Capítulo 6
Los sábados por
la mañana, después de avisarnos con unos pitidos que conocíamos bien, nos
recogía nuestro padre y nos poníamos en camino en su gordini beige. Al pasar
por las Plaza del Duque señalaba la casa de los Sánchez Dalp y, como siempre
que pasábamos por allí, nos decía:
—¿Veis esa casa
tan bonita, niños?
—Sí, papaaá.
—Pues van a
derribarla para construir una tienda enorme.
—¿Y quién va a
derribarla, papaá? -ese era Jaime.
—Unos de la calle
Preciados de Madrid que empezaron con una sastrería de trajes de corte inglés.
Como nuestro
padre era tan bromista y siempre repetía lo mismo y nunca la derribaban,
pensábamos que era un cuento suyo, pero luego el tiempo le dio la razón. De
todas formas, Sevilla es tan bonita y tiene tantos edificios artísticos que
puede sobrevivir a todos los grandes almacenes que quiera.
Entonces los
trenes llegaban a la ciudad por dos estaciones: la de Córdoba, fría y oscura —como
correspondía a la procedencia de los trenes que llegaban a ella—, y la de
Cádiz, la más luminosa, la de los trenes del sur. A ella íbamos nosotros los
sábados.
En primavera, el
sol de la mañana atravesaba con sus espadas de luz el gigantesco techo enrejado
de los andenes y hería la multitud vociferante y viajera que pululaba por ellos.
Viejos vendedores de lotería —veteranos de la feria de Jerez— pregonaban su
79097 como remedio para todo tipo de males; hombres de chaqueta blanca, corbata
negra y sonrisa vendedora gritaban su ¡Moostachoooones
de Utreeera, oigaa! ¡Vaya mostachooneees!; Vicente, un hombre de mediana
edad, corta estatura y profundas arrugas en la cara, un canasto de mimbre en el
brazo izquierdo y la mano derecha en la frente, andaba titubeante y ubicuo
entre la multitud, mirando a todos a la cara y regalando los frutos secos que
llevaba en su canasto. Los altavoces gritaban:
—Atención, por
favor. Próximo a hacer su entrada por vía uno andén primero, Rápido Ter
procedente de Málaga y Granada con transbordo en Bobadilla .
Y allá que íbamos
nosotros hechos una piña, mi madre con los ojos brillantes, mi padre
condescendiente y nosotros nerviosos, mudos e ilusionados. Un ruido bronco,
mecánico y regular salpicado de
pitidos de aviso, crecía poco a poco y acababa imponiéndose al bullicio de los
andenes mientras el tren, majestuoso, hacía su entrada acompañado del metálico
chirrido de las ruedas sobre los raíles. Después de su larga carrera, la vieja
máquina diésel se detenía al fin y exhalaba fuertes suspiros con su fatigada
respiración de atleta avejentado. Nosotros, situados en el lugar donde solía
quedar estacionado el vagón que esperábamos, estirábamos el cuello y dábamos
saltitos para poder ver por encima de la multitud que taponaba la puerta del
coche. Descendían larguiruchos turistas nórdicos que volvían achicharrados del
mar o la Alhambra
y a los que no esperaba nadie; estudiantes de derecho o farmacia en Granada que
gastaban la hacienda paterna en la cuevas del Sacromonte o en la “Sala
Neptuno”; matrimonios de viejecitos que no hablaban entre ellos porque ya se
habían dicho todo lo que tenían que decirse y se contentaban con mirarse el uno
en los ojos del otro; hombre solos; guitarristas vagabundos de largas barbas y
la memoria visual rebosante de paisajes moriscos; muchachos mal vestidos que
habían hecho el trayecto en el cuarto de baño; mujeres solas a las que sí
esperaba alguien; hombres con una maletita de cartón amarrada con correas de
cuero; monjitas cabizbajas, de mirada huidiza; una madre muy seria y su hija
embarazada que se venía a servir a la capital; curas de sotanas relucientes,
barba recién afeitada y cruces de plata; niños de la mano de su madre;
militares borrachos y ruidosos; un conjunto de vidas inabarcable para
cualquiera, y aún más para nosotros, que sólo veíamos las espaldas de los que
teníamos delante. Jaime hacía lo posible por apartarlos, pero los que esperaban,
embargados por la emoción de una separación quizá de años, parecían insensibles
a sus patadas y empujones. Después de un rato interminable, cuando el vagón y
el andén estaban casi vacíos y nuestros padres tenían que hacer esfuerzos
sobrehumanos para impedir que nos subiéramos al tren, lenta, con su cuero
repujado por algún artesano de la sierra, aparecía su maleta por la puerta del
compartimento. Detrás de ella, sombrero de fieltro, traje claro y sonrisa
abierta, venía nuestro abuelo. Le entregaba su maleta a su yerno y volvía por
la de nuestra abuela, que aparecía tras él bolso en mano y vestida con un traje
de chaqueta de un solo color, su piel tan fina y sus ojos de niña traviesa. En
el andén, mientras tanto, nosotros seis saltábamos y hacíamos más acrobacias
festivas que un comité de bienvenida de la Ciudad de los Muchachos.
(Continuará).
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