían, bailaban, se acariciaban y gemían; descansaban y comían; se acariciaban y gemían; descansaban; bebían, bailaban, se acariciaban y gemían... hasta que, poco a poco, iban cayendo todas, extenuadas, dormidas en cualquier lugar y en las posturas más extrañas e incómodas.
El segundo día de lluvia fue cuando te conocí. Entraste en el bar donde yo estaba acompañada por un hombre casi ajeno a tu presencia. Parecía ignorarte. Aquello era inconcebible para mí: desde que te vi, no pude quitarte los ojos de encima. Tu mirada  —negra, profunda, nacida en alguna lejana selva africana hace miles de años— se me clavó en el alma y, desde entonces, tú lo sabes bien, ni como ni duermo si no he estado a tu lado.
Aquel día abandoné el bar detrás tuya y de aquel hombre ausente y descuidado. Os seguí pegándome a las paredes, metiéndome en los portales, escondiéndome detrás de las gigantescas farolas isabelinas. Os vi entrar en un portal anónimo y me aposté en la acera dispuesto a esperar. Cuando saliste tenía barba de tres días, hambre de náufrago y un fuego en la mirada que debió quemar la tuya cuando nuestros  ojos se encontraron. Tú te acuerdas, sé que te acuerdas: lo hemos hablado muchas veces.
Ese día ibas sola y metías los pies adrede en los charcos. Te seguí y tú te volvías a mirarme. Una vez me sonreíste, lo vi, y tu sonrisa se instaló en la parte más esquiva de mi alma. Te alcancé, nos miramos”.

sábado, 21 de febrero de 2015

En el dique seco (y V)





Ya está aquí noviembre. Bandadas de aves emigrantes viajan hacia el sur señalando su ruta en el silencio de la noche con graznidos pasajeros. Las tardes son mucho más cortas, y más frías. Los atardeceres se tiñen de tonos cálidos e incendian los parques, inundados de esos mares crujientes y voladores que desesperan a los barrenderos. Ha llegado esa dama taciturna y solitaria, la señora Melancolía.
Las laderas de las montañas que rodean al pueblo, donde crecen bosques poblados de leyendas y pájaros, se ven salpicadas por antorchas otoñales de colores cálidos pero cambiantes, cada vez más claros; los primeros vientos fríos del invierno las acabarán apagando.

*

La vida del Coral sigue inalterable. Los clientes son más o menos los mismos, las conversaciones las mismas, las mismas son las miradas. El hastío se puede tocar. Hay tanta vaciedad que con ella se podrían hacer rebosar todos los mares del aburrimiento de los hombres.
     En su esquina de siempre, Manolo "el Monje" da sorbitos a su café eterno. Él y Antonio "el Bala" llevan ya unos días fuera de la cárcel. Están pendientes de juicio. "El Monje" se encuentra ahora más desorientado que nunca: desafiando las más elementales normas de prudencia —pero siguiendo los impulsos de su corazón—, ha mandado un muchacho de su confianza a investigar sobre la situación de Amanda Segura y éste le ha comunicado que ha desparecido de la calle Cañones sin dejar rastro. "¡Na-die-sa-be-na-da!", llegó a decirle el muchacho, harto ya de repetirle lo mismo varias veces y de que "el Monje" no lo comprendiera. Manolo empieza a dudar de sus métodos y a sentirse inseguro, algo extraordinario en él.

*

Sole, la indomable, ha encontrado la horma de su zapato. ¿Quién lo hubiera dicho, hace meses? Nadie, pero así son las cosas: tarde o temprano tenía que llegar alguien que supiera meterla en cintura. Aunque lo ocultase, estaba deseando encontrar a ese hombre que supiera dominarla, de la misma manera que su padre domina a su madre y la domina a ella. Hasta ahora vivía bajo la autoridad del padre; se trata de una cambio de manos: ha aparecido un hombre que tiene tanta fuerza como aquél, también sabe tenerla en un puño, y además es joven y puede abrazarla, besarla y hacerle el amor como lo haría un hombre. Está contenta, más contenta que nunca.
(Observe, estimado lector, que el machismo que caracteriza la sociedad de Medina es contagioso: hasta el mismo narrador de esta verdadera historia parece haberse vuelto un medinense más).
Armando, el abogado, que no es otro el dominador, está satisfecho a medias con su amante. Por ahora lleva bien, sin ningún tipo de estrés, su doble vida: ninguna sabe de la existencia de la otra, tiene tiempo para estar con las dos, atender a sus asuntos de manera conveniente e ir al club de tenis a jugar un partidito con Pepe o con otro compañero. El problema está precisamente en algo que nunca hubiera pensado: en su actividad sexual con Sole. Aunque ya lo sabía de antes, de sus años mozos, un mecanismo optimista de defensa le había hecho olvidar otra de esas curiosas paradojas de la vida: las mujeres más guapas suelen ser las más sosas en la cama. Acostumbradas desde adolescentes a ser adoradas por los hombres sólo por ser como son, no por lo que sepan hacer, no se preocupan en absoluto de ejercitar otras habilidades, incluidas las que dan variedad y amenidad a las sesiones amorosas. De esta forma, cuando llegan a la edad adulta se han convertido en mujeres que despiertan admiración por donde pasan pero resultan decepcionantes al hombre que se acuesta con ellas, que se ve encima de una mujer escultural, eso sí, pero con menos ritmo e ideas que una patata. Ella se entrega  ceremoniosamente, como una diosa que hace un favor y a la que habría que adorar; pero una diosa pasiva, inmóvil... una especie de escultura de carne y hueso.
Aunque Armando ha tratado siempre con cierto desdén a las mujeres, una técnica que no para de producirle satisfacciones en forma de consolidación de las conquistas, en el caso de Sole no le supone ningún esfuerzo tratarla con frialdad, pues una mujer como ella le inspira poco amor, simplemente admiración, la misma que siente un amante de la pintura por el cuadro que reclama su atención nada más entrar en la habitación o sala donde está expuesto. No puede quitarle los ojos de encima, atrae su mirada como un imán, quizá acude al museo desde muy lejos sólo para contemplarlo, pero no puede introducirse dentro de él y gozarlo en todas sus dimensiones, sentirlo por entero, vivir plenamente sus formas y su espíritu. En realidad, no está representando ni sugiriendo nada; la vida no es así, tan rígida, como disecada. Se vive mil veces más una escena callejera real, con colores y luces apropiados, un cuadro en el que sí puedes penetrar, que la más bella de las pinturas figurativas colocada en la pared de un museo o una galería.
Para Sole, que un hombre la trate así, de forma tan despegada, es una novedad; por eso está cada vez más enamorada. Hasta ahora todos los que se le acercaban le demostraban continuamente su admiración, no sabían hablar de otra cosa, y ella, aun siendo coqueta, acababa por cansarse pronto de tanta adulación. Con Armando es distinto: le dice más piropos ella a él que al contrario. La infeliz, no puede suponer que la relación pende de un hilo: cuando él se canse de contemplar la obra de arte —bella, sí, pero muerta— se marchará para no volver. Además, como son amantes y no pueden verse en público, Armando ni siquiera tiene el aliciente de mostrarla por ahí para presumir de conquista. Veremos cómo encaja Sole el final de esta relación, la primera de la que depende de verdad.

*

Una mujer alta, guapa, bien formada, los ojos ocultos tras unas amplias gafas del sol, entrega su pasaporte a un policía de la aduana del aeropuerto de Buenos Aires:
—¿Y cuál es el motivo de su estancia en nuestro país, señorita?
—Turismo.
El policía sella el pasaporte con un golpazo sobre la mesa. Luego se lo devuelve sonriendo:
—¡Feliz estancia acá, señorita!
—Gracias.
La mujer, que según parece viaja sola, avanza por los pasillos del aeropuerto tirando de una enorme maleta con ruedecitas. Cientos de viajeros hacen tiempo sentados en las baterías de sillas que hay pegadas a las paredes. Leen, intentan dormir, charlan, comen, fuman y miran a la gente que pasa. Ella levanta la mayoría de las miradas. La ven pasar de perfil: zapatos negros, de tacón alto y de aguja; pantorrillas fuertes y muy bien torneadas; falda por debajo de la rodilla de tejido muy ligero y acabada en múltiples picos; el trasero respingón; las curvas de la espalda y los senos, prominentes y duros, ocultas bajo una especie de chaquetilla torera; el cuello esbelto; el cabello largo, sedoso; la cabeza erguida y la mirada fija en un punto invisible y muy lejano. Vestida entera en tonos de azul, camina como si no lo hiciese, como si flotase en una nube, ausente y viajera. La maleta, siempre detrás y por debajo de ella, la sigue como un perrillo faldero. Se le acercan taxistas, vendedores, timadores. Ella los rechaza sin soberbia y sigue su camino. Va a establecerse en algún lugar del inmenso e intrincado continente americano. Sigue andando, está a punto de desaparecer, ya ha salido fuera: se la ve tras las grandes lunas de cristal, parada, la maleta apoyada por completo en el suelo, el brazo derecho extendido; ahora mueve la mano y los labios. Un coche se detiene ante ella.
Suerte, Amanda; ya eres libre.

*

Tras la vuelta de Adela, la normalidad ha vuelto a casa de sus padres. Juan ha recuperado el apetito y el buen humor; vuelve a salir a la calle y a reunirse con sus amigos de siempre. Adela madre, muy preocupada durante todo el tiempo de la fuga de la hija, ha recuperado su sonrisa: se alegra infinito de haberla recuperado. La que está triste ahora es la misma Adela, quien, tras la euforia que, en el momento de la fuga, le producía el creerse libre y poderosa, ha venido a caer en una especie de depresión postfuga de la que saldrá algún día reforzada, mucho más segura de sí que antes, con una visión mucho más clara de su camino y sus posibilidades, pero de la que, por ahora, no ve salida ninguna, sólo oscuridad y silencio. Se equivocó al pensar que le iría siempre bien con Zálasos, una persona a la que no conocía, y volvió a equivocarse al pensar que Pedro estaría ahí, a su lado, dispuesto a serle fiel y constante todos los días de la vida.

*


Los clientes del Coral conocieron pronto la noticia de la vuelta de Adela. Les dio qué hablar durante unos días y después, como no veían a la muchacha, se volvieron a olvidar de ella sin ninguna dificultad. Otros asuntos más visibles requieren su atención.
El comienzo del otoño ha traído la creación de una nueva pareja, la formada por María y Pedro, una unión que estaba ya cantada aunque nadie lo pudiera imaginar, ni siquiera ellos mismos. María, radiante, más guapa que nunca, se arregla pasa salir como nunca antes lo había hecho. Muestra bienestar en su misma belleza, en su alegría, en su forma de andar: erguida y con un toque de desafío. Andrés ya no es ni un recuerdo en su mente; su imagen ha desaparecido, se ha borrado, como también lo han hecho las imágenes de lo que compartió con él, hasta las mejores, que suelen ser las últimas que se esfuman. Desde luego, lo ha olvidado con mucho menos trabajo del que pensaba.
Al principio Pedro no le interesaba, le parecía uno de esos intelectuales fríos y apartados del mundo que no saben disfrutar de la vida. Luego, al conocerlo un poco mejor, empezó a pensar que estaba equivocada, que aquel muchacho de palabra ágil y mirada ardiente podía ser tan vital como cualquiera, aunque leyera libros y le gustara escribir. Justo entonces ocurrió lo de la nota.
Aquel día, al llegar al Coral, Simón, uno de los camareros, le entregó un papelito doblado diciéndole que lo había dejado Pedro con instrucciones de que se lo entregase a ella en mano. Aunque estaba muy intrigada, esperó a tener el café puesto y a estar sentada en su mesa para desdoblarlo y leerlo. Lo hizo muy despacio, como quien toma un veneno deseado:

Querida María:
No tengo tiempo de casi nada, ni siquiera de escribirte en condiciones. Tengo que salir urgentemente de viaje para intentar traerme conmigo a Adela, que tiene serios problemas con Zálasos. Ya te explicaré cuando vuelva. Un beso. 
Pedro

Fue al acabar de leer la nota cuando se dio cuenta de lo mucho que deseaba estar con Pedro, de lo que lo quería, sí, y de lo mucho que iba a echarlo de menos. Ya se había acostumbrado a él, a sus desconcertantes ingenuidades, a sus fantasías, a sus miradas de diablillo travieso. Y ahora él desaparecía por un tiempo indefinido, se iba lejos y en busca de otra mujer. No podía evitar que le preocupara su ausencia. Aunque al hablarle de Adela lo había hecho como de una amiga, sentía miedo por lo que pudiera pasar: ella conocía bien cómo se las gastaban los hombres del pueblo. Empezó a pensar que él podía haberla engañado, pues por una amiga, se decía, nadie hace un viaje tan largo.
Pedro tardó en volver cerca de un mes, un mes durante el cual pensó en él todos los días con los sentimientos más cariñosos y cierta desconfianza. El encuentro entre ambos fue memorable por la intensidad de las emociones que vivieron. Los dos lloraron de felicidad: ella por haberlo recuperado y él por conseguir iniciar una nueva vida una vez superado lo de Adela. Llevaba demasiado tiempo pendiente de ella, encerrado sólo en ella. Y eso no era vida; ahora se daba cuenta.

*

Belén y Valle, las amigas de Sole, sentadas en un banco de una de las plazas del pueblo, una plaza sembrada de viejas jacarandas —ahora, en otoño, desnudas y grises—, charlan en voz baja. La  preocupación se lee en sus semblantes.
—Mira, yo, a pesar de la jugarreta que me hizo con Juan, le tengo aprecio.
—Yo también. Y eso que también intentó pegármela con Antonio. A ver si ahora, después de lo de Armando, se da cuenta de que no es Claudia Schiffer y se pone al nivel de todas.
—¿Qué podemos hacer?
—Poco. Hacerle compañía y darle cariño y ya está.
—¡Se está quedando delgadísima...!
—Sí, más de la cuenta.
—¿Crees que se recuperará?
La pregunta de Belén queda sin respuesta. Un grupo de niños pasa veloz haciendo sonar la bocina de sus bicicletas. La tarde, casi noche, llena de oscuros presentimientos sus corazones. Sole no sabe lo que tiene: dos amigas que ya las quisiera más de uno, cariñosas y leales. Menos mal que están ahí, a las duras y a la maduras; de otra forma no podría salir de la sima en la que ha caído. Quien juega con fuego...

*

Si hace unos meses alguien me hubiera dicho que lo mío por Adela iba a desaparecer tan pronto y de una forma tan radical, me hubiera reído y le hubiera dicho que no sabía lo que decía, que mi amor por ella era indestructible y otras sandeces por el estilo. ¡Qué poco sabemos del amor! ¿Quién, quién, digo yo, iba a decirme que una vez que nos acostáramos desaparecería todo lo que sentía por ella? Pero así ha sido. La primera que vez que lo hicimos, todavía allí, en Creta, en aquella pensión cutre y mal ventilada, sentí que algo se resquebrajaba dentro de mí: la ilusión que durante tantos años me había hecho verla distinta a las demás mujeres con las que había estado antes, como más pura e intocada. Ese día sentí vergüenza de mi inocencia y mi credulidad y, sobre todo, me sentí desmotivado para seguir pensando en ella a todas horas.  Empecé a ver claro que lo único que me interesaba de ella era el sexo y que, una vez conseguido —aun siendo bueno—, ella dejó de interesarme. Sin advertirlo plenamente, estaba pasando una página importante de mi vida sentimental y emocional, estaba dando un gran paso para encontrar mi felicidad.
El viaje de vuelta fue tranquilo, los dos fuimos respetuosos compañeros de travesía. Ella me buscó alguna vez y yo no le di esquinazo; me apetecía acostarme con ella y, al no sentir ya amor, hacerlo sin miramiento ninguno, en plan animal y gozoso, sin mayores complicaciones. Nuestros gritos debían llegar a cubierta, pero nadie nos comentó nada; nosotros no existíamos en el barco.
Cuando desembarcamos nuestra separación definitiva estaba clara, aunque ella quería seguir y me pedía una oportunidad casi de rodillas. Yo no fui cruel, sólo realista: si no me llena, para qué estar con ella, peor sería el daño si la abandonaba más adelante. Además... ¡es absurdo que me plantee estos problemas morales! Bastante he hecho con viajar hasta Creta y traerla de vuelta a casa. Ahí acaba mi cometido; por supuesto, no voy a emparejarme con una persona que no quiero. A quien quiero es a otra, a María, a mi María. Nunca he idealizado mis sentimientos hacia ella, ni a ella misma tampoco: sé muy bien cómo es y lo que siento. 
  
*

Pasan los días. La relación entre María y Pedro está ya muy consolidada. Él vuelve a sentirse bien hasta el punto de ser capaz de retomar la redacción de su Cuchillo sangriento, que lleva camino de convertirse en una pasable novela policíaca de ambiente andaluz. María está encantada con el trabajo de su hombre.
—Esto de escribir debe ser apasionante, ¿no?
—Pues sí, y además, cuando estás sembrado de ideas y motivado por un fuerte impulso creativo, muy absorbente. Perdona si no te dedico más tiempo, pero ya ves...
—Calla, tonto; ¡si te tengo todo el tiempo que quiero!
Los dos están desnudos y tirados de cualquier manera en la cama de Pedro. Acaban de hacer el amor lenta, lenta, muy lentamente, con toda la ternura y el cariño de que son capaces. El cielo, salpicado de estrellas sonrientes, les saluda desde la ventana, tras los cristales empañados. Ninguno de los dos se ha sentido nunca tan lleno de vida.
    
*

Hoy el levante sopla con una fuerza casi huracanada. Las olas que levanta son capaces de cubrir un transatlántico. A cada embate de las aguas, el paseo marítimo desaparece bajo un mar furioso y bravío. Todos los niños del pueblo tienen prohibido terminantemente salir de las casas. Los padres temen que se los lleve el viento, o el mar, tal es su fuerza.
Una joven delgada, vestida con una gabardina color marfil, avanza hacia el paseo marítimo por una de las calles perpendiculares. Su paso es decidido. Las puertas y las ventanas de las casas y los comercios están cerradas; nadie que tuviera algo que perder se aventuraría a salir, y menos a dirigirse al paseo marítimo. Algunas de las persianas de madera de las ventanas están medio descolgadas y golpean sordamente en las fachadas. A Adela sólo le queda una cosa que perder, al menos eso cree ella. Lo peor es que no haya nadie que pueda convencerla de lo contrario.
Su silueta, clara sobre el oleaje casi negro, se desdibuja poco a poco en el oscuro telón de las mil fuerzas contrarias de la tempestad. Ya es sólo un punto, algo inapreciable. Y el furor del Mar no perdona.

*

Al día siguiente, el Coral, parado en un presente vacío y sin horizontes, apenas se estremece con la noticia: sus parroquianos, insensibilizados y alejados del dolor ajeno después de tantas desgracias, parecen rocas, no personas, ni siquiera animales.
La monotonía del bar es característica; sin ella sería otro sitio. El día de mañana lo frecuentarán otras soles, otros pedros y otras marías, armandos o adelas, pero las historias que transcurran en su barra mixtilínea, en sus alrededores ajardinados y bajo la gran sombra de la morera que preside su entrada, serán más o menos las mismas, de adolescentes desengañados que parecen haber renunciado a luchar por su vida. De todas formas, es un dique seco que se puede abandonar. Algunos, como María y Pedro, ya lo saben.
Enhorabuena.
FIN

viernes, 20 de febrero de 2015

A propósito de Susana.



El pasado mes de diciembre, y en Osuna, tuve la satisfacción de presentar en vivo y en directo la segunda de mis novelas publicadas en papel y en formato digital. La obra, que lleva por título ¡Susana! ¡¡Susanita!!, relata las aventuras que corren dos amigos del sur de España, de Sevilla en este caso —pero que podrían ser de cualquier lugar de Andalucía—, por haber metido las narices donde no les llamaban, creando en el lector una continua desazón que le obliga a seguir leyendo para comprobar hasta dónde puede llegar la inutilidad como investigadores de estos dos sujetos, muy hábiles a la hora de vaciar botellines de cerveza pero totalmente negados para hacer funcionar un poco las neuronas. Menos mal que cerca de ellos hay también mujeres, pues si no fuera por ellas —que no tienen nada que ver con las sumisas y débiles mentales que protagonizan una famosa novela seudoliteraria, llevada ahora al cine, que amenaza con echar por tierra todas las conquistas de las mujeres—, no serían capaces ni de atarse los cordones de los zapatos.
Les dejo con el booktráiler de la obra y con sus primeras páginas. Buena lectura.

https://www.youtube.com/watch?v=ZUrB_kFUyOw


"Dentro del dormitorio el silencio era casi absoluto. La penumbra, apenas aclarada por una luz mortecina, se había apoderado de todos los rincones, creando una sensación de luto anticipado. En la cama, un moribundo, los rasgos afilados por la cercanía de la muerte, yacía inerte, los ojos cerrados, la respiración débil. Su mujer, sentada en una silla situada junto a la cama, apretaba una de sus manos, aprisionándola, como intentando retenerla para que la muerte no se llevase al hombre de su lado, oponiendo una resistencia casi pueril, pero humana, a lo inevitable.
El sonido del timbre de la puerta de la calle rompió el pesado silencio de la casa, un silencio consistente, denso, embalsado por las puertas macizas y los gruesos cortinajes. El hombre presionó levemente la mano de la mujer y abrió los ojos.
Deve essere Pietro —dijo con un hilo de voz.
La mujer se levantó y acudió a abrir la puerta. Instantes después hacía su entrada en el dormitorio otra persona, un hombre más joven que el agonizante pero también entrado en años. Acudió junto al lecho, se sentó en la misma silla que ocupara la mujer y, como si todos estuviesen de acuerdo en cómo había que tratar a una persona que se va, le tomó una de sus manos y permaneció a la espera. El agonizante abrió los ojos, intentó sonreírle y, haciendo un esfuerzo supremo, le señaló con la mano que tenía libre el cajón de la mesilla de noche. El recién llegado lo abrió y encontró un sobre en blanco y cerrado. Intentó entregárselo al moribundo, pero éste, con un hilo de voz, le dijo:
Questo è per te.
Se guardó el sobre y, obedeciendo un vago gesto del agonizante, salió para avisar a la mujer quien, respetando los deseos del marido, había permanecido en el pasillo. Le cedió la silla y permaneció a los pies de la cama. Al poco tiempo, el agonizante, rendidas ya todas sus fuerzas, expiró.
Después de consolar a la viuda y ofrecerse para ayudar a amortajar al fallecido —ofrecimiento que ella rechazó con amabilidad—, se despidió, salió de la casa y se encaminó hacia la suya, esquivando como podía a una multitud eufórica, vociferante y descerebrada que celebraba no se qué victoria deportiva. El hombre, los ojos humedecidos, caminaba como camina el extranjero que ha viajado por obligación a un país que considera de poco interés, ausente y deseoso de volver a su casa para reencontrar la belleza y la paz de espíritu que dejó atrás al abandonarla.




Una vez en ella, y en la soledad de su despacho, Pedro Menéndez abrió el sobre. Contenía un papel escrito en italiano con la letra inconfundible de su amigo Alessandro, una letra picuda y de caracteres muy entrelazados, tanto que, a veces, los guiones de las tes servían para unir varias de la misma palabra situadas en sílabas distintas. Por su contendido parecía escrito poco antes de su muerte, o al menos teniendo conocimiento de su proximidad, aunque, a pesar de ello, los trazos parecían firmes, enérgicos, determinados. Una vez leído el papel, sintió la necesidad de ocultarlo, pues su contenido era de todos menos visible por el común de los mortales. Durante unos minutos, sin embargo, permaneció inmóvil, la barbilla apoyada en la palma de la mano derecha, mirando un punto fijo. Sintió angustia por la vida que se le iba —ya no era una persona joven— y por el amigo que se le había ido. Como si fueran producto de un montaje cinematográfico un poco caprichoso, pasaron por su mente instantáneas de momentos felices pasados junto a Alessandro en la despreocupada juventud, cuando los hijos de ambos aún eran pequeños, las ilusiones estaban intactas y la fuerza y la salud parecían elementos consustanciales a sus vidas. Ahora su amigo había muerto, los hijos vivían lejos y él cada vez pensaba más en lo que había vivido y menos en lo que le quedaba por vivir.
Miró a su alrededor, buscando un lugar donde ocultar el papel hasta que pudiera hacer algo en relación a su delicado contenido. Su mesa de despacho, un escritorio de líneas sencillas y funcionales, más para ser utilizado que para servir de adorno, podía ser un buen sitio. En uno de sus cajones, que cerraban con llave, podía guardarlo perfectamente, pero también, pensó, sería el primer sitio donde mirarían los extraños en un hipotético robo. A su espalda, ocupando toda una pared de la habitación —la casa de Pedro era antigua, de techos altos—, se levantaba una librería, ocupada por parte de los libros que había ido reuniendo durante su vida. Podía ser este quizá, pensó, un lugar mejor para ocultarlo, cogiendo cualquier libro al azar y poniendo el papel entre sus páginas. Al cabo de unos instantes descartó también esta opción: sabía que los libros eran retirados de su lugar, perfectamente establecido, con periodicidad para limpiarles el polvo, operación en el trascurso de la cual el papel podía caer al suelo y ser leído por la empleada del servicio doméstico, una metomentodo a la que había sorprendido un par de veces curioseando entre sus cosas.  
Dejó vagar la mirada por las paredes y el resto de los muebles del despacho, sobre todo por los cuadros, aquellas pinturas que había ido reuniendo durante su vida y de las que tan orgulloso se sentía. De repente, lo vio, vio el lugar donde podía ocultarlo de forma que creía segura. Antes de hacerlo, buscó recado de escribir y copió el contenido del papel, añadiéndole al principio y al final unas líneas de su cosecha. Había decidido que al día siguiente viajaría en tren a Madrid para compartir el contenido del escrito con una persona de auténtica confianza.




EL CORREO DE SEVILLA. (Edición digital)
Lunes, 12 de julio de 2010. Actualizado a las 19.30.

UN CONOCIDO INVESTIGADOR SEVILLANO ENTRE LOS FALLECIDOS EN EL ACCIDENTE FERROVIARIO.
            Según fuentes bien informadas, del Ministerio del Interior, entre los fallecidos en el accidente de tren que tuvo lugar esta mañana en la entrada de la estación de Puertollano en dirección a Madrid, accidente cuyas causas se siguen investigando —aunque todo apunta a una distracción del conductor—, se encuentra Pedro Menéndez Osuna, conocido investigador sevillano afincado en Santiponce. Como recordarán los lectores, Pedro Menéndez fue distinguido en el año 2005 con el Premio Nacional de Humanidades por su labor de investigación sobre las culturas prerromanas de la Península Ibérica. Su cadáver, según un portavoz de la familia, se velará en el Tanatorio de la SE-30, y con posterioridad sus restos serán trasladados al Cementerio de San Fernando. Se da la penosa circunstancia de que ayer mismo por la tarde había fallecido en su casa sevillana el también conocido investigador Alessandro Marchesetti, con quien Menéndez mantenía una estrecha amistad. El mundo sevillano de las humanidades, que tantos y tan excelentes representantes ha tenido desde los tiempos de don Antonio Domínguez Ortiz y don Ramón Carande, ha quedado súbitamente en la más completa orfandad y en un auténtico estado de shock. La comunidad universitaria y la académica lloran tan sensibles pérdidas".



viernes, 13 de febrero de 2015

En el dique seco (IV)




—Ponme un café, Feliciano.
—Con unas gotitas de leche fría, ¿no, María?
—Eso es.
María coge el café, se va a su mesa de siempre y enciende su cigarro. Son las nueve de la noche. Para sus parroquianos, el Coral sigue como ayer, anclado en el tedio de lo conocido.
    
*


Juan, el padre de Adela, lleva sin salir de su casa desde que se fugó su hija. Ha pedido la jubilación anticipada y ha perdido todo el contacto con el grupo de amigos en el que ha estado los últimos veinte años. Como si fuera un siciliano a la antigua, un personaje de las primeras novelas de Pirandello, siente tan herido su honor que prefiere quedarse allí, encerrado, a salvo de las miradas y los comentarios malintencionados de la gente del pueblo. Adela madre, su mujer, le dedica todas sus atenciones. Ante todo, quiere que coma, pues se ha negado a probar bocado y está perdiendo peso de forma alarmante.
—Anda, Juan, come aunque sea un poquito. Hazlo por mí.
—¿Qué fallo hemos cometido, Dios mío? —se pregunta el padre como enajenado e ignorando el plato de comida que Adela le ha puesto delante—. Ha tenido todo lo que ha querido: el ordenador, una moto, ropa cara. Lo único con lo que no transigía era con que volviera tarde a casa, que ya sabes tú los peligros que hay en la calle por la noche para una muchacha joven. Le hemos dado todo nuestro amor, todo nuestro cariño… ¡Con los hijos nunca se acierta!
—Anda, Juan, come aunque sea un poquito.
    
*

Pendientes de juicio, Manolo "el Monje" y Antoñito "el Bala" pasan el tiempo en la cárcel como pueden. Se han hecho amigos de todos y se hacen respetar gracias a la autoridad latente que vive en el timbre de voz, los brazos y las miradas de "el Monje".
—Cuando salgamos de la cárcel, esa guarra de Amanda me las va a pagar.
Antoñito lo escucha en silencio.
—¿Quién se habrá creído que es para cerrarme la puerta a mí, a "el Monje", el hombre al que se lo debe todo? Yo la quité de la calle, la enseñé a ganarse la vida con los tíos de billetes, a quererse un poquito y a saber que valía mucho más que las que se ponen en las esquinas. Hasta el móvil que tiene se lo compré yo. ¿A santo de qué entonces, ya que había pescado a uno de billetes, de los que tienen billetes de verdad, no querer abrirme la puerta a mí, al único que la quiere y quiere lo mejor para ella? Está muy equivocada, muy pero que muy equivocada. Ya veremos qué pasa cuando salgamos de la cárcel; ésa no sabe con quién está jugando.

*

¿Quién será a estas horas? Zálasos no puede ser: está embarcado. ¿Serán esos niños que llaman a la puerta y luego salen corriendo? Sí, seguro que son los niños. Yo no me levanto. ¡Uf, qué dolor de cabeza tengo!
Se da la vuelta en la cama e intenta volver a dormir. Otros porrazos en la puerta la sacan de su duermevela.
Otra vez. Iré a ver, no vaya a ser que sea alguien.
Adela busca la bata y las zapatillas. Se pone la bata encima del camisón y, como no encuentra las zapatillas, acude a la puerta descalza. Por el pasillo resuena el cascabel que Zálasos le puso en uno de sus tobillos y ella no ha querido quitarse por miedo. Levanta la tapita de la mirilla y se le iluminan los ojos. "¡Es Pedro!" Se acerca al espejo que hay cerca de la puerta para arreglarse un poco los cabellos. Abre la puerta.
—¡Pedro, mi Pedro! —le dice al oído mientras se abrazan estrechamente—. ¡Has venido! ¡Te quiero!
—¡Yo sí que te quiero! —le dice Pedro con los ojos llenos de lágrimas.
Durante un minuto ninguno dice nada. Se apartan un poco para mirarse bien, vuelven a abrazarse, vuelven a mirarse. Pedro nota a Adela mucho más delgada y envuelta en olores extraños, olores acres.
—¿Y Zálasos? —pregunta Pedro mirando con desconfianza hacia el interior de la casa.
—Está embarcado. No volverá en varias semanas.
—Cuando vuelva no te encontrará aquí. Tú te vienes conmigo.

*

Los clientes del Coral conocen ya el motivo de la ausencia de Pedro y el destino de su viaje. La nota que le dejó a María estaba llena de indiscreciones y, como Simón se  encargó de leerla antes de dársela a la muchacha, la noticia corrió de boca en boca creando el efecto bola de nieve.
—Por lo visto estuvo embarazada y perdió el niño como resultado de las palizas que le pegaba el griego. ¡Ella se lo ha buscado! —comenta en voz muy alta un muchacho de frente muy estrecha y casi barbilampiño.
—Pues dicen que el padre no quiere salir de su casa y ha intentado suicidarse dos veces —añade otro que está sentado cerca suya, un muchacho de barba de varios días y ojos estrábicos.
—¿¡Sííí...!?
—Eso dicen.
—¡Qué barbaridad! Esa mata al padre, seguro.
—Yo, desde luego, nunca tendré hijas… ¡Para que te salgan como ésta...! Si es niña, la dejo en la puerta de un convento —sentencia la conversación este animal, animal por llamarlo de alguna forma, pues ningún bicho viviente haría eso.

*


Entre los clientes del Coral, hay un grupo de tres chavalas que llaman la atención por su belleza. No son antiguas amigas: salen juntas desde que se conocieron ya mayores y se sintieron unidas por ser las tres muy atractivas. Por donde pasan acaparan las miradas de los hombres y las mujeres; ellas las envidian, ellos las desean. Belén es castaña, alta, muy bien formada y de ojos verdes; Sole es rubia, de ojos azules y curvas abundantes; Valle tiene el pelo y la piel muy morenos, los ojos rajados, buena estatura y un cuerpo también muy atractivo. Las tres son  jovencitas y todavía no han experimentado los cambios que produce la maternidad y, en general, el paso del tiempo. A pesar de salir juntas y ser las tres tan bonitas, de tener esos puntos en común, se distancian en otro que las diferencia y no poco: una se lo cree, las otras dos no. La que se lo cree es Sole, que piensa que por el hecho de ser bonita puede tener a todos los hombres a sus pies y hacerles todos los desplantes y faenas que se le ocurran. No se ha enamorado nunca de verdad ni parece que sea capaz de hacerlo: sólo se quiere a sí misma. Además es intrigante y goza engañando a las otras dos con los muchachos con los que salen, los cuales caen como moscas en la tela de araña. Ella se considera la más bella y tiene que demostrárselo continuamente conquistando la atención de todos los hombres que le gusten un poquito, y los de sus amigas, aunque no le gusten, más aún, pues ganárselos tiene un encanto añadido basado en un sentimiento morboso y  cruel. Entre otras aficiones, posee la de poner pruebas a los hombres que quieren conseguirla, pruebas engorrosas para ellos y cuya superación le produce un extraño placer.
—Si de verdad me quieres, sal mañana con tu novia, conmigo y con un chaval que yo llevaré.
—Pero... no puedo. Mi novia no quiere ni oír hablar de ti. Se ve que alguien le ha ido con el cuento de que me han visto varias veces contigo y está muy celosa.
—Pues, mira: eso es lo que hay. O lo tomas o lo dejas.
—Sole... ¡me pides unas cosas!
El hombre, un pánfilo, cae en la trampa: consiente en hacerse el encontradizo con Sole en el Coral y al día siguiente se presenta con su novia. Esta no se huele nada al principio pero, conforme pasa el tiempo y ve que su novio está sentado junto a Sole y le dedica casi más atención que a ella, empieza a amoscarse y acaba por levantarse e irse hacia su casa con un enfado enorme. Lógico. Al día siguiente tiene una trifulca con su novio que colea durantes varios meses.
Así es Sole. El nombre le va que ni pintado.

*

Adela y Pedro han ajustado ya un precio asequible para volver a Medina escondidos en un barco. Salen al día siguiente, cuando acaben las labores de carga y estibación. Esa noche, aunque Adela le dice a Pedro que puede dormir en la casa, duermen en el hostal, donde él se siente más seguro. Al entrar los ve el recepcionista y los obliga a pagar un suplemento por ella; Pedro, a quien no le sienta nada bien este gasto inesperado, se lo entrega mientras lo piropea en román paladino:
-Ahí tiene usted, ladrón, hijo de puta —le dice con la mejor de sus sonrisas y dando a su voz un tono festivo.
El recepcionista, a quien no le importa ni mucho ni poco lo que le digan mientras le paguen lo que le deben, le contesta con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Adela aguanta la risa como puede.
La habitación es pequeña y sólo contiene una cama, un armario ropero cojo y desvencijado, un bidé y un lavabo. Una ventana pequeñita se abre al puerto y al mar.
—No había pensado en que aquí sólo hay una cama. Yo puedo dormir muy bien en el suelo.
—De eso ni hablar. Debes venir muy cansado del viaje. Te conviene descansar.
—Y tú... ¿dónde duermes?
—Pues en la cama, contigo.
Pedro la mira un momento disimulando su alegría.
—Oye —dice después de una largo silencio de miradas ardientes—. Habría que salir a comprar provisiones para el viaje.
—Es verdad.
—Voy a ir yo solo. No conviene que te vea nadie por la calle, no vaya a ser que alguien te reconozca y tengamos problemas.
—¡Para lo que me conocen! ¡Si el monstruo de Zálasos no me ha dejado salir en todo el tiempo que llevo aquí!
—Da igual. Es mejor que te quedes. Yo volveré rápido. Cierra la puerta y no abras a nadie.
—Descuida.
Se despiden con un beso en la boca largo largo. Pedro baja la escalera con la misma ilusión que un niño.  

*


¡Pobre Pedro, qué bueno es conmigo! Yo sabía que me tenía cariño, pero no tanto como para venir hasta aquí en busca mía. Creo que me conviene poner los pies en el suelo, ser más realista e intentar llevar una relación con él. Yo no lo quiero, le tengo cariño, eso sí, pero nada más; quizá, con el tiempo, llegue a quererlo, eso nunca se sabe. Lo cierto es que ahora está aquí, me quiere, vamos a dormir juntos y yo necesito olvidar al cerdo de Zálasos.
¡Menos mal que me han desaparecido ya los moratones que tenía en la espalda y el culo, de aquel día que le dio por pegarme con el cinturón! ¡Qué hijo de mala madre! ¿Y aquel otro día que llegó muy cariñoso y después le dio por desnudarme y atarme a los hierros de los pies de la cama? Yo lo dejé hacer no sé por qué, por probar algo nuevo sería. Luego fue y me penetró por detrás, haciéndome un daño enorme, y se marchó dejándome atada. Volvió a la media hora con una puta que había encontrado en la calle y se liaron a hacerlo allí, en la cama, justo delante mía. ¡En mi vida me he sentido más humillada! No creo que olvide nunca el mal rato que pasé. De todas formas, tengo que intentarlo. A ver cómo me va con Pedro; seguro que a él no se le ocurriría nunca hacerme una cosa así. Necesito acostarme con él, a ver si puedo olvidar pronto a Zálasos. Ojalá sea buen amante; si no, me va a costar más trabajo conseguirlo.

*

Dentro de lo que cabe, Pedro tiene suerte: a pesar de ser casi las once de la noche encuentra abierta una tienda donde se venden comestibles. Piensa en alimentos que no necesiten una conservación especial y confecciona una lista mental de ellos en la que están comprendidos tabletas de chocolate, frutos secos, cocos y latas de conservas, de atún, sardinas y melocotón en almíbar.
Ya está de vuelta en el hostal. Va muy cargado pero no nota el peso; es feliz. Llama a la puerta de la habitación. Adela le abre la puerta. Se sonríen.

*
  
En el Coral hay mucha gente esta noche. Se está festejando la muerte del verano, algo que apena a la mayoría de la gente pero, como en ciertos entierros de Nueva Orleans, se acompaña con risas y música alegre. La fiesta, celebrada por Ernesto por primera vez hace años, se ha convertido ya en una costumbre, y ningún cliente asiduo falta a esta cita cada 21 de septiembre. La barra está a rebosar, no cabe un alfiler, y los alrededores del bar también. Feliciano, especialmente dicharachero esta noche, no para de servir copas pero lo lleva muy bien, contando chistes y diciendo parpujadas cada dos por tres.
—A ver... ¿quién me ha pedido dos gin-tonics-tonics?
—Nosotros —contestan a la vez dos hombres ya mayores, de los que van al bar buscando aventuras que sazonen un poco su monótona vida matrimonial. Feliciano les pone las copas justo delante suya, y ellos, después de darles un trago para que les quepa más tónica, se vuelven y apoyan la espalda en la barra. Rondarán los cuarenta años y van vestidos con ropa cara.
—Mira esa, que buena está.
—¡Es un bomboncito!
—Pues parece que está sola.
El otro se despega de la barra. Y se le acerca.
—Oye, perdona. Mira, es que estoy ahí con mi amigo —dice señalando al compañero, quien contesta con una inclinación de cabeza—, y, desde que te vimos, estamos discutiendo si eres tú la muchacha que se presentó por Cádiz al concurso de miss España... ¿Serías tan amable de sacarnos de dudas?
Sole, que no es otra la muchacha, se siente muy halagada y sonríe al hombre abiertamente.
—Pues no; pero podía haberme presentado, ¿verdad...?
—Seguro que sí. Hubieras hecho un papel estupendo, de los mejores. Seguro que hubieras ganado.
—¡Quita, quita, charrán!
—¡Qué ojos tienes niña! ¡No te caben en la cara!
Ella, coqueta, se echa el cabello a un lado y lo mira fijamente a los ojos. Luego desvía la mirada para dirigirla al que se ha quedado en la barra. Calibra la posición de los dos, su estado civil, sus ingresos...
—¡Tengo una sed!
—Para mí será un placer invitarte a lo que quieras.
Se acercan a la barra y al compañero.
—Mira, este es Armando. Armando te presento a... ¡Pero si todavía no sé cómo te llamas!
—Sole.
—Encantado, Sole —dice Armando mientras se besan las mejillas.
—Mi nombre es Pepe.
Se besan también.
—¿Qué vas a tomar?
—Un whisky con coca-cola.
—¡Camarero!
El Coral cada vez está más lleno. Hay que subir mucho la voz para hacerse oír.
—Bueno, Armando, tenías tú razón. Sole no es miss Cádiz, pero no me negarás que podría serlo perfectamente.
—Desde luego. Sólo con presentarse al concurso.
—¿A qué os dedicáis?
—Yo tengo un despacho de abogado. Me va muy bien; no me falta nunca la clientela.
—¿Y tú, Armando?
—También soy abogado.
—Entonces, os hacéis la competencia.
—Bueno, sólo a veces, cuando el cliente es de los de postín. También nos pasa con las chicas más bonitas —añade cruzando una mirada de inteligencia con Pepe.
—Vaya dos piezas que estáis hechos. ¿Y las mujeres? ¿Dónde os las habéis dejado?
—¡Si somos solteros!
—¿Solteros con la edad que tenéis? A otro perro con ese hueso: yo no me lo creo.
—¡Que sí, mujer, de verdad!
—Enseñadme las carteras. Seguro que lleváis fotos de vuestros hijos.
Pepe la saca el primero y se la da a Sole. Ella la abre y mira detenidamente su contenido: el D.N.I., tarjetas de visita, varios carnets de entrada a clubs privados y una decena de tarjetas de crédito. Ninguna fotografía. La revisión de la cartera de Armando obtiene un resultado similar.
Les devuelve las carteras y guardan silencio durante unos momentos. El Coral es ya un hervidero humano.

*

—¡Así así, sigue, no pares! ¡Te quiero!
Los cuerpos de Adela y Pedro bailan rumbas en la noche cretense. La luna, casi llena, inunda de plata y reflejos sus pieles bañados en sudor. En la cama, sentados frente a frente, las piernas entrelazadas, las manos se pasean por las nalgas, la espalda y la nuca prodigando caricias firmes pero delicadas; las bocas se buscan, los pechos —muy erguidos— se rozan sin parar. El acoplamiento de los dos amantes produce chispas y un campo magnético en el que no hay cabida para ningún objeto o realidad física; sólo con rozarlo saldría disparado y atravesaría las paredes. Adela y Pedro están al borde del éxtasis. Sólo un escalón, un escalón más y lo habrán conseguido.
Ahora se comen literalmente a besos, besos pequeños y delicados con los que cada uno recorre lento el cuerpo del otro. Son besos de agradecimiento, de reconocimiento, de cariño. Sus labios renuevan los juramentos de amor, las promesas de constancia, de fidelidad... Uno le pone al otro un dedo en la boca para pedirle que se calle, que no siga por ese camino, que no es necesario nada de eso. Es Pedro el que lo hace: algo se está rompiendo dentro de él.
En el exterior, la luna, alta ya en el cielo, ilumina de azul a todas las parejas de la tierra. Pedro tiene lágrimas en los ojos. Allá abajo, cerca del puerto, un barco adornado de luminarias derrocha música por la superficie del mar.
(Continuará).