Volvió a ocurrir
algo que nos hizo olvidar nuestras preocupaciones digamos secundarias y fijar
la atención en algo más importante que la escasez de lectura, circunstancia que
ya remediábamos cogiéndoles de tapadillo los libros a nuestros hermanos y
hermanas mayores: el proceso que se estaba llevando a cabo en el vientre de
nuestra madre, y que debía acabar con el nacimiento de un nuevo integrante de la
familia, llegó a su fin una mañana de junio. Ya en la clínica, lugar al que no
nos dejaron entrar hasta que nuestro padre habló con el celador y consiguió
convencerlo de que Jaime no iba a romper nada, asistimos —yo divertido y Jaime
estupefacto— a la primera toma de la nueva hermana, una especie de niña pequeñita,
sonrosada y encantadora, pues lloraba muy poco, sólo cuando tenía hambre y en
voz muy bajita. Jaime, de puntillas y agarrado al borde de la cunita, la miraba
muy serio, y todos nosotros, sentados o en pie, mirábamos a Jaime también muy
serios, pues sus actos subsiguientes podían tener consecuencias muy negativas
para la salud de la hermanita. Se oía perfectamente el vuelo de una mosca que
se había colado en la habitación burlando todos los controles sanitarios. Mi
madre, con intención de arreglar un poco las cosas, lo llamó para que se le acercara,
y Jaime caminó hacia la cama los pocos pasos que lo separaban de ella sin darle
la espalda a la cunita. Mi padre, un hombre alto y fuerte, lo cogió en brazos y
lo puso en el regazo de mi madre, que había tenido un parto muy fácil y ya
estaba sentada y sin rastro de sufrimiento en la cara.
—¡Ven aquí, mi chiquitín!
Jaime, por supuesto, se dejó acariciar mientras todos
los demás lo mirábamos envidiosos pero comprensivos, admirados, además, por la
sagacidad e inteligencia de nuestra madre. Lo peor era que seguía callado y con
la vista fija en la hermanita, que dormía plácidamente después de la toma.
Pedro se aproximó a la pareja.
—¡Enchufao! —le dijo cariñosamente mientras le
alborotaba los pelos, que siempre los tenía de punta, como si estuvieran
cargados de electricidad.
Pero Jaime ni se inmutó. No hablaba, no se movía, ni
siquiera pestañeaba. Sólo miraba fijamente a la hermanita.
Sole, que hasta entonces se había mantenido en un
discreto segundo plano, se acercó a la cunita y, sin agacharse lo más mínimo y
con cara de superioridad, dijo despreciativa:
—¡Aaaaaaaaah! ¡Qué niña más fea! ¡Todavía es más fea
que Jaime cuando nació!
Tampoco reaccionó Jaime a esta insultante alusión a su
persona, más hiriente si cabe al venir de Sole. Esta falta de reacción acabó de
dejarnos a todos seriamente preocupados por el estado emocional de nuestro
hermano y por la salud de la hermanita, que en los próximos meses iba a estar,
con toda seguridad, en serio peligro.
Chica, siempre tan maternal y femenina a la manera
tradicional, miraba a la niña con arrobo y ganas de cogerla en brazos.
—¡Qué cosa más chiquita! —pensó en voz alta—. ¿Cuánto
ha pesado, mamá?
—Un kilo novecientos.
—¡Qué poquito!
—Sí, no es mucho, pero está sana y parece muy buena, y
vosotros, todos los hermanos, la vais a cuidar.
Todos miramos a Jaime, quien, por fin, dio señales de
inteligencia. Se deshizo del abrazo de muestra madre, descendió de la cama, y,
tras pedirle a nuestro padre que lo levantara del suelo, le dio a la nueva
hermanita un beso en la frente. No era tan malo el puñetero, pero le gustaba
hacérselo para tenernos en vilo.
.
Capítulo 9
Ya éramos siete
hermanos, un número que para algunas personas es tan simpático y propicio que
buscan siempre boletos de lotería que acaben en ese número. A nosotros, desde luego,
nos trajo suerte: nuestra familia, una vez superada la prueba de la aceptación
de la nueva hermana por parte de Jaime, navegó con viento favorable.
La fama de Jaime
crecía sin parar. Venían a verlo y a medir sus fuerzas con él niños de la Macarena , de Santa Clara,
de San Lorenzo, incluso de San Jerónimo, y ninguno fue nunca capaz de vencerlo
en competiciones de fuerza, reflejos o habilidades, fueran las que fuesen. Se
le podía ver en el centro de la Alameda, a cualquier hora del día, saltando,
corriendo, echando pulsitos, jugando al pincho, al teje, al trompo, a lo que
fuese: no tenía rival, era así el muchacho. A la caída de la tarde, llegaban
unas mujeres solitarias de tacones muy altos y faldas muy cortas que se
paseaban por las aceras y pedían fuego a los hombres que pasaban. Algunas de
ellas se fijaban también en él y se le acercaban para desordenarle los pelos de
la coronilla, que ya de por sí los tenía bastante desordenados y siempre de
punta. Y él, que no les llegaba siquiera a la cintura, se echaba el pelo del
flequillo para atrás, las miraba a los ojos y les decía que eran muy bonitas,
algo a lo que parecían no estar acostumbradas. Le cogieron tanto cariño que
casi todas se hicieron amigas de él y lo llamaban por su nombre. Él les decía:
—No temáis, aquí está Jaime para protegeros.
Pero ellas, riéndose y dándole besos, le decían que ya
tenían protector, algo que parecía mentira porque siempre estaban solas: si
aparecía el hombre al que llamaban su protector era para quitarles el dinero
que habían ganado pidiendo fuego a los hombres que pasaban y, a veces, para
pegarles una torta. Esto sacaba a Jaime de sus casillas. Varias veces se
enfrentó a aquellos hombres malencarados, bien vestidos y de mirada atravesada
que no parecían tener otra ocupación que maltratar a aquellas mujeres tan
cariñosas. La cosa nunca llegaba a mayores porque lo veían como un niño pequeño
y no como lo que era en realidad: el campeón de los campeones y, además, una
especie de hijo adoptivo de todas aquellas mujeres que parecían no tener hijos,
o tenerlos escondidos, o enfermos, o muertecitos. De esta forma, Jaime pasó a
ser el niño que tenía más madres de toda Sevilla, circunstancia que hacía que
todos los demás, yo el primero, lo envidiáramos mucho. Yo no entendía muy bien
qué le veían todas aquellas mujeres, pues Jaime era lo más parecido a un
marciano peludo que pueda imaginarse, pero así son a veces las cosas,
inexplicables.
A la nueva hermana le pusimos el nombre de Irene. Su
nombre fue elegido por votación popular entre los ocho miembros restantes de la
familia y se impuso a otros más corrientes pero igual de positivos, como
Beatriz o Eva. Por supuesto, Dolores, Angustias, Martirio y otros similares no
tuvieron ninguna aceptación. Ya Sole tenía uno poco agradable y, como estábamos
sugiriendo nombres, Jaime propuso cambiárselo por Reunión, propuesta que Sole
rechazó de plano por parecerle una palabrota. Le decía:
—A ver, listo, ¿cuándo has visto tú a alguien que se
llame así?
—¡Que no lo haya visto no significa que no pueda
verlo!
—Cuando tú tengas hijos les pones lo que se te ocurra,
pero a mí no me cambia el nombre nadie, y menos para ponerme… Reuuunión. ¡Será
posible! Mamá, este niño, además de feo, es imbécil, de verdad.
Y Jaime gritaba:
—¡Reunióóón!
¡Reunióóón! ¡Reunióóón!
Irene, mientras tanto, ajena a todo ese bullicio, dormía en
su cunita con una paz que sólo puede haber nacido en el principio de los
tiempos, cuando la vida era un continuo amanecer en el que aún no existía nada,
ni siquiera la palabra.
FIN de la primera temporada.