sábado, 29 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (VII).






Capítulo 8







            Volvió a ocurrir algo que nos hizo olvidar nuestras preocupaciones digamos secundarias y fijar la atención en algo más importante que la escasez de lectura, circunstancia que ya remediábamos cogiéndoles de tapadillo los libros a nuestros hermanos y hermanas mayores: el proceso que se estaba llevando a cabo en el vientre de nuestra madre, y que debía acabar con el nacimiento de un nuevo integrante de la familia, llegó a su fin una mañana de junio. Ya en la clínica, lugar al que no nos dejaron entrar hasta que nuestro padre habló con el celador y consiguió convencerlo de que Jaime no iba a romper nada, asistimos —yo divertido y Jaime estupefacto— a la primera toma de la nueva hermana, una especie de niña pequeñita, sonrosada y encantadora, pues lloraba muy poco, sólo cuando tenía hambre y en voz muy bajita. Jaime, de puntillas y agarrado al borde de la cunita, la miraba muy serio, y todos nosotros, sentados o en pie, mirábamos a Jaime también muy serios, pues sus actos subsiguientes podían tener consecuencias muy negativas para la salud de la hermanita. Se oía perfectamente el vuelo de una mosca que se había colado en la habitación burlando todos los controles sanitarios. Mi madre, con intención de arreglar un poco las cosas, lo llamó para que se le acercara, y Jaime caminó hacia la cama los pocos pasos que lo separaban de ella sin darle la espalda a la cunita. Mi padre, un hombre alto y fuerte, lo cogió en brazos y lo puso en el regazo de mi madre, que había tenido un parto muy fácil y ya estaba sentada y sin rastro de sufrimiento en la cara.

—¡Ven aquí, mi chiquitín!

Jaime, por supuesto, se dejó acariciar mientras todos los demás lo mirábamos envidiosos pero comprensivos, admirados, además, por la sagacidad e inteligencia de nuestra madre. Lo peor era que seguía callado y con la vista fija en la hermanita, que dormía plácidamente después de la toma.

Pedro se aproximó a la pareja.

—¡Enchufao! —le dijo cariñosamente mientras le alborotaba los pelos, que siempre los tenía de punta, como si estuvieran cargados de electricidad.

Pero Jaime ni se inmutó. No hablaba, no se movía, ni siquiera pestañeaba. Sólo miraba fijamente a la hermanita.

Sole, que hasta entonces se había mantenido en un discreto segundo plano, se acercó a la cunita y, sin agacharse lo más mínimo y con cara de superioridad, dijo despreciativa:

—¡Aaaaaaaaah! ¡Qué niña más fea! ¡Todavía es más fea que Jaime cuando nació!

Tampoco reaccionó Jaime a esta insultante alusión a su persona, más hiriente si cabe al venir de Sole. Esta falta de reacción acabó de dejarnos a todos seriamente preocupados por el estado emocional de nuestro hermano y por la salud de la hermanita, que en los próximos meses iba a estar, con toda seguridad, en serio peligro.

Chica, siempre tan maternal y femenina a la manera tradicional, miraba a la niña con arrobo y ganas de cogerla en brazos.

—¡Qué cosa más chiquita! —pensó en voz alta—. ¿Cuánto ha pesado, mamá?

—Un kilo novecientos.

—¡Qué poquito!

—Sí, no es mucho, pero está sana y parece muy buena, y vosotros, todos los hermanos, la vais a cuidar.

Todos miramos a Jaime, quien, por fin, dio señales de inteligencia. Se deshizo del abrazo de muestra madre, descendió de la cama, y, tras pedirle a nuestro padre que lo levantara del suelo, le dio a la nueva hermanita un beso en la frente. No era tan malo el puñetero, pero le gustaba hacérselo para tenernos en vilo.

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Capítulo 9


            Ya éramos siete hermanos, un número que para algunas personas es tan simpático y propicio que buscan siempre boletos de lotería que acaben en ese número. A nosotros, desde luego, nos trajo suerte: nuestra familia, una vez superada la prueba de la aceptación de la nueva hermana por parte de Jaime, navegó con viento favorable.

            La fama de Jaime crecía sin parar. Venían a verlo y a medir sus fuerzas con él niños de la Macarena, de Santa Clara, de San Lorenzo, incluso de San Jerónimo, y ninguno fue nunca capaz de vencerlo en competiciones de fuerza, reflejos o habilidades, fueran las que fuesen. Se le podía ver en el centro de la Alameda, a cualquier hora del día, saltando, corriendo, echando pulsitos, jugando al pincho, al teje, al trompo, a lo que fuese: no tenía rival, era así el muchacho. A la caída de la tarde, llegaban unas mujeres solitarias de tacones muy altos y faldas muy cortas que se paseaban por las aceras y pedían fuego a los hombres que pasaban. Algunas de ellas se fijaban también en él y se le acercaban para desordenarle los pelos de la coronilla, que ya de por sí los tenía bastante desordenados y siempre de punta. Y él, que no les llegaba siquiera a la cintura, se echaba el pelo del flequillo para atrás, las miraba a los ojos y les decía que eran muy bonitas, algo a lo que parecían no estar acostumbradas. Le cogieron tanto cariño que casi todas se hicieron amigas de él y lo llamaban por su nombre. Él les decía:

—No temáis, aquí está Jaime para protegeros.

Pero ellas, riéndose y dándole besos, le decían que ya tenían protector, algo que parecía mentira porque siempre estaban solas: si aparecía el hombre al que llamaban su protector era para quitarles el dinero que habían ganado pidiendo fuego a los hombres que pasaban y, a veces, para pegarles una torta. Esto sacaba a Jaime de sus casillas. Varias veces se enfrentó a aquellos hombres malencarados, bien vestidos y de mirada atravesada que no parecían tener otra ocupación que maltratar a aquellas mujeres tan cariñosas. La cosa nunca llegaba a mayores porque lo veían como un niño pequeño y no como lo que era en realidad: el campeón de los campeones y, además, una especie de hijo adoptivo de todas aquellas mujeres que parecían no tener hijos, o tenerlos escondidos, o enfermos, o muertecitos. De esta forma, Jaime pasó a ser el niño que tenía más madres de toda Sevilla, circunstancia que hacía que todos los demás, yo el primero, lo envidiáramos mucho. Yo no entendía muy bien qué le veían todas aquellas mujeres, pues Jaime era lo más parecido a un marciano peludo que pueda imaginarse, pero así son a veces las cosas, inexplicables.

A la nueva hermana le pusimos el nombre de Irene. Su nombre fue elegido por votación popular entre los ocho miembros restantes de la familia y se impuso a otros más corrientes pero igual de positivos, como Beatriz o Eva. Por supuesto, Dolores, Angustias, Martirio y otros similares no tuvieron ninguna aceptación. Ya Sole tenía uno poco agradable y, como estábamos sugiriendo nombres, Jaime propuso cambiárselo por Reunión, propuesta que Sole rechazó de plano por parecerle una palabrota. Le decía:

—A ver, listo, ¿cuándo has visto tú a alguien que se llame así?

—¡Que no lo haya visto no significa que no pueda verlo!

—Cuando tú tengas hijos les pones lo que se te ocurra, pero a mí no me cambia el nombre nadie, y menos para ponerme… Reuuunión. ¡Será posible! Mamá, este niño, además de feo, es imbécil, de verdad.

          Y Jaime gritaba:

          —¡Reunióóón! ¡Reunióóón! ¡Reunióóón!

          Irene, mientras tanto, ajena a todo ese bullicio, dormía en su cunita con una paz que sólo puede haber nacido en el principio de los tiempos, cuando la vida era un continuo amanecer en el que aún no existía nada, ni siquiera la palabra.


FIN de la primera temporada.

sábado, 22 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (VI).








Capítulo 7


Ya en el Gordini, en el que cabíamos cómodamente los diez a pesar de los empujones de Jaime —defensor hasta las últimas consecuencias de su espacio vital—, volvíamos a ponernos en camino, esta vez de vuelta a casa. Y si íbamos pendientes de nuestros abuelos, más pendientes íbamos de sus maletas, pues sabíamos que en su interior había algo para nosotros. Por el momento, sin embargo, teníamos que esperar.
Mientras tanto, en el asiento de atrás, mi madre y nuestra abuela intentaban comunicarse:
—¿Cómo está Lali?
—Bien. Allí la he dejado bregando con los niños... ¡Ahora, que los tuyos son peores...! ¡Jaime, hombre, quítame el pie de la boca!
—¡Es que Pedro no me deja sentarme, abuela!
—¿Pero cómo se va a sentar, si no hay sitio?
—Venga niños —intervenía mi madre—; el viaje es corto, portaos bien por un ratito.
—¡Mamaá! ¡Sole me ha mordido en la oreja!
—¡Sole, hija! ¡Estás hecha un salvaje!
—Yo no, mamá, es que Chica tiene el culo muy gordo y no cabemos.
—¿¿Qué tengo el culo gordo?? ¡¡Mamaaá... !! —y empezaba a llorar estilo fuente de plaza pública.
Mientras, mi abuelo y nuestro padre intentaban hablar de sus cosas, pero no podían: en esas situaciones sólo podía existir un tema.
—Ya te dije que para qué tantos niños, Agustín.
—Eso es cosa de tu hija, que es la que manda. Además, por si no lo sabes, está esperando otro.
—Sí, hombre, ya lo sé, qué barbaridad. ¡Eso de “los que Dios quiera... ”!
—Mira, cada uno hace con su vida lo que quiere.
—Eso es verdad. Como sigáis así os vais a llevar un premio de natalidad.
—No creo —esa era mi madre—; se lo llevan siempre familias de Canarias con más de quince niños. Además, a Agustín lo operan de la próstata el mes que viene.
—¿Qué es la próstata, mamá? —esa era Chica.
—Un hueso de la espalda, tonta, que no sabes nada. —Pedro tenía respuestas para todo.
—¡Cállate, sabihondo!
—¡Cállate tú, culo gordo!
—¡¡Mamaaaaá!! —Se ponía a llorar otra vez, pero al momento se le olvidaba y volvía a tranquilizarse.
Después de haber aparcado el coche venían las peleas por llevar las maletas. Al final, siempre se imponía nuestro padre, que era el más fuerte de todos. Nosotros lo escoltábamos por el camino y lo ayudábamos tocando al menos la maleta. El resultado siempre era el contrario del deseado:
—¡Niños, que me vais a dejar caer... !
Ya en la cocina, donde algunos intentábamos volver a desayunar, nuestros abuelos procedían a la apertura de las maletas. Primero nuestra abuela. La tapa se levantaba y, entre camisones y blusas de telas brillantes, aparecían dos libros, los dos, por lo general, de Enid Blyton. Eran para las niñas: Los cinco y el tesoro de la isla, Los cinco en el páramo misterioso, Los cinco van de camping, etc., etc. “Los cinco” eran una pandilla de niños y niñas ya mayorcitos pero desprovistos, por alguno extraño fenómeno, de libido sexual —seguramente habían nacido sin ella, como tantos protagonistas de cuentos infantiles. Los integrantes de esta pandilla, ayudados por un perro sabueso, conseguían desenmascarar y vencer a contrabandistas y otros delincuentes altamente peligrosos. Cuando ya tenían los libros en la mano, Sole y Chica desaparecían para perderse en su cuarto y viajar, sin moverse de sus camas, a los verdes paisajes ingles donde transcurría la acción de las novelas.
La maleta del abuelo era la de nosotros cuatro. Primero dos novelas de Zane Gray, Emilio Salgari o Julio Verne, o cómics de Astérix o Tintín, otro personaje desprovisto de impulsos sexuales y al cual, a pesar de ser muy aparente y decidido, no se le insinuaba ninguno de los pocos personajes femeninos que aparecían en las historias, ni siquiera la Castafiore; esas novelas eran para Agustín y Pedro. Jaime, mientras tanto, saltaba lleno de impaciencia para poder ver el interior de la maleta.
—¡No! —decía invariablemente cuando nos tocaba a nosotros—: ¡otros dos Jumbo no! ¡Estoy harto de Walt Disney!
Era cierto. Estábamos empachados del Tío Gilito, Donald y Jorgito, Juanito y Jaimito. El único que aún se salvaba era Narciso Bello, nuestro héroe, modelo de la persona mayor que queríamos ser, individuo envidiable por la suerte que tenía y por lo simpático que resultaba a casi todo el resto de los personajes. Otras títulos que firmaba la Disney pero que no eran originales suyos, como El libro de la selva, si nos gustaban, pero esos no los catábamos casi nunca. Teníamos ya la colección de Dumbo completa e incluso algunos números repetidos. No sabíamos ya que hacer con ellos y, lo que es peor, Jaime estaba a punto de reventar de dumbonitis.
(Continuará).




sábado, 15 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (V).





Capítulo 6



            Los sábados por la mañana, después de avisarnos con unos pitidos que conocíamos bien, nos recogía nuestro padre y nos poníamos en camino en su gordini beige. Al pasar por las Plaza del Duque señalaba la casa de los Sánchez Dalp y, como siempre que pasábamos por allí, nos decía:

            —¿Veis esa casa tan bonita, niños?

            —Sí, papaaá.

            —Pues van a derribarla para construir una tienda enorme.

            —¿Y quién va a derribarla, papaá? -ese era Jaime.

            —Unos de la calle Preciados de Madrid que empezaron con una sastrería de trajes de corte inglés.

            Como nuestro padre era tan bromista y siempre repetía lo mismo y nunca la derribaban, pensábamos que era un cuento suyo, pero luego el tiempo le dio la razón. De todas formas, Sevilla es tan bonita y tiene tantos edificios artísticos que puede sobrevivir a todos los grandes almacenes que quiera.

            Entonces los trenes llegaban a la ciudad por dos estaciones: la de Córdoba, fría y oscura —como correspondía a la procedencia de los trenes que llegaban a ella—, y la de Cádiz, la más luminosa, la de los trenes del sur. A ella íbamos nosotros los sábados.  

            En primavera, el sol de la mañana atravesaba con sus espadas de luz el gigantesco techo enrejado de los andenes y hería la multitud vociferante y viajera que pululaba por ellos. Viejos vendedores de lotería —veteranos de la feria de Jerez— pregonaban su 79097 como remedio para todo tipo de males; hombres de chaqueta blanca, corbata negra y sonrisa vendedora gritaban su ¡Moostachoooones de Utreeera, oigaa! ¡Vaya mostachooneees!; Vicente, un hombre de mediana edad, corta estatura y profundas arrugas en la cara, un canasto de mimbre en el brazo izquierdo y la mano derecha en la frente, andaba titubeante y ubicuo entre la multitud, mirando a todos a la cara y regalando los frutos secos que llevaba en su canasto. Los altavoces gritaban:

            —Atención, por favor. Próximo a hacer su entrada por vía uno andén primero, Rápido Ter procedente de Málaga y Granada con transbordo en Bobadilla .

            Y allá que íbamos nosotros hechos una piña, mi madre con los ojos brillantes, mi padre condescendiente y nosotros nerviosos, mudos e ilusionados. Un ruido bronco, mecánico y regular salpicado de pitidos de aviso, crecía poco a poco y acababa imponiéndose al bullicio de los andenes mientras el tren, majestuoso, hacía su entrada acompañado del metálico chirrido de las ruedas sobre los raíles. Después de su larga carrera, la vieja máquina diésel se detenía al fin y exhalaba fuertes suspiros con su fatigada respiración de atleta avejentado. Nosotros, situados en el lugar donde solía quedar estacionado el vagón que esperábamos, estirábamos el cuello y dábamos saltitos para poder ver por encima de la multitud que taponaba la puerta del coche. Descendían larguiruchos turistas nórdicos que volvían achicharrados del mar o la Alhambra y a los que no esperaba nadie; estudiantes de derecho o farmacia en Granada que gastaban la hacienda paterna en la cuevas del Sacromonte o en la “Sala Neptuno”; matrimonios de viejecitos que no hablaban entre ellos porque ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse y se contentaban con mirarse el uno en los ojos del otro; hombre solos; guitarristas vagabundos de largas barbas y la memoria visual rebosante de paisajes moriscos; muchachos mal vestidos que habían hecho el trayecto en el cuarto de baño; mujeres solas a las que sí esperaba alguien; hombres con una maletita de cartón amarrada con correas de cuero; monjitas cabizbajas, de mirada huidiza; una madre muy seria y su hija embarazada que se venía a servir a la capital; curas de sotanas relucientes, barba recién afeitada y cruces de plata; niños de la mano de su madre; militares borrachos y ruidosos; un conjunto de vidas inabarcable para cualquiera, y aún más para nosotros, que sólo veíamos las espaldas de los que teníamos delante. Jaime hacía lo posible por apartarlos, pero los que esperaban, embargados por la emoción de una separación quizá de años, parecían insensibles a sus patadas y empujones. Después de un rato interminable, cuando el vagón y el andén estaban casi vacíos y nuestros padres tenían que hacer esfuerzos sobrehumanos para impedir que nos subiéramos al tren, lenta, con su cuero repujado por algún artesano de la sierra, aparecía su maleta por la puerta del compartimento. Detrás de ella, sombrero de fieltro, traje claro y sonrisa abierta, venía nuestro abuelo. Le entregaba su maleta a su yerno y volvía por la de nuestra abuela, que aparecía tras él bolso en mano y vestida con un traje de chaqueta de un solo color, su piel tan fina y sus ojos de niña traviesa. En el andén, mientras tanto, nosotros seis saltábamos y hacíamos más acrobacias festivas que un comité de bienvenida de la Ciudad de los Muchachos. 
(Continuará).

sábado, 8 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (IV).








Capítulo 5


            Por el camino de vuelta a casa hicimos unos cuantos planes, pero ninguno nos gustaba lo suficiente. Ahorrar el dinero nos parecía peligroso: Sole podía descubrir el escondite y quitárnoslo; gastarlo en chucherías era una barbaridad: hubiéramos tenido comida para meses; comprarle un buen regalo a nuestra madre también: estábamos enfadados con ella. Decidimos enterrarlo en el patio, en uno de los arriates, dentro de una cajita de madera y envuelto en papel de plata.

            Una semana después de haberlo enterrado, nos despertó una mañana un ruido muy fuerte de porrazos y voces. Bajamos la escalera de dos en dos y nos encontramos a unos albañiles haciendo obras en el patio.

            —¿¡Qué hacen!? —preguntó Jaime con los ojos desorbitados.

            —Lo que nos han dicho —contestó uno de los albañiles—, cambiar toda la solería del patio y tapar estos arriates.

            —¡Pero eso no puede ser! —gritó Jaime—. ¡Ustedes se equivocan!

            —¡Anda niño! —dijo otro de los albañiles con tono de burla—. Idos a dar un paseo y dejadnos hacer nuestro trabajo.

            Entonces, arrebatado por una furia digna de un personaje homérico, mi hermano, con una agilidad más propia de un felino que de un simio, saltó y se agarró al cuello del albañil, momento que aproveché para ponerme a escarbar con las manos en el lugar donde habíamos enterrado el embrión de la futura pensión de nuestros hijos, pero todo estaba cambiado y no fui capaz de encontrarlo. El albañil, totalmente colorado, gritaba:

            —¡Ahgggg! ¡Ahggggg!

            Nuestra madre no estaba, había salido a no sé dónde, y tuvimos que asistir impotentes a nuestra derrota y al proceso de enterramiento definitivo del regalo que nos había hecho Juanita Reina. Fue increíble; nunca había visto ni he vuelto a ver unos albañiles que trabajaran tan rápido: en el transcurso del día cambiaron toda la solería y taparon los arriates. Jaime se tiraba de los pelos.

            —Hay que hacer algo para recuperar nuestro dinero —me decía por la noche desde su cama—, esto no puede quedar así.

            Dos semanas después nos convertimos en aspirantes a descubridores de tesoros. No voy a desvelar la manera en la que conseguimos los útiles que necesitábamos en atención a la persona que nos los facilitó, un hombre que merece todos nuestros respetos y nuestra admiración. Murió hace ya muchos años, pero ni aún así pienso ponerlo en evidencia. Era un hombre bueno y sabio, que supo ver nuestras dotes de zahoríes y creer en ellas.

            Fue una mañana. Nos habíamos quedado solos en la casa —los mayores en el colegio, nuestro padre en el trabajo y nuestra madre en la compra— y, después de determinar con toda la exactitud que pudimos el lugar donde estaba nuestro dinero, pusimos manos a la obra. Lo peor fue romper la losa de  mármol: estaba durísima. Debajo había una capa de cemento, pero este material era más fácil de romper. Por fin llegamos a la tierra. Escarbamos.

            —¡No está! —gritamos los dos mirando el agujero.

            —¡Rompamos esa otra losa! —dijo Jaime refiriéndose a la que había a uno de los lados.

            La puerta de la calle se abrió cuando íbamos por la quinta losa. Era nuestra madre. En sus ojos se leyó de todo menos la alegría esperable en una madre que encuentra a sus hijos trabajando con el fin de ayudar a la economía familiar. Jaime y yo cruzamos una mirada de entendimiento y, justo en el momento en el que nuestra madre iniciaba un movimiento de aproximación poco amistosa, emprendimos una carrera hacia nuestro cuarto en la que vencimos gracias a la ventaja inicial, pues nuestra madre, a pesar de su avanzado estado de gestación, al final nos iba pisando los talones. Cinco metros más y nos atrapa.

            La reconciliación vino dos semanas después, cuando ya pensábamos en los albañiles diciendo “con su pan se lo coman”. De estar jugando al fútbol en la alameda desabrigados y enfriarnos después, cogimos un gran resfriado. Moqueábamos y teníamos fiebre y una tos muy fea. Nuestra madre aviso a un médico, un hombre enorme que nos repasó los pechitos con un aparato muy frío que acababa en sus orejas, y este hombre nos mandó guardar cama y le dijo a nuestra madre que nos tenía que poner Vicks Vaporub dos veces al día: al despertarnos y justo antes de dormir. Por las noches, cuando llegaba, me hacía subir la parte de arriba del pijama e incorporarme en la cama. Primero la espalda. La pomada al principio estaba fría, pero luego, con la piel ya acostumbrada a su temperatura, sólo se notaba el contacto de su mano mientras la extendía una y otra vez hasta que quedaba bien absorbida. Luego me tendía y venía el pechito. Mi madre, sentada en la cama, me sonreía mientras nos iba envolviendo un fuerte olor a menta y eucalipto. Luego repetía la operación con mi hermano. Cuando acababa con él, nos arropaba bien, nos besaba, apagaba la luz y, los dos muy calladitos, oíamos sus pies de seda rozar apenas los escalones mientras bajaba la escalera. Nos dormíamos con una felicidad, nuestra felicidad, que luego ha sido irrecuperable.  

(Continuará)

domingo, 2 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (III).




Capítulo 4


            Primero, antes de pasar a la acción, me dediqué a observarlo. Cuando después de darle el pecho mi madre lo acostaba en la cuna que había sido mía hasta que él llegara, me colaba en la habitación sin hacer ruido, me ponía de puntillas y lo miraba de cerca. La penumbra del cuarto no favorecía en nada la opinión que yo pudiera formarme de su naturaleza: realmente era una especie de niño, pero tan peludo y tan arrugado que nadie lo hubiera pensado. Más bien parecía una cría de gorila o de chimpancé que hubiera nacido en una familia de homo sapiens sapiens por error o por un descomunal atavismo. Las veces que yo estaba presente mientras mi madre le daba el pecho, pocas porque yo siempre intentaba evitar la visión de algo que me parecía aberrante, me mantenía en tensión, dispuesto siempre a salir en defensa de mi madre en caso de que aquel homínido de desconocido origen y sospechosa configuración se dejara llevar por sus más bajos instintos e intentara agredirla. Un día se lo dije a mi madre:

            —Mamá, debes tener cuidado con el mono, puede ser peligroso.

            —¿Qué mono, hijo?

            —¡Cuál va a ser! Ese al que tú le das el pecho ahora.

            Ella se rió, me pasó la mano por la cabeza y me dijo que no imaginara cosas raras, que aquel niño (¡?) era mi hermanito. Como comprenderán, aunque lo dijera mi madre, a mí me costaba creer que aquel antropoide fuera lo que ella decía. Seguro que él, con sus artes maléficas, la había hechizado y preparado para defender la versión que más le convenía para su supervivencia.

            De todas formas, después de unas semanas tuve que reconocer que el presunto marciano o embrión de gorila era realmente mi nuevo hermanito y que yo ya había pasado a la historia como objeto preferente de los cuidados de nuestra madre. Aquello era algo tan inaceptable que no vi otra solución que eliminarlo, exactamente igual que Sole había intentado eliminarme a mí. Hice planes. Busqué venenos. Fabriqué armas. Inventé explosivos. Todo fue inútil: era evidente que mi madre lo quería, y yo no iba a eliminar a alguien que mi madre amaba. Fue entonces cuando, desesperado, definitivamente me eché a la bebida. A cualquier hora del día o de la noche se me podía ver con el biberón en la mano, chupando de manera incansable aquel gomoso sucedáneo del seno materno. Fueron tiempos duros, de mucha soledad y de tormentosos pensamientos, pero, afortunadamente, al cabo de unos meses conseguí reponerme: acepté bien al nuevo miembro de la familia y empecé a comer alimentos sólidos.

            Le pusieron de nombre Jaime. Al año de haber nacido, cuando ya podía andar e incluso correr, nos hicimos inseparables. Juntos realizábamos todo tipo de exploraciones por la casa y los alrededores e hicimos amigos que nos seguían en nuestras arriesgadas empresas. Jaime demostró desde el primer momento una rara habilidad para subirse a los árboles, suspenderse de las ramas y pasarse de una a otra o de un árbol a otro sin necesidad de tocar el suelo. Era un espectáculo que dejaba boquiabierto a todos los niños del barrio y a las personas que paseaban por la Alameda de Hércules. Incluso Sole, siempre tan prepotente y tan pagada de sí misma, tuvo que reconocer que su nuevo hermano era un superdotado para la supervivencia en solitario y en medios aparentemente hostiles. Aquello era estupendo. Todos lo respetábamos, yo el primero, aunque la proximidad que tenía con él me permitía un puesto de indudable privilegio y facilitaba un trato de camaradería entre ambos que los demás nunca podrían tener. Los niños del barrio empezaron a mirarme como lo que era en realidad: una especie de primer ministro del rey de la selva. De parecer una amenaza, Jaime había pasado a ser un elemento admirado y querido por todos. Lo que son las cosas.

            Más o menos por esa época, mi madre empezó a sufrir otra transformación de las suyas: la barriga volvió a hinchársele de manera ostensible. Jaime, muy observador, notó pronto aquel fenómeno y empezó a intranquilizarse y a hacer preguntas. Él era un niño con suerte: me tenía a mí, y yo podría explicarle todo lo que quisiera saber sobre aquel extraño fenómeno.       

            Mientras su barriga crecía, nosotros, despechados por algo que nos parecía una decepcionante e injusta infidelidad, nos pasábamos el día en la calle. Nos dedicábamos a proteger a los animales, justo al contrario de lo que hacían Agustín y Pedro. Precisamente por eso, un día fuimos acompañados hasta nuestra casa por una pareja de grises y mi padre tuvo que pagar el importe de cuatro periquitos que habíamos liberado de su jaula en una tienda de animales de la calle Amor de Dios. Jaime no soportaba la visión de los animales enjaulados y no pudo aguantarse las ganas de soltarlos en un descuido del dependiente. Lo que no podíamos esperar era que justo a la salida nos topásemos de frente con los dos policías, quienes, alertados por los gritos del dueño, nos dieron caza en un momento. Nuestro padre nos tuvo castigados durante una semana, algo muy injusto. Otro día, después de habernos colado por entre las piernas de una gran multitud que nos encontramos en nuestro camino, asistimos a la llegada a la Macarena de Juanita Reina, la de María de la O, que se casaba con un torerillo de tres al cuarto llamado Caracolillo o algo así. La novia iba guapísima, toda vestida de blanco y montada en una calesa tirada por dos cartujanos de los de los anuncios de Terry. Conseguimos llegar a la puerta de la iglesia justo en el momento en el que iba a entrar la cantante. Jaime, que era muy enamoradizo, empezó a gritarle ¡guapa, guapa!, y Juanita, más generosa que un indiano de los de antes, fue y le dio una moneda de diez duros. En la vida habíamos tenido tanto dinero. Podíamos hacer virguerías.
(Continuará).