viernes, 16 de agosto de 2013

Artículo de ficción: Rafael Sánchez Ortega y la "Pintura del Segundo".


A mi abuelo Juan.



Entre los pintores que integraban el grupo malagueño de últimos del XIX, aquel en el que se contaban artistas de la valía de un José Ruiz y Blasco —padre de Picasso— o un Juan Rodríguez Robles  —incansable perseguidor de la luz mediterránea—, se encontraba Rafael Sánchez Ortega. De forma contraria a los otros, hasta ahora no había pasado con letras mayúsculas a la Historia del Arte, algo muy lamentable para todos los aficionados a la pintura, como luego veremos. Las razones de la pérdida de la memoria de su obra y, por lo tanto, de su nombre, deben ser varias. La primera podría estar en su personalidad. Poseía un rasgo que puede considerarse excepcional en el mundo de los artistas: la humildad. Según se desprende del contenido de las cartas de aquellas personas que lo trataron más íntimamente —sobre todos, su mujer y sus dos hijas—, nadie le oyó decir nunca que su obra fuese valiosa; muy al contrario, tenían que animarlo para que siguiese trabajando, pues, ante la indiferencia o la aversión que provocaban sus cuadros, él solía venirse abajo, tirar los pinceles y jurar que no volvería a pintar en su vida. Muy al contrario de personas como Salvador Dalí, que incluso decía ser descendiente de los dioses —resulta difícil oír una necedad mayor—, la vanidad no se encontraba entre sus defectos. Además, siempre le importó un comino el mercado del arte: el era un artista puro, de los que viven únicamente para su obra sin tener en cuenta cuáles son las tendencias mercantiles, de qué tipo de obras hay más demanda, qué se vende más en definitiva.

La principal característica de la obra de Sánchez Ortega, la que propició la incomprensión de sus contemporáneos, fue su temática obsesiva, única: la montaña donde se levantan las ruinas de la Alcazaba y el Castillo de Gibralfaro vista desde el puerto. En el catálogo de sus obras, publicado en 2009 por el valenciano Pedro Ganivet Espriú, pintor mediocre y excelente crítico de arte, figuran 832 cuadros, 828 de los cuales recogen dicha montaña; los cuatro restantes son los retratos de su mujer y de sus dos hijas y una vista nocturna de una calle del barrio del Perchel.

En cuanto a su lenguaje pictórico, resulta de una continuidad realmente extraordinaria. Al contrario de lo que cabe esperar de cualquier creador, sus obras no pueden clasificarse por periodos: todas sin excepción son impresionistas, de ahí quizá su obsesión por plasmar la apariencia de ese paisaje que tanto le gustaba en cualquier momento del día. Consciente como era de la imposibilidad de captar un único momento de lo que veían sus ojos, pues en el tiempo que le llevaba pintar el cuadro en cuestión la luz cambiaba —no paraba de hacerlo—, se empeñó en conseguir la luz y la apariencia del instante, de un modo parecido a como lo intentan —y de hecho, lo consiguen más fácilmente—, los fotógrafos. De ahí el número de cuadros que pintó sobre el mismo tema, aunque, como podemos leer en uno de sus diarios, —anotados y editados por Ganivet Espriú junto con otros textos bajo el título Sánchez Ortega: un impresionista "avant la lettre" (Ayuntamiento de Málaga, 1990)—, a él le pareció siempre insuficiente:

"Hoy he estado calculando el número de cuadros que tendría que pintar para conseguir captar la apariencia aproximada de la montaña de mi corazón: 86.400. Creo que me voy quedar muy corto. No me daría tiempo a hacerlo aunque viviera trescientos años". (Pág. 81).

No se equivocaba. La empresa que se había propuesto era colosal, estaba muy por encima de las posibilidades de cualquier persona, y aun de un equipo de pintores. Los títulos de los cuadros nos pueden dar una idea de la complejidad de su objetivo. Por ejemplo: Montaña de mi corazón. 9 de abril de 1899. 5 horas, 33 minutos, 15 segundos. Luna llena. Cielo despejado. O también: Montaña de mi corazón. 23 de octubre de 1901. 16 horas, 57 minutos, 3 segundos. Nubes bajas y plomizas.

Afortunadamente, nos han llegado testimonios de algunos de los contemporáneos suyos que lo vieron trabajar. Suelen ser observaciones dictadas por la sorpresa, la admiración y, muy a menudo, la incomprensión:


            "Este Sánchez Ortega del que te hablé en mi carta anterior es un pintor de lo más extravagante. Para mí que se ha propuesto lograr algo imposible: captar la apariencia de las cosas segundo a segundo. Siempre coloca el caballete en el mismo sitio, un punto concreto del muelle que hay junto a la Plaza de la Marina, a menos de un metro del mar, justo al lado de la proa de los grandes barcos. Como lleva tantos años haciéndolo y demuestra ser una persona tan callada y tenaz, todos respetan su lugar, que procuran dejar libre las veinticuatro horas del día, pues resulta impredecible el momento en el que va a aparecer, va a plantar su caballete y se va a poner a pintar a la velocidad del rayo."
(Carta de Antonio Recio Alcoba a Juan Rodríguez Jurado. 6 de mayo de 1909. Editada por Ganivet Espriú en Op. Cit, pág. 183) 

Me consta, por los testimonios que recoge Ganivet en su libro, que, al final de su vida, Sánchez Ortega había conseguido una técnica tan depurada que sólo con tres pinceladas sueltas y definitivas conseguía captar la apariencia del instante. En mi opinión, y en la de los pocos aficionados al arte que hasta ahora lo conocían, era un genio. De otra forma no podría entenderse que sus primeros cuadros, pintados en 1870, fueran ya claramente impresionistas. Si tenemos en cuenta que jamás salió de Málaga y que la primera exposición colectiva que realizaron en París Monet, Pissarro, Renoir, Sisley y Morisot, aquella en la que Monet presentó la obra que serviría para denominar la nueva corriente —Impresión: amanecer—, fue en 1874, no podemos dudar ni un momento de que nos hallamos ante uno de los grandes descubridores de la pintura de todos los tiempos. Por otra parte, exceptuando a Ganivet Espriú, hasta ahora nadie había hecho hincapié en la influencia que ejerció sobre Pablo Ruiz Picasso de niño, que lo conoció e incluso lo acompañaba a menudo a pintar al muelle, amistad que se truncó con el traslado de la familia de Picasso a La Coruña en 1891.

Por todas esta razones, creo que ya va siendo hora de que empecemos a recuperar a su obra del olvido, a reconocer sus indudables méritos y a colocar a Sánchez Ortega en el lugar que le corresponde, al mismo nivel de los grandes revolucionarios de las artes plásticas de finales del XIX y principios del XX.

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