sábado, 30 de agosto de 2014

Infancia




Vivo
parado en mi infancia
con un ancla que no pesa,
hecha de cristal y nubes,
cosida por los riachuelos
que entonan canciones blancas.

Azules de plata y luz
colorean las vivencias
de una época dorada,
donde la fuente reía
y el manantial no lloraba,
donde el río atravesaba
praderas llenas de flores
y de mañanitas blancas.
Globos azules de tiempo,
caballitos trotadores
y los besos de mi madre
surcaban un Mar de abrazos,
de ilusiones y colores.
Lápices, papeles, luz
y un suelo donde apoyarme:
yo era el más feliz del mundo,
la cara y las manos sucias,
las rodillas desolladas,
corriendo tras mariposas
vestidas de nubes blancas.
Las rodillas de mi abuelo,
llenas de cuentos y andanzas;
sus dos manos de arte y sueños
rodean siempre mi alma.

¿Mi infancia? Mi infancia
es un barco velero
que cabalga olitas blancas.

sábado, 23 de agosto de 2014

Querida Olga






                                     Oviedo, 23 de abril de 1991.

Querida Olga:

Aquí me tienes escribiéndote otra vez, aunque me parece que va a ser la última vez que lo haga. Ya no puedo más.
Nunca pensé que llegara a encontrarme en el punto en el que me encuentro ahora, que llegara a desear olvidar al mundo entero y olvidarte a ti. Los días que llevamos separados por más de quinientos kilómetros, estos días de lejanía a los que tú no te opusiste y que a mí tanto me han costado, me han permitido considerar lo nuestro con más objetividad y, sobre todo, llegar a un grado de desesperación que nunca había sospechado, a un deseo tan grande de desintegrarme o integrarme de forma pasiva en el mundo del ser a secas, de lo no pensante ni sensitivo, que me anima a no pretender otro estado que el que disfruta la roca, un estado de quietud, de paz, de equilibrio, de insensibilidad absoluta.
Tú conoces a la perfección la ilusión que yo sentía cuando te viniste a vivir conmigo. Nunca había compartido con nadie como contigo mi espacio vital más íntimo, mi cama, mi cuarto de baño, mis libros, mis discos, mis fotografías en blanco y negro, mi mundo todo. Desde el principio te desvelé hasta el último rincón de mi existencia anterior, de mis recuerdos más antiguos. Harto de bares, borracheras y relaciones de unas horas, deseaba encontrar una compañera estable, una mujer que se quedara a dormir conmigo todas las noches y a la que le llevara el desayuno a la cama para reponer fuerzas y seguir amándonos con el sol ya alto sobre los tejados de nuestra ciudad de pizarra vieja. Iluso, creía haberla encontrado en ti.
Lo nuestro lo ha matado tu frialdad. Ahora, cuando mi mirada puede repasar desapasionadamente los recuerdos de nuestros primeros encuentros, sólo encuentro abandono y soledad, la misma que si nunca te hubiera tenido a mi lado. Por mi parte, han sido dos años de intentar compartirlo todo, de seguir luchando por conseguir una buena comunicación entre nosotros a pesar de tu indiferencia y tu desapego, síntomas de algo que me negaba a considerar negativo, que intentaba interpretar como lógicas resistencias tuyas a unirte sin reservas a un hombre que aún no conocías bien. Ahora, después de tanto tiempo, no tengo otro remedio que rendirme ante la evidencia: no me quieres ni me has querido nunca, ni siquiera sé si te quieres a ti misma, si tienes algún grado de autoestima, si te guardas algún respeto.
Al principio me gustaba, era excitante, pero luego empecé a extrañarme de tu disponibilidad total, absoluta, las veinticuatro horas, como la de las mujeres de nombres falsos —Katiuska, Karen, Marlén— que buscan clientes en esos anuncios por palabras de los periódicos, esos que están llenos de mentiras sobre el precio, la edad y las medidas del contorno de los pechos. Y lo más curioso es que no pedías nada a cambio. Te quedabas ahí, tendida en la cama o encima de la mesa de la cocina, muda, pasiva, mirándome con tus grandes ojos claros, fijos e inexpresivos, de nórdica trashumante. Nunca, ni una sola vez, me dijiste no, nunca ofreciste ni un mínimo de resistencia o de pícara oposición.
Tampoco quisiste abrazarme nunca, ni darme un beso. Eso sí, ponías tus manos en mis hombros desnudos y ansiosos de caricias, pero las dejabas ahí, quietas, como inmovilizadas por una fuerza invisible. Cuando te besaba, mis labios encontraban unos labios inmóviles y fríos, siempre entreabiertos y disponibles pero distantes, como si estuviesen anhelando unos besos distintos a los míos y se dejaran acariciar por obligación, no por verdadero deseo.
Lo peor de todo es que siento que te sigo queriendo como el primer día, que, aunque haya desistido de obtener una correspondencia de tu parte, sigo deseando el tacto de tu cuerpo y abrir una fisura en el hermetismo de tu alma. El hombre de la tienda me tenía que haber advertido que no eres humana, que eres un objeto de látex sin corazón ni recuerdos. Ya es tarde para lamentarse ni para ir a reclamarle nada.
Tengo una ventana justo enfrente mía, a menos de dos metros. Está abierta y me llama, Olga, sé que me está llamando.


(Esta carta apareció publicada en La voz de la ventana el 4 de mayo de 1991. No tenía firma).