sábado, 31 de agosto de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (IX).


Capítulo 11


Uno de mis amigos preferidos era Luis Ricardo Martínez. Lo conocí cuando yo era ya mayor e iba al colegio. Hoy día no lo veo casi nunca porque vive en Guadalajara, ciudad que frecuento muy poco; no sé si he estado allí una vez, o quizá ninguna, no me acuerdo. Creo que se ha hecho mormón o algo así, decisión que respeto muchísimo.

En el colegio era más conocido como el "Doctor Bacterio". Tenía en su haber la invención de más de veinte complicados artefactos que poseían la gran virtud de no servir absolutamente para nada. Era celebre entre profesores y alumnos, algunos de los cuales —la mayoría— lo consideraban el tonto más grande que habían conocido en su vida. Yo lo defendía porque siempre me he sentido inclinado a ponerme de parte del perseguido y porque veía en él un valor muy positivo y escaso: la creatividad. También era descubridor: había descubierto la "pintura a la mosca", una técnica que, según él, consistía en dejar completa libertad al insecto a la hora de realizar la obra. Eran pinturas de trazado caprichoso e imprevisible que, en su conjunto, resultaban sugerentes y hasta inquietantes. Siempre quise que me descubriera su secreto, cómo podía hacer que las moscas pintaran. Un buen día, después de llevar meses insistiéndole y abrumándole con elogios hacia sus cuadros, me llevó a su casa. Iba a descubrirme su secreto, su fórmula mágica. Luis Ricardo siempre me consideró uno de sus mejores amigos, algo que le agradeceré toda la vida.

Su casa había sido construida en un solar mucho más largo que ancho y acababa en una curiosa sucesión de patios escalonados en sentido ascendente si se consideraban desde el nivel de la calle. A estos patios daban muchas puertas. Abrió una de ellas y entramos en una habitación de techo bajo atiborrada de los más extraños e inútiles objetos del mundo. Había más de cinco aguamaniles que hoy harían las delicias de anticuarios y decoradores posmodernos; con ellos había hecho una especie de escultura turriforme que titulaba Agua que no has de beber... En una esquina tenía su laboratorio de química: una mesa llena de frascos, pibetas, probetas y tubos de ensayo llenos de líquidos y polvos de los colores más variados; años más tarde, en un viaje a Marruecos, me vinieron instantáneamente a la memoria al contemplar los productos de una tienda de especias. En otra de las esquinas se veía un zorro disecado, cadáver destripado que él esperaba poder volver a la vida con algún elixir druídico.  

Mientras me reponía de la sorpresa que me había causado la contemplación de tanto cachivache revuelto, él se preparaba para pintar uno de sus "cuadros a la mosca". Como pude ver, su técnica era muy sencilla. Dispuso en el suelo un papel blanco, grueso y poroso, frascos de tinta de varios colores y, por último, a los artistas: una veintena de moscas metidas en un botecito de cuello estrecho y tapón horadado con una aguja. Los agujeros del tapón son para que no se mueran, me explicó muy serio. Yo, impresionado, guardaba un silencio absoluto. Acto seguido destapó un frasco de tinta azul y, con una habilidad envidiable para cualquier niño moscófobo, sacó uno de los insectos sin dejar que se escapara ninguno de sus congéneres. Luego sumergió al alado Picasso en la tinta y lo soltó en el centro del papel. El animalito empezó a avanzar con mucho trabajo y estuvo dando vueltas pesadamente por el papel hasta que murió de puro cansancio. Luego cogió otra mosca, la mojó en tinta amarilla y la soltó en el mismo lugar que la primera. La trayectoria de esta última fue distinta, como también lo fueron las de las siguientes, resultando al final un cuadro que nada tenía que envidiar a los del Metropolitan de Nueva York. Le puso título: Cabras pastando en un sembrado de coliflores el día del nacimiento de Locomotoro.

Desde ese día profesé por Luis Ricardo una admiración sin límites. Me parecía un genio, una persona de las que nacen cada cien años gracias a una especial conjunción de dotación genética y estímulos externos; no entendía como los demás podían considerarlo un imbécil. 

Empecé a frecuentar su casa. Jugábamos al frontón —a mano y con una pelota “Gorila”—, oíamos música, leíamos tebeos y realizábamos experimentos alucinantes. Las tardes se nos iban sin darnos cuenta, encerrados los dos en su refugio merliniano. Su madre era muy agradable, una mujer morena de muy buen ver y pronta sonrisa. Su afición preferida era el cultivo de flores: rosas de distintos colores, claveles blancos y rojos, margaritas, lilas, tulipanes y alhelíes. Una tarde la encontramos muy preocupada: sus flores sufrían el ataque de una plaga que no había producto capaz de detener. Los que había disponibles en el mercado resultaban inútiles: aquellos insectos —unos bichitos amarillos, pequeñísimos y de muchas patas— parecían resistentes a todo lo inventado hasta entonces. A las flores se las veía cabizbajas, débiles, sin vida. Aunque no le gustaban las plantas —se encontraban siempre en la trayectoria de su balón—, ver a su madre tan preocupada produjo en mi amigo una noble reacción que lo llevó a recluirse en su laboratorio y no parar hasta dar con el insecticida apropiado.

A la mañana siguiente apareció en el colegio con una sonrisa triunfal: había descubierto la fórmula. Cuando salgamos, me dijo en el recreo, vamos a ir a probarla. Las horas pasaron lentas, pesadas, como retardadas por un lastre invisible.

Nada más llegar a su casa, pusimos mano a la obra. Vertimos el insecticida, un líquido pastoso de color verde esmeralda, en el depósito de un nebulizador y rociamos generosamente todas las plantas. Luego nos sentamos a esperar. La madre pasó por allí un par de veces y, extrañada por nuestra inmovilidad y nuestro silencio, nos preguntó ¿Qué hacéis?, pero le respondimos con evasivas para no estropearle la sorpresa.          

Luis Ricardo era siempre muy comunicativo, por eso me extrañó mucho que al día siguiente no me dirigiera la palabra al entrar en el colegio. Llegó el recreo y pude hablarle con tranquilidad. Estaba muy serio, se veía que había llorado. ¿Qué te pasa? ¿No salió bien el experimento?

No pude ir a su casa hasta que pasaron varios meses: todos los insectos habían muerto, sí señor, pero las plantas también. El insecticida era tan efectivo que hubiera matado hasta a un cactus.





Capítulo 12


El día que le había visto la cabeza cuadrada a don Matías, mi maestro en el colegio, llegué a mi casa muy preocupado. Me fui en busca de mi madre, que estaba en la cocina —mi madre siempre estaba cosiendo o en la cocina—, me senté en la mesa donde comíamos, y le dije:

—Mamá: don Matías tiene la cabeza cuadrada.

—¿Qué estás diciendo hijo? Nadie tiene la cabeza cuadrada.

—No le haga usted caso, señora, que este niño tiene muchos pájaros en la cabeza —intervino Isabel, que estaba allí con mi madre.

—Pues yo se la he visto hoy cuadrada, como un dado, pero en grande y con orejas.

Mi madre dejó de ayudar a Isabel, se limpió las manos con un trapo y se sentó a mi lado en la mesa. Luego me pasó la mano por la cabeza, como si me peinara hacia atrás —me encantaba que lo hiciera—, y me dio un beso en la mejilla.

—¡Pero qué imaginación tienes, Andrés, hijo mío!

—No, no mamá; de imaginación nada: yo le he visto hoy la cabeza cuadrada a don Matías. Se la he visto un momento, sólo un momento, pero se la he visto. Estaba hablando de ortografía, tan normal, y de pronto lo miré y seguía hablando de ortografía, pero ahora con la cabeza cuadrada. Cerré los ojos un momento y cuando volví a mirarlo ya no la tenía cuadrada: la tenía apepinada, como siempre, tú sabes.

—¡A ver si es que no ves bien...! —dijo mientras me miraba fijamente a los ojos—. Mañana vamos a ir a ver a don Manuel, el oculista, a que te vea la vista, no vayas a ser que tú también seas miope.

En mi casa todo el mundo era miope, hasta el canario. 

A la mañana siguiente, mientras don Matías aburría a mis compañeros con sus clases de ortografía, mi madre y yo estábamos sentados en la sala de espera de la consulta de don Manuel. No tuvimos que esperar mucho: habíamos ido a su consulta privada, no a la que tiene en la inseguridad social; mi madre creía que lo mío era urgente y no podíamos estar esperando hasta el año 2.004.

—¿Andrés Sánchez? —preguntó una enfermera a todo el mundo y a nadie desde el centro de la sala.

—Somos nosotros —dijo mi madre levantándose.

Aquella consulta no era muy nueva que digamos. Don Manuel la había inaugurado en 1.954 y había renovado muy poco el mobiliario. Las paredes estaban llenas de carteles con filas de letras de distintos tamaños y ojos enormes, llenos de venitas, que te miraban fijamente. Yo intentaba mantener la vista baja porque me cohibían mucho: parecían los ojos de Dios, que lo ven todo. Además de la mesa del doctor y de dos o tres sillas, se veían también varios artefactos extrañísimos, hechos de hierros más o menos retorcidos, que parecían instrumentos de tortura. Yo cada vez me sentía menos animado. Menos mal que el doctor parecía simpático. Sonreía mucho.

—A ver, siéntense. ¿Qué te pasa a ti hijo?

Yo estaba seguro de que aquel hombre no era mi padre, pero, bueno, ya conocen esa costumbre que tienen algunos mayores que se creen muy mayores. Pasé por alto ese detalle y le conté lo de la cabeza de don Matías.

—¿Y no has notado nada más?

A mí aquello ya me parecía suficiente y le dije que no.

—Ahora que caigo —dijo mi madre—, se pone muy cerca para ver la televisión.

—A ver, Andrés, siéntate aquí —dijo el doctor mientras me señalaba un asiento metálico colocado, precisamente, junto a una de aquellas máquinas infernales.

Hice de tripas corazón, fui y me senté. Él, con todo lo grande que era, se sentó al otro lado de aquel artefacto. Yo me sentía muy pequeñito.

—Ahora te voy a poner en los ojos unas gotitas. Escuecen un poco.

Luego de ponerme las gotas, que escocían mucho más de lo que él decía, me sometí a una larga serie de vejaciones oculares que no tengo ganas de recordar y acabé de nuevo sentado junto a mi madre.

—Señora, su hijo es astigmático. Por eso le veía la cabeza cuadrada al maestro.

¡Astigmático! ¡Uf, qué palabra más fea! A mi me gustaba más miope, es más corta y suena mejor. Pero no, era astigmático y no se podía hacer nada.

—¿Y eso es grave? —pregunté muy asustado.

—No, no te vas a morir, tranquilo, pero tendrás que usar gafas para leer y ver la televisión. Es muy corriente que el astigmático se convierta después en miope, así que hazte a la idea de llevar gafas, que tienes para largo.

Lo de miope ya me gustaba más y salí contento de la consulta. Desde entonces, y a pesar de haberme encontrado a mucha gente tan pesada como don Matías, no le he vuelto a ver a nadie la cabeza cuadrada.  

martes, 20 de agosto de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (VIII).


Capítulo 10

 

          Irene demostró desde muy pequeñita una capacidad extraordinaria para caer bien a todo el mundo. No era una niña cualquiera, desde luego. Siempre sonreía y era muy complaciente —se dejaba hacer—, circunstancia que tanto Jaime como yo, sobre todo Jaime, aprovechábamos para hacer virguerías con ella una vez que tuvo autonomía para moverse por sí sola de un lado a otro sin ayuda externa, con estabilidad suficiente para mantener el equilibrio y en posición vertical; desde que aprendió a andar, vamos, como diría el poeta. A estas alturas de nuestra sufrida vida, además, nuestra madre, a pesar de que nuestro padre presuntamente había sido operado de próstata, volvía a estar embarazada, circunstancia que me hizo pensar que aquel día en el coche había oído mal y a mi padre no lo iban a operar de la próstata, sino de un hueso de la espalda, como había dicho Pedro. Esta nueva traición de nuestra madre propició en nosotros una peligrosa afición a las conductas antisociales y autodestructivas, como apedrear gorriones, sacar la lengua al cartero y decir palabrotas. Irene, por su parte, vivía ajena a todo lo que no fuera defenderse de nuestros ataques y obedecer nuestras órdenes. Era tan sumisa que nunca decía que no a cualquier cosa que le propusiéramos. Fue así como la involucramos en nuestras actividades, algunas de ellas francamente peligrosas, cercanas, incluso, a lo que los mayores llaman ilegalidad. (En este punto debo avisar a ciertos lectores, aquéllos especialmente delicados, que la narración de estas actividades puede herir su sensibilidad, por lo que les aconsejo que se salten el resto del capítulo).

Así, un poco sin saber dónde se metía, Irene se enroló en una de nuestras empresas, una de nuestras labores preferidas, un arte que contribuyó a acrecentar nuestra fama por el barrio. Se trataba de la elaboración de “ensaimadas fogosas”, productos artesanales donde los haya. Como en las épocas más primitivas de la civilización, aún antes de inventarse el hacha de sílex, en el proceso de fabricación de la ensaimada, sobre todo en la primera parte, no intervenía máquina alguna: la ensaimada, vulgo zurullo —palabra de etimología incierta pero de uso muy extendido—, era el resultado de la labor directa del hombre, del niño en este caso.

Sólo podíamos fabricarlas cuando alguno notaba que necesitaba ir al cuarto de baño para evacuar el vientre. Siempre que nos avisara con tiempo, nos íbamos a la calle, elegíamos una casa donde viviera poca gente —así disminuían las posibilidades de que nos pillaran con el culo al aire— y, después de apostarnos varios para vigilar la calle y aplicar el oído a la puerta de la casa en cuestión —pues la elaboración del producto debía realizarse sin interrupción alguna—, el que estaba a punto se bajaba los pantalones y depositaba la ensaimada en el suelo del zaguán, siempre cerca de la puerta de la casa. Ahí acababa la parte más artesanal. Luego se limpiaba con el papel higiénico de la época, de la marca “El Elefante” —un prodigio de diseño, elegancia y suavidad—, y dejaba la ensaimada cubierta con varios pliegos de periódicos, normalmente del ABC o de la Hoja del Lunes, objetos altamente combustibles y fáciles de conseguir. A veces, el uso de papeles escritos acarreaba problemas de sincronización, pues yo tenía un amigo que ya sabía leer y se entretenía echándoles un vistazo:

—Fijaos lo que pone aquí: “Consigna de Johnson: ganar la guerra de Vietnam en 1967”. ¡Eso es el año que viene!

—Pero qué listo nos ha salido… ¡Venga hombre, que un día nos van a pillar!

Acto seguido depositaba sobre el zurullo, o ensaimada, aquel depósito de noticias y prendía fuego a los pliegos; instantes después, cuando veía que la llama se había consolidado, llamaba con fuerza a la puerta de la casa. Una vez completada la operación, salíamos corriendo y nos quedábamos cerca para comprobar el resultado. Al momento, alguien que casi siempre iba con babuchas de andar por casa, abría la puerta, gritaba ¡Fuego! ¡Fuego! y apagaba la ensaimada a pisotones. Aquellas hazañas despertaron en el vecindario un profundo amor hacia nuestras pequeñas personas. Éramos famosos: nos pedían autógrafos todos los días.

No sé si se debió a esta actividad nuestra, o al compadreo que estábamos adquiriendo con las mujeres que pedían fuego a los hombres en la Alameda, o a todo un poco, pero más o menos por entonces mis padres empezaron a hablar de mudarnos a otro barrio, algo que realizamos unos meses después. Pero ya hablaremos de eso más adelante.

Otra de nuestras especialidades era coger las bolas de la mesa de billar y tirarlas desde la terraza, que estaba a una altura equivalente a un cuarto piso. Las bolas, hechas de un material durísimo, botaban en los adoquines de la calle y luego seguían una trayectoria imprevisible de la que no se podía excluir ningún resultado: parabrisas de coches rotos, ventanas destrozadas, personas hospitalizadas con traumatismos cráneo-encefálicos… Algunos días, para variar un poco y no convertir nuestros juegos en algo rutinario, descolgábamos el espejo del cuarto de baño, de cuarenta por sesenta, y nos íbamos con él a la terraza. Desde allí, ayudados por la luz del sol, hacíamos señales a los peatones y a los conductores, algunos de los cuales recibían nuestro saludo con tanta alegría que acababan regalándonos con inesperadas y variopintas maniobras, las cuales solían tener como resultado el empotramiento del vehículo en un escaparate o su frenado gracias al apoyo desinteresado que le ofrecía otro vehículo que estaba aparcado. Curioso, ¿verdad? ¡Desde luego, el carnet de conducir se lo dan a cualquiera, qué barbaridad! Afortunadamente existían las terrazas y los tejados de las casas vecinas, lugares por los que podíamos huir y en los que podíamos escondernos para evitar las muestras de agradecimiento de los conductores, sobre todo de los taxistas. A mí, desde luego, nunca me ha gustado que me besuquee un extraño… ¡Qué asco!

Justo tres casas más allá de la nuestra vivía un artista. Era un hombre aún joven que se dedicaba a escribir, a pintar y a tocar el piano. Al menos, eso decía la gente. Yo sólo sé que aporreaba el piano de vez en cuando. Vivía solo y tenía una terraza, una gran terraza, que quedaba dos o tres metros por debajo del tejado de la casa de al lado, tejado que cumplía varias funciones, pues era una de nuestras vías de escape y uno de nuestros lugares de reunión y de observación del territorio. En verano, aquel hombre se pasaba el día en bolingas, así, como su madre lo trajo al mundo, aunque un poco más crecidito y con más pelo. Durante uno de aquellos veranos interminables empezó a recibir las visitas de una morena que era para verla: estaba para mojar en ella, vamos. A ella le gustaba tomar el sol en la terraza. Se tendía en una de las tumbonas vestida sólo con un bikini y —aquí viene lo mejor— se quitaba la parte de arriba, dejando a la vista, a nuestra vista, unos pechos enormes. Nosotros nos quedábamos durante un rato observándola mientras conteníamos la respiración para no hacer ruido. A Manuel Benítez, un amigo de Jaime, hubo que llevarlo un día de aquéllos al oculista: se había quedado bizco.

Así, tomando parte en acciones reales y gracias al entrenamiento al que la sometíamos, Irene, en muy poco tiempo, se convirtió en una más de la banda, capaz de arriesgar la libertad, y aun la programación infantil —Valentina, Locomotora y el Capitán Tan—, por cualquiera de sus miembros. El otro día, precisamente viendo un reportaje sobre las manadas de monos que hacen la vida imposible a los habitantes de las afueras de ciertas ciudades de la India, me acordé de nuestra banda, hoy día desaparecida por exigencias del guión de la vida. Hay que crecer.  

viernes, 16 de agosto de 2013

Artículo de ficción: Rafael Sánchez Ortega y la "Pintura del Segundo".


A mi abuelo Juan.



Entre los pintores que integraban el grupo malagueño de últimos del XIX, aquel en el que se contaban artistas de la valía de un José Ruiz y Blasco —padre de Picasso— o un Juan Rodríguez Robles  —incansable perseguidor de la luz mediterránea—, se encontraba Rafael Sánchez Ortega. De forma contraria a los otros, hasta ahora no había pasado con letras mayúsculas a la Historia del Arte, algo muy lamentable para todos los aficionados a la pintura, como luego veremos. Las razones de la pérdida de la memoria de su obra y, por lo tanto, de su nombre, deben ser varias. La primera podría estar en su personalidad. Poseía un rasgo que puede considerarse excepcional en el mundo de los artistas: la humildad. Según se desprende del contenido de las cartas de aquellas personas que lo trataron más íntimamente —sobre todos, su mujer y sus dos hijas—, nadie le oyó decir nunca que su obra fuese valiosa; muy al contrario, tenían que animarlo para que siguiese trabajando, pues, ante la indiferencia o la aversión que provocaban sus cuadros, él solía venirse abajo, tirar los pinceles y jurar que no volvería a pintar en su vida. Muy al contrario de personas como Salvador Dalí, que incluso decía ser descendiente de los dioses —resulta difícil oír una necedad mayor—, la vanidad no se encontraba entre sus defectos. Además, siempre le importó un comino el mercado del arte: el era un artista puro, de los que viven únicamente para su obra sin tener en cuenta cuáles son las tendencias mercantiles, de qué tipo de obras hay más demanda, qué se vende más en definitiva.

La principal característica de la obra de Sánchez Ortega, la que propició la incomprensión de sus contemporáneos, fue su temática obsesiva, única: la montaña donde se levantan las ruinas de la Alcazaba y el Castillo de Gibralfaro vista desde el puerto. En el catálogo de sus obras, publicado en 2009 por el valenciano Pedro Ganivet Espriú, pintor mediocre y excelente crítico de arte, figuran 832 cuadros, 828 de los cuales recogen dicha montaña; los cuatro restantes son los retratos de su mujer y de sus dos hijas y una vista nocturna de una calle del barrio del Perchel.

En cuanto a su lenguaje pictórico, resulta de una continuidad realmente extraordinaria. Al contrario de lo que cabe esperar de cualquier creador, sus obras no pueden clasificarse por periodos: todas sin excepción son impresionistas, de ahí quizá su obsesión por plasmar la apariencia de ese paisaje que tanto le gustaba en cualquier momento del día. Consciente como era de la imposibilidad de captar un único momento de lo que veían sus ojos, pues en el tiempo que le llevaba pintar el cuadro en cuestión la luz cambiaba —no paraba de hacerlo—, se empeñó en conseguir la luz y la apariencia del instante, de un modo parecido a como lo intentan —y de hecho, lo consiguen más fácilmente—, los fotógrafos. De ahí el número de cuadros que pintó sobre el mismo tema, aunque, como podemos leer en uno de sus diarios, —anotados y editados por Ganivet Espriú junto con otros textos bajo el título Sánchez Ortega: un impresionista "avant la lettre" (Ayuntamiento de Málaga, 1990)—, a él le pareció siempre insuficiente:

"Hoy he estado calculando el número de cuadros que tendría que pintar para conseguir captar la apariencia aproximada de la montaña de mi corazón: 86.400. Creo que me voy quedar muy corto. No me daría tiempo a hacerlo aunque viviera trescientos años". (Pág. 81).

No se equivocaba. La empresa que se había propuesto era colosal, estaba muy por encima de las posibilidades de cualquier persona, y aun de un equipo de pintores. Los títulos de los cuadros nos pueden dar una idea de la complejidad de su objetivo. Por ejemplo: Montaña de mi corazón. 9 de abril de 1899. 5 horas, 33 minutos, 15 segundos. Luna llena. Cielo despejado. O también: Montaña de mi corazón. 23 de octubre de 1901. 16 horas, 57 minutos, 3 segundos. Nubes bajas y plomizas.

Afortunadamente, nos han llegado testimonios de algunos de los contemporáneos suyos que lo vieron trabajar. Suelen ser observaciones dictadas por la sorpresa, la admiración y, muy a menudo, la incomprensión:


            "Este Sánchez Ortega del que te hablé en mi carta anterior es un pintor de lo más extravagante. Para mí que se ha propuesto lograr algo imposible: captar la apariencia de las cosas segundo a segundo. Siempre coloca el caballete en el mismo sitio, un punto concreto del muelle que hay junto a la Plaza de la Marina, a menos de un metro del mar, justo al lado de la proa de los grandes barcos. Como lleva tantos años haciéndolo y demuestra ser una persona tan callada y tenaz, todos respetan su lugar, que procuran dejar libre las veinticuatro horas del día, pues resulta impredecible el momento en el que va a aparecer, va a plantar su caballete y se va a poner a pintar a la velocidad del rayo."
(Carta de Antonio Recio Alcoba a Juan Rodríguez Jurado. 6 de mayo de 1909. Editada por Ganivet Espriú en Op. Cit, pág. 183) 

Me consta, por los testimonios que recoge Ganivet en su libro, que, al final de su vida, Sánchez Ortega había conseguido una técnica tan depurada que sólo con tres pinceladas sueltas y definitivas conseguía captar la apariencia del instante. En mi opinión, y en la de los pocos aficionados al arte que hasta ahora lo conocían, era un genio. De otra forma no podría entenderse que sus primeros cuadros, pintados en 1870, fueran ya claramente impresionistas. Si tenemos en cuenta que jamás salió de Málaga y que la primera exposición colectiva que realizaron en París Monet, Pissarro, Renoir, Sisley y Morisot, aquella en la que Monet presentó la obra que serviría para denominar la nueva corriente —Impresión: amanecer—, fue en 1874, no podemos dudar ni un momento de que nos hallamos ante uno de los grandes descubridores de la pintura de todos los tiempos. Por otra parte, exceptuando a Ganivet Espriú, hasta ahora nadie había hecho hincapié en la influencia que ejerció sobre Pablo Ruiz Picasso de niño, que lo conoció e incluso lo acompañaba a menudo a pintar al muelle, amistad que se truncó con el traslado de la familia de Picasso a La Coruña en 1891.

Por todas esta razones, creo que ya va siendo hora de que empecemos a recuperar a su obra del olvido, a reconocer sus indudables méritos y a colocar a Sánchez Ortega en el lugar que le corresponde, al mismo nivel de los grandes revolucionarios de las artes plásticas de finales del XIX y principios del XX.

lunes, 5 de agosto de 2013

A propósito de Andresito.


Ahora que estamos reunidos, querido lector, sentados ambos en un lugar adecuado — donde nadie nos moleste—, he de confesarle que he llegado a una conclusión: le debo una disculpa. Y como le debo una disculpa se la voy a dar, aunque, eso sí, siempre que usted esté dispuesto a recibirla y yo esté dispuesto a dársela, punto este último que creo haber dejado ya claro. Sin embargo lo dicho, no sé si usted está dispuesto a recibirla pero, por si acaso, y como le debo una explicación, se la voy a dar.

          Se trata de la autoría de las memorias de Andresito. Algunos de los lectores de dichas memorias, y espero que usted se cuente entre ellos porque, en caso contrario, no sé qué hace leyendo esto —más que nada porque no va a saber bien de qué estamos hablando—, han dado como cosa segura y cierta que el autor de esas páginas era yo mismo, Víctor Espuny, pero, y aquí empieza a vislumbrarse el motivo de la explicación que le debo, y que le voy a dar (¡ya se me coló otra vez Pepe Isbert!), eso no es así. Me explico. Hace unos meses, y a la vieja usanza, por correo postal, recibí un sobre tamaño A4 que abultaba y pesaba bastante. En el remite figuraba sólo la palabra “Andresito”. Lo miré al trasluz, lo sopesé despacio, comprobé que no contenía ningún objeto extraño o potencialmente peligroso —operación esta última provocada por la sicosis generada por el envío de cartas bomba— y, por último, cogí el abrecartas fabricado en Toledo que alguien que me quiere bien me regaló no hace ahora ni veinte años y lo abrí sin más. El sobre, como ya supondrá el lector, contenía una treintena larga de páginas encabezadas por una donde se leía: Memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo. Justo cuando me disponía a comenzar su lectura, llamaron a la puerta de mi casa, pero no al portero automático sino al timbre de la puerta misma. Acostumbrado como estoy a estas interrupciones —tengo un vecino aquejado de hipersociabilidad—, me encaminé hacia la puerta llevando un platito de sal, otro de harina y otro con unos dientes de ajo, los ingredientes culinarios que más veces han sido objeto de demanda por los vecinos hipersociales, personas —dicho sea de paso— tan queridas como otras cualesquiera sino fuera por la habilidad que poseen para romper la concentración e interrumpir el trabajo de uno. El caso de este vecino en cuestión raya en lo patológico, porque hace seis meses que se mudó al 6º D, el piso frontero al mío, y todavía sigue viniendo una vez a la semana a pedir alguno de estos ingredientes. Abrí la puerta. 

          —¡Buenas vecino! —me dijo con su simpatía habitual, que eso no se lo quita nadie—. Venía por un poquito de sal…

          —Aquí tiene —le dije entregándole también la harina y los dientes de ajo—; y ahora, si me disculpa…

          Cerré la puerta, quizá con demasiada prisa, y lo observe por la mirilla. Se quedó durante unos segundos plantado delante de la puerta, miró los tres platitos, sonrió y volvió a su casa.

          Ya solo, y sin interrupciones previsibles a la vista, me enfrasqué en la lectura de aquellas páginas. Obviamente no estaban escritas por un Premio Nobel, ni por un Goncourt, ni un Planeta, ni siquiera por el segundo clasificado en el III Premio de Narrativa Breve de Villanueva de los Nabos, pero, la verdad, fueron capaces de mantener mi atención durante la lectura y me hicieron reír un par de veces, razón esta última de que viese con buenos ojos estos textos de Andresito, pues debo reconocerle, estimada lectora, que padezco una clara inclinación por los textos humorísticos. Así pues, y sin encomendarme a Dios ni al Diablo, llevado por la ridícula ambición que poseen casi todos los escritores aficionados, decidí publicarlos con mi firma, atrevimiento que, desde hace unos meses, desde que inicié su publicación, me ha venido costando no pocos sinsabores en forma de escrúpulo de conciencia, un dolor moral que me ha impedido dormir y comer como es debido. Como resultado de todo ello, y cuando ya estoy empezando a padecer claros síntomas de una úlcera de estómago, he decido, por fin, darle a usted esta explicación, una explicación que le debía y que no podía dejar de darle porque se la debo, no por otra razón.

          Además, la cosa no queda aquí. Hay algo más: la inconstancia de Andresito. En un papelito de menor tamaño que acompañaba las páginas pertenecientes al relato, leí un texto manuscrito —de letra clara, fácilmente legible— en el que Andresito aseguraba hallarse en el proceso de redacción de otros capítulos, textos que me iría mandando puntualmente todos los meses. He aquí, sin embargo, que después de varios meses sin tener noticias suyas, lo único que me ha mandado es una postal. Llegó está mañana, 5 de agosto. El anverso es la siguiente fotografía 


y el reverso una serie de observaciones sobre lo bien que le van las cosas, lo a gusto que está en la Costa Brava y las pocas ganas que tiene de ponerse a trabajar. ¡En fin…!

          Así pues, y tal como están las cosas, no puedo garantizarle que la serie de textos de Andresito vaya a tener continuidad. Esperemos que sí. En cuanto al tema de la autoría, y dado que el verdadero autor no se ha quejado lo más mínimo, en caso de que vuelva a mandarme capítulos de sus memorias pienso seguir publicándolos tal y como venía haciéndolo hasta ahora. Me temo que Andresito se encuentra tan instalado en la ociosidad vacacional, tan ocupado, quizá, en leer novelitas de Corín Tellado y en preparar paellas, que ha optado por mandar sus textos para que alguien los publique porque él no encuentra el momento de hacerlo, pobrecito, tan ocupado como parece estar, y prefiere que otro se ocupe de esa tarea aunque sea a cambio de perder su autoría.

          Cruzo los dedos para que después de haber leído estas líneas, si es que lo hace —espero que sí, aunque no me consta que conozca este blog—, Andresito considere oportuno y conveniente seguir mandándonos sus textos. Más que nada por usted, lector. Por mi parte, ya he cumplido con lo que consideraba una obligación ética. Ahora espero volver a dormir y a comer con normalidad, a ver si así recupero todos los kilos que he perdido durante estos meses.