lunes, 29 de julio de 2013

1977: pasión adolescente.


A Carlos Álvarez-Nóvoa Sánchez,

con toda mi gratitud.

 

 


 


            —... , pero no creáis que le resultó fácil poder superar todos los obstáculos; alguno de ellos, como la insensibilidad de la mayoría de las personas que había conocido hasta entonces, era una carga muy difícil de sobrellevar.

            Justo en ese momento sonó la campana que indicaba el final de la clase.

            —Hemos acabado por hoy.

            Había terminado la última clase de literatura de la semana; ahora tendría que esperar hasta el lunes para volver a dejarme envolver por aquella voz profunda, cálida y llena de matices expresivos. Escucharla era una de las dos razones de mi asistencia casi diaria a las clases de 2º de B.U.P.; la otra, encontrarme con Eva en el recreo y perdernos juntos en algún rincón oscuro, donde nos besábamos como si no existiesen otros labios en el mundo.

            Me quedé sentado mientras veía cómo lo rodeaban más de la mitad de las niñas de la clase con la intención de "aclarar dudas". Su cabello rizado, canoso y peinado hacia atrás, su nariz aguileña, sus ojos, de mirada franca, sobresalían por encima de las cabezas de aquellas mujeres dudosas, que se pasaban la clase intentando atraer su atención. Para ello usaban las armas que tenían más a mano: cambiaban la posición de sus cabellos, adoptaban posturas que consideraban infalibles, suspiraban discretamente... Anabel, una muchacha de vaqueros ajustados especialista en repetir cursos y en dibujar parejas haciendo el amor, era la más descarada. Apoyaba la barbilla en la palma de la mano derecha y se quedaba mirándolo con ojos soñadores y llenos de sumisión. Suspiraba con fuerza. Al rato hacía una pregunta, a la que él respondía con su amabilidad habitual, y luego volvía a mirarlo fijamente, volvía a suspirar...  Todos sabíamos que él mantenía una firme relación con la profesora de música, una gaditana de ojos teatrales, parecidos a los de Nuria Espert, pero Anabel, y muchas de las otras, no perdían la esperanza de conseguir una cita en la que poder disfrutar a solas del encanto de su voz.

            Algo parecido me ocurría a mí. Cuando recitaba poemas en el silencio absoluto de sus clases, en las que el nivel de atención de los alumnos era extraordinario, su voz resonaba por toda el aula y se me metía tan dentro, me emocionaba de tal manera, que lloraba lágrimas de placer estético. Me dejaba llevar por ella y viajaba en sus brazos a países inventados donde descubría una parte de mí que desconocía hasta entonces. Fue al escucharlo recitar por primera vez cuando advertí que en el piano de mi sensibilidad podían interpretarse acordes que nunca habían sonado y que sólo podían tocar voces como la suya. Eran acordes melancólicos y de cadencia muy lenta, los propios de un adagio. Entonces no era consciente de la importancia de esos momentos, instantes en los que él estaba sembrando en mi alma adolescente una semilla que acabaría dando el fruto de mi vocación incondicional por la literatura.

            Allí estaba yo sentado aquella tarde, sin atreverme a caminar hasta su mesa y hablar con él. En realidad no sabía qué decirle. Quería estar a su lado, que me mirara a los ojos, me hablara, me ofreciera su sonrisa, se interesara por mis cosas o me ignorara, me daba igual. Lo admiraba ciegamente, sin limitaciones, como sólo pueden hacerlo los niños y los enamorados, y, de alguna forma, yo participaba de las dos condiciones. Además le estaba muy agradecido y quería que lo supiera: él le estaba dando un sentido a mi vida, empantanada en aquella época en los cenagales de la adolescencia.

            Recuerdo perfectamente cómo olía, su manera de fumar, de moverse, de caminar, de dar su gran mano, franca y acogedora. Era alto, delgado y de ademanes viriles pero delicados, una de esas personas que si tienes la suerte de que se te crucen en la vida a ciertas edades te la cambian por completo.

            Por fin se quedó sólo. Acabó de recoger sus cosas y me miró con curiosidad:

            —¿No sales al patio entre clase y clase?

            —Sólo a veces —mi voz sonaba tímida pero agradecida—, cuando sé que está Eva. Si no, prefiero quedarme aquí leyendo.

            —¿Por qué no intervienes nunca en clase?

            —Prefiero escucharlo a usted.

            —A ti.

            —Bueno, a ti.

            Apuró el cigarrillo que había encendido nada más oír la campana. Era el único profesor que no fumaba en clase. Aunque nunca lo dijera, sé que lo hacía por solidaridad con nosotros, que lo teníamos prohibido. Tenía muchos detalles de ese estilo con los alumnos.

            —Oye, estoy organizando un recital de poesía para cuando llegue la primavera. ¿Por qué no te presentas a las pruebas? Son esta tarde. Podías ir a ver si pasas la selección.

            —Sí... lo dijo... lo dijiste en clase el otro día... No sé... me da vergüenza...

            —No seas tan tímido. No pierdes nada por intentarlo.

            —Bueno... ¡iré! ¡Muchas gracias por proponérmelo!

            — ¡Hasta esta tarde entonces!

            Lo vi salir de la clase y alejarse con su lento andar de sembrador de emociones.

            Las pruebas fueron mucho mejor de lo que pensaba. Una vez superadas, no falté ni un solo día a los ensayos. Tampoco faltaba Silverio, un alumno de tercero que estudiaba piano en el conservatorio y estaba muy bien dotado para ese instrumento. Él ponía fondo musical a algunos poemas. El mío, un texto de Neruda sobre la Guerra in-Civil, la del 36, no llevaba música: era tanto su dramatismo que cualquier acompañamiento lo hubiera frivolizado. Su asunto era demasiado serio.

            El día del estreno me vestí de negro y me pasé más de la mitad de aquel recital teatralizado escondido bajo el escenario. Cuando llegó mi turno, salí con el mayor sigilo. El público, atento a la escena, no me veía. Avancé unos metros por el pasillo central del Salón de Actos. Me detuve en mi sitio. Silverio atacó una sonata de Beethoven. Se apagaron las luces. Justo encima de mí se encendió un foco. Entonces, una vez silenciada la música, con el cuerpo dominado por una pasión que nunca antes había sospechado siquiera, empecé a recitar:

 

"Preguntaréis: ¿Y dónde están las lilas?

¿Y la matafísica cubierta de amapolas?

¿Y la lluvia que a menudo golpeaba

sus palabras llenándolas

de agujeros y pájaros?

 

Os voy a contar todo lo que me pasa."

sábado, 6 de julio de 2013

Razones por las que uso gafas





Gerald Brenan y su afición por las tierras alpujarreñas; el perro de Hemingway; la inclinación del ala izquierda del último avión que pilotó Saint-Exupéry; la historia del tenedor; ese prodigio agrigentino llamado Luigi Pirandello; el ecologismo avant la lettre que contienen las obras de Joyce; su gran descubrimiento en Trieste, Italo Svevo, y lo beneficioso que puede resultar dar clases de idiomas; las tabernas de Dublín; el cariño que Unamuno tenía a sus hijos, causante de un serio intento de identificación de la Tía Tula a fin de organizarle un homenaje póstumo a escala mundial; el desafecto por Osuna en las obras de Cervantes o cómo le fue a su padre cuando estuvo trabajando en el pueblo donde vivo; la afonía crónica de Francisco Rodríguez Marín, el insigne polígrafo ursaonense, orgullo de las letras locales y aun nacionales; el baúl de las corbatas de Mariano Téllez Girón; el abate Marchena; la penita pena de César Vallejo; el costurero de la novia salteña que tuvo León Felipe; la revista Tempestas; la increíble capacidad de trabajo de Menéndez y Pelayo, de Galdós, de Picasso; los médicos que fuman puros; el compromiso con los desfavorecidos de Juan Goytisolo y el desconocimiento de que goza su obra, debido, en su mayor parte, a la voluntad de este señor de escribir lo que desea, no lo que otros desean que escriba; Ángel Ganivet y el camino que lleva a la Fuente del Avellano; los labios de mi mujer; el homo turisticus, principal agente erosivo de los edificios antiguos; la nariz de Nicolás Guillén y el comentario de su poema que comienza con los versos Ya yo me enteré mulata / mulata yo sé que dise / que yo tengo lah narise / como nudo de corbata; Martí y las guantanameras; el mate; Rosas; el lunfardo; el Café Tortoni; El sueño de los héroes o el cuidado que hay que tener con las borracheras; La invención de Morel o la realidad virtual a finales de los años treinta; el accidente que sufrió Borges en una escalera y la importancia que tuvo este percance para la historia de la literatura; las explicaciones que da Cortázar para subir una escalera sin que te pase nada, explicaciones que todos debíamos leer al menos una vez en la vida; la timidez patológica de Augusto Monterroso, un caballero a quien nadie debería pedir que diera conferencias; la pobre imitación de las Cartas persas que son las Cartas marruecas; los displaced persons; el extraordinario conocimiento de los hombres que tenía Montaigne y su decepcionante misoginia; la poesía goliardesca; la hija de Larra y sus relaciones con Macarroni I, el duque de la Langosta; la mano de Cervantes; la mano de Valle Inclán; la mano de Stein Steinarr; la mano que toma la pluma; el sillón orejero de Bernhard; el padre de Kafka, pater terribilis et poena auctoris; la madre de Manuel Machado y la afición de éste por las medias tintas; Antonio Machado Núñez, sus intentos de introducir el pastoreo de dromedarios en Andalucía y sus descripciones de los habitantes de la Luna; Antonio Machado Álvarez y los delfines que subieron hasta Sevilla por el río Betis; el verdadero emplazamiento de la capital de Tartessos; Schulten y sus locuras; Antonio Machado Ruiz; el cementerio de Colliure; Matisse, Derain y los mástiles rojos que pintaban panteras y leones; el cultivo de las rosas; la intelectualidad de la familia Huxley; la cría de gallinas; sor Juana Inés de la Cruz y su aversión al queso; los galanes de monjas; las barraganas; el Saco de Roma y La lozana andaluza; los gatos de Gustav Klimt; Emilie Flöge y su vestido azul marino salpicado de sueños; las emigraciones de artistas e intelectuales que provocaron el Saqueo de Roma, la Revolución Soviética, la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial y el enriquecimiento que dichas emigraciones, salvo la primera, supuso para la vida cultural de algunos países americanos, sobre todo para el situado al sur de Canadá; la luz de Moguer; mi amigo Paco López; la mirada de Juan Ramón Jiménez Mantecón; el pulóver de Cortázar; el abuelo de García Márquez; el Relato de un náufrago que estuvo diez días en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre; los Infortunios de Alonso Ramírez de Carlos Sigüenza y Góngora; los plagios literarios; los booms que se inventan ciertas editoriales; la magdalena y el té de Marcel Proust Weil; la magdalena y el té que todos tenemos y debemos reencontrar; la madre del escritor; Baudelaire et votre châtiment naîtra de vos plaisirs; la sífilis; esas damas llamadas prostitutas; esas prostitutas llamadas damas; la nariz de Slawkenbergius; la historia de la letra A; las vacas; los egipcios; la oralidad; el gusto de oír y contar historias; las noches frías junto a un buen fuego; mi abuelo, que nos traía tebeos cada vez que venía a vernos y nos hacía reír.