viernes, 25 de octubre de 2013

Presentación virtual de "El proyecto de Mariano".






            Muy buenas, querido lector. Hoy es un día muy especial para mí. Vengo acompañado por alguien que quiero presentarle. Como ya habrá adivinado, se trata de un libro, una novela en este caso, que acaba de salir, que aún, incluso, está calentita, como el pan o un bizcocho recién salidos del horno. Lleva tan poco tiempo elaborada que aún no la he tenido en la mano, de ahí que ese calor que desprende sea sólo virtual, de ebook, aunque no deje de desprender calor y de oler a nuevo. He aquí cómo la presentan los hacedores de avances cinematográficos de libros, herramientas divulgativas más conocidas como booktráilers:






            Yo, la verdad, en la producción de este vídeo no he tenido nada que ver. De ser así, hubiera cambiado algunas cosas y hubiera suprimido y añadido otras, pero en general me gusta, por eso lo difundo a los cuatro vientos, deseoso de que mi obra sea conocida y divulgada, el sueño de casi cualquier creador.

            Ahora, después de estos prolegómenos, necesarios para situarle un poco, lector, vamos a hablar un poco de la novela, que para eso estamos aquí, dirá usted.

            Durante los últimos quince años he estado dejándome pestañas y alimentando mis dioptrías y mi presbicia en hemerotecas y archivos de media España, archivos históricos, municipales, privados y eclesiásticos, en los que he vivido miles de horas de paz y tranquilidad absolutas mientras buceaba en nuestra borrascosa historia. Esto me ha permitido pergeñar varios artículos de investigación, algunos de los cuales pueden consultarse en este enlaceescribir cerca de mil páginas de anotaciones sobre los temas más diversos y, finalmente, llegar a la conclusión de que este país no ha evolucionado nada, en las cuestiones esenciales, durante los últimos doscientos años. Aquí en Andalucía, por ejemplo, desde donde le escribo, en Osuna concretamente, se discutían más o menos los mismos asuntos. Las arcas municipales estaban más secas que el ojo de Perico, no había ni un maravedí, y se hacían obras públicas para comprar la paz social gracias al mantenimiento de los desposeídos, que eran legión en la época preindustrial. Lea, si es tan amable, estas anotaciones, que tomé durante la lectura del acta del cabildo que la Corporación Municipal ursaonense celebró el 28 de julio de 1784:


“Cabildo monográfico, en el que José de Figueroa y Silva Laso de la Vega, realiza una exposición y la subsiguiente propuesta. Menciona la “estirilissima cosecha de granos del presste año”, circunstancia que venía dándose desde 1775. Ésta, unida a las también raquíticas de uva y aceite que se esperaban para este año, y al hecho de existir en el término “Pobres Jornaleros del Campo de que abunda en crecido número”, hacían presumir “malas consecuencias” para los meses venideros. Dado que resultaban necesarias varias obras públicas, para las cuales los Caudales de Propios carecían de fondos, se acuerda pedirlos al Consejo de Castilla. La obra que se propone realizar es allanar el cerro inmediato al Paseo público de la Alameda, [el lugar donde un siglo y pico después se construyó la Plaza de Toros]. Se trataba de que los jornaleros y sus familias tuvieran formas de subsistencia y de evitar “por este medio la ociosidad que de no tenerlos ocupados en perjuicio de la causa pública y tranquilidad del pueblo puede causarse”.

En fin, que me he aburrido, que me he cansado de dar vueltas y vueltas, como el burro atado al palo de la noria, para sacar siempre las mismas conclusiones y volver al mismo sitio. Y me he refugiado en la novela. En la prosa de ficción el escritor se convierte en una especie de ser todopoderoso que puede alterar la realidad según le plazca, que puede resucitar a los muertos y crear de la nada lo que le apetezca y le ilusione. Y he de confesarle, paciente lector, que me divierto mucho más que antes. Tomemos, como ejemplo, la novela que le estoy presentando. Partí de la amistad existente entre dos hombres que se encuentran ya en la mitad de su vida y se alían para lograr desentrañar un misterio que los mantiene convulsos y casi inapetentes, aunque esto último en su caso sea casi imposible porque son grandes comilones. Conseguir desentrañar ese misterio va a mantener en tensión durante toda la novela tanto a Antonio y a Marcos, los protagonistas, como a los lectores, que los van a acompañar en un viaje descerebrado y casi imposible por media España.

            En cuanto a mi manera de escribir, en concreto al vocabulario que uso, debo confesarle que he realizado grandes esfuerzos por conseguir un texto claro, inteligible. Creo que sólo he usado una palabra un tanto rebuscada, aunque sólo en apariencia, pues no he encontrado un equivalente que pertenezca a un registro más llano. Se trata del adjetivo “alóctono” (pág. 85), que el Diccionario de la Real Academia define como “Que no es originario del lugar donde se encuentra”. Se me puede argüir que podía haber usado ‘extraño’, pero no es exactamente lo mismo pues yo andaba buscando el antónimo de ‘autóctono’ y ese no es otro que ‘alóctono’. En fin, que no hay excusa para no leer la novela.

            Estoy seguro, me apuesto lo que quiera, que va a pasar un rato muy entretenido leyéndola y, además, le va ayudar a sacar ciertas conclusiones, pues para escribir cositas ligeras por el mero afán de entretener al público siempre hay tiempo.

            Que pase usted un buen día, amigo lector. Yo sigo con mi tarea.

  

Ducalópolis, 25 de octubre de 2013.






sábado, 19 de octubre de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (XII).

 Capítulo 15

        
 

Y llegó el día en el que empecé a salir de la infancia y a convertirme en una especie de ser en transición, sin formas, ideas o metas claras. Los pantalones dejaron de ser cortos y, aunque seguía en el mundo de la pelota, ya no se trataba de correr detrás de una de cuero que iba a ras de suelo, sino de intentar convencer a sus poseedoras de que no había nada malo en que me dejaran palpar las suyas, que son dos y están muy bien colocadas.

En aquella época los muchachillos de Medina, el pueblo de la sierra donde pasábamos los veranos, teníamos muchas menos distracciones de las que se pueden disfrutar ahora y, por lo tanto, había que echarle mucha más imaginación a la cosa si queríamos divertirnos. Nuestro lugar de reunión solía ser la Plaza del Pueblo, un lugar despejado, de forma rectangular y con una fuente en medio, justo en el lugar que poco tiempo antes ocupara el busto de don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las letras locales y aun nacionales, que llegó ser director de esa anacrónica institución frecuentada por puristas y demás enemigos del cambio que se dedica a limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua.

Como es habitual en esas edades, salíamos en grupos más o menos cerrados llamados pandillas que, dependiendo de algunos matices semánticos —como el grado de zafiedad de sus miembros o, también, la existencia o no en estos de inclinaciones delictivas—, pueden denominarse también catervas, clanes, cuadrillas, bandas o ligas. En Medina había gran variedad de ellas pero, para mi gusto, la mejor era la de “los locos”. Estos dedicaban el tiempo principalmente a contar chistes, ocupación en la que destacaban por disponer de un amplio repertorio y por la excelente manera que tenían de contarlos. Solían sentarse en uno de los bancos más cercanos a la esquina sur de la Plaza y allí, si no tenían algún oyente que les resultara antipático, estaban contando chistes hasta las dos o las tres de la madrugada en los meses de verano. Lo mejor de todo era la manera que tenían de contarlos cuando no querían que los presentes ajenos a su pandilla se enteraran de su contenido. Decía Pepe:

—El... ¡seis!

—¡Ja, ja, ja! —reían todos los demás—. ¡Ese es buenísimo!

Cuando habían cesado las carcajadas, esperaban que se volviera a hacer el silencio y decía Mariano:

—El... ¡veinticinco!

—¡Ja, ja, ja! —se desternillaban de risa.

Luego, pasados unos minutos de nuevas carcajadas, decía Juan:

—El... ¡quince!

—¡Uuuuuuuuh! Ese es muy malo —decían los otros dos abucheándolo.

Y tú, que estabas allí escuchando, no te enterabas de ninguno. Podías quedarte allí presenciando el espectáculo sin coger ni un chiste, o irte pensando que estaban como auténticas regaderas, o las dos cosas; es decir: quedarte allí sin coger ningún chiste mientras pensabas que estaban como auténticas regaderas. Esta era la mejor.

Otra de las distracciones de “los locos” era sacar de sus casillas a los honorables integrantes del Cuerpo de la Policía Municipal —a quienes envío desde aquí mi más respetuoso saludo—, algo que conseguían sin violar ley alguna y de forma sutil pero efectiva.

Una noche de verano de aquella época, una de esas noches tan calurosas que resulta imposible pegar ojo antes de las cuatro de la mañana, “los locos” aparecieron en la plaza más tarde de lo que acostumbraban y perfectamente pertrechados para pasar un día de playa. Traían una bolsa-nevera, tumbonas, sombrillas, una radio, bronceadores, toallas, un balón de Nivea, etc. Iban calzados con chanclas, llevaban gafas de sol y vestían bañadores y camisetas.

Se instalaron en la misma puerta del ayuntamiento. Abrieron las tumbonas y las sombrillas, conectaron la radio, sacaron refrescos de la bolsa-nevera y se tendieron a tomar la luna.

PEPE (Con auténtica delectación): ¡Ay...! ¡Qué bien se está aquí!

MARIANO (En la misma línea): ¡Desde luego! Esto de ir a tomar baños de mar es de lo más saludable. A mí me lo lleva recomendando el médico un montón de tiempo, pero, como vivimos tan lejos de la costa, hasta ahora no había podido.

JUAN (Señalando al frente): ¡Mirad ese velero que navega en paralelo a la costa! A ver si mañana podemos embarcarnos en él y llegar hasta una de las islas.

PEPE (Negando con la cabeza): No creo que podamos... Conozco al propietario y...

JUAN (Incorporándose en la tumbona): Pues si lo conoces ya lo tenemos hecho, ¿no?

PEPE (Negando otra vez con la cabeza): No creo. Últimamente está enamorado y se embarca a solas con su amorcito.        

MARIANO (Con auténtica cara de placer): ¡Oooh! ¡Cómo me gustan el olor del mar y el sonido de las olas! (Sorprendido) ¡Huy! La marea está subiendo!

(Se levantan los tres de sus tumbonas respectivas, las acercan aún más a la pared que tienen justo detrás y vuelven a tenderse. En ese momento aparece en escena un hombre vestido con el uniforme de la Policía Municipal).

MUNICIPAL (Visiblemente enfadado): ¿Se puede saber qué hacéis, muchachos?

TODOS (Se nota que lo han ensayado): ¡Estamos pasando una noche de playa!

MUNICIPAL (Al borde del infarto, rojo como un tomate): Aquí no se puede estar... Así que ahora mismo levantáis el chiringuito y os marcháis con la música a otra parte.

[A estas alturas, todos los ocupantes de la plaza se habían acercado para oír mejor la conversación.]

PEPE (Muy tranquilo y sin moverse de la tumbona): Perdone, sargento, pero no hemos visto ningún cartel que prohíba instalar aquí las tumbonas.

MUNICIPAL (Halagado por un tratamiento que no le corresponde): Bueno, bueno... Está bien, está bien. Tenéis mi autorización para instalaros donde queráis, pero, desde luego, en la puerta del Ayuntamiento no es posible.

MARIANO (Sorprendido): ¿Ayuntamiento? ¿Qué ayuntamiento?

JUAN (Sacando un calamar enorme de la misma bolsa-nevera que contiene los refrescos): Tome, mi teniente; aquí tiene un calamar que hemos pescado hace un momento.

Cuando vimos a Juan con el calamar en la mano, todos los ocupantes de la plaza, que hasta entonces esbozábamos tímidas sonrisas, prorrumpimos en sonoras carcajadas, lo que ocasionó el definitivo cabreo del servidor de la ley y el final de aquella jornada playera.

 

Otra de las pandillas que vale la pena recordar es la de “los Antonios”. Se llamaba así porque sus siete integrantes habían sido bautizados en la pila de la parroquia con el nombre de Antonio. Nunca supimos si se habían agrupado por casualidad o por ser todos tocayos y estar bien avenidos. De todas formas, para que no hubiera confusiones, ellos mismos habían buscado variantes a sus nombres y habían acabado por denominarse Antoñito, Antonio, Anthony, Antoine, Antón, Ñito y Toni. La especialidad de “los Antonios” era la broma macabra, fantasmal o mortuoria, que de estas tres formas la denominaban. La más conocida de todas es la del fantasma del fraile del Caserón de las Cigüeñas, un edificio misterioso y legendario que está situado en una de las calles más monumentales de Medina.

Como es normal en estos casos, sobre el Caserón de las Cigüeñas se han contado, y aún se cuentan, historias de fantasmas y aparecidos. La del fraile siempre nos atrajo a todos por el misterio en el que está envuelta. Según cuentan, el fraile en cuestión se llamaba fray Pepenetra y era amante de Azucena Olavide, una de las señoritas más encopetadas de la sociedad de su época, mediados del siglo XVIII más o menos. Se habían conocido en un convento cercano al Caserón y allí se había iniciado el amor entre ellos. La juventud de los dos había provocado en sus cuerpos un fuego muy difícil de apagar y, además, les había llevado a cometer indiscreciones que habían ocasionado que sus amores se hicieran públicos. Cuando llegaron a oídos del padre de la muchacha, señor y dueño del Caserón de las Cigüeñas, habló con los superiores de fray Pepenetra y estos se vieron obligados a reprender severamente al muchacho y a comunicarle su traslado forzoso e inmediato a un convento que estaba aislado en la montaña, el lugar que tenían dispuesto para recluir a los hermanos que sacaban los pies del plato. La muchacha, por su parte, había sido castigada a no volver a salir de su casa hasta nueva orden, orden que, con toda seguridad, tardaría años en llegar.

Esa misma noche, desafiando todas las leyes divinas y siguiendo las más humanas, fray Pepenetra intentó llegar hasta la alcoba de Azucena; era la última noche que pasaría en Medina y, probablemente, la única ocasión que les quedaba a los dos amantes para encontrarse.

A las tres de la mañana abrió la puerta de su celda y, procurando no hacer ningún ruido, cruzó el claustro del convento en dirección al huerto. Los anímales fantásticos que poblaban los capiteles de las columnas pareadas lo miraban pasar en silencio. La luna azuleaba los perfiles. Una vez en el huerto saltó sus muros sin mayor problema y, pegado a las paredes para evitar ser visto por la ronda de los alguaciles, se encaminó al Caserón. Cuando llegó ante sus muros, los rodeó buscando el balcón de Azucena. Caminaba feliz y confiado, ajeno a cualquier peligro; no podía suponer que, a la vuelta de una esquina, lo esperaban cuatro hombres pagados por el padre de la muchacha.

Nunca más se supo de él. Sus superiores se sintieron satisfechos con la versión según la cual había huido del pueblo y prefirieron no realizar más averiguaciones. Fray Pepenetra era una persona imprudente, y esto lo convertía en un elemento molesto para la orden.

Desde entonces, siempre según la leyenda, el fantasma del pobre Pepenetra vaga insomne por los patios y las cámaras del Caserón de las Cigüeñas, el lugar donde fue enterrado su cuerpo. Azucena, aunque le costara mucho trabajo hacerlo, tuvo que aceptar la versión oficial y acabó olvidando antes de lo que pensaba a aquel hombre de hábito levantisco.

Ese es el origen de la historia del fantasma del fraile; ahora entran en acción nuestros héroes. Una noche de verano, “los Antonios”, valientes y decididos como ellos solos, dispuestos a comprobar la existencia o no del fantasma, entraron en el Caserón para verificar verdad de todo aquello. Por si acaso el fraile no se dignaba aparecer, Antón, sin haberle dicho nada a nadie, se había vestido de fray Pepenetra y había saltado los muros del huerto dos horas antes de la establecida para la entrada del grupo, que aquella noche se vería aumentado gracias a la asistencia de unos cuantos curiosos ajenos a “los Antonios”. Para reírse un poco a costa de los advenedizos, Anthony, cabecilla del grupo, había hablado con Toni para que se disfrazara de fray Pepenetra y saltara los muros del Caserón una hora antes de la establecida para la entrada de todo el grupo. Como veis, esa noche los fray Pepenetra iban a ser por lo menos dos y ninguno de ellos iba a saber de la existencia del otro.

Estando así las cosas, cuando daban las dos de la mañana, aquel nutrido grupo de estudiosos de fenómenos paranormales, después de estar esperando a Antón durante un rato y bien provisto de instrumentos de orientación, documentación y defensa (linternas, cámaras fotográficas, magnetófonos, bastones y cachiporras), saltaba los muros del antiguo edificio. Eran unos quince. Avanzaban despacio y formando una piña, todos muy cerca unos de otros. Llevarían un cuarto de hora vagando por las antiguas habitaciones cuando Antón, que a partir de ahora denominaré Pepenatra I, decidió salir de su escondite y presentarse ante el grupo. Andaba despacio, intentando no hacer ruido. El pueblo dormía tranquilo. Casualmente, un par de minutos después, Toni  —Pepenetra II— hacía lo mismo. El grupo seguía en la planta baja; ellos dos estaban en la alta. Por uno de esos azares de la vida, los dos habían entrado en el Caserón por sitios distintos y habían estado escondidos en zonas muy alejadas, lo que ocasionó que, a pesar de llevar los dos un par de horas juntos en el edificio, no se hubieran visto ni oído.

Pepenatra I abandonó su escondite en el ala norte y avanzó despacio y disfrutando con antelación del susto que iba a darle a los curiosos. Por su parte, Pepenetra II hacía lo mismo dos minutos después pero saliendo del ala sur. Exceptuado el ruido que hacían los del grupo de estudiosos, no se oía nada. En el piso alto el silencio era total; los Pepenetra seguían avanzando, aproximándose poco a poco sin saberlo.

De repente a Pepenetra I le pareció oír ruido de pasos muy cerca suya y se detuvo a escuchar. Pepenatra II, por su parte, seguía avanzando pero, justo antes de doblar la esquina de la galería más cercana a la escalera, se topó de frente con Pepenetra I que, aterrorizado, corrió escaleras abajo. Aunque, en un primer momento, Pepenetra II corriera en dirección contraria, su instinto de conservación le llevó a buscar la salida y bajó también la escalera. Allá que iban los dos Pepenetras huyendo el uno del otro en la misma dirección.

El estruendo que hacían con su carrera llegó hasta el grupo de parapsicólogos. Se detuvieron. Aguzaron el oído. Algunos, los advenedizos, empezaron a temblar. “Los Antonios” estaban más tranquilos, aunque empezaban a extrañarse de los gritos que oían, pues no estaba en el guión que su Pepenetra gritase de esa forma.

Cuando los Pepenatra I y II llegaron al final de la escalera corriendo, atropellándose y dando patadas al aire, el grupo vio lo que nunca hubiera esperado: dos Pepenetras corriendo con los hábitos levantados y dando tremendos alaridos. El desconcierto fue total. Los parapsicólogos por un día empezaron a correr como perseguidos por fantasmas y, en un alarde atlético que hubiera sorprendido al mismo Javier Sotomayor, aunque, eso sí, con unas zancadas un poco menos elegantes que las del atleta cubano, saltaron el muro sin apoyo ninguno y siguieron corriendo como el mismo Correcaminos hasta llegar a la afueras del pueblo, pues cada vez que miraban hacia atrás se creían perseguidos por dos fray Pepenetras, quienes, a su vez, huían el uno del otro. Un poema, vamos.

 

Junto con las de “los locos” y “los Antonios”, al mismo nivel que ellas en cuanto a la calidad de sus entretenimientos y a las peculiaridades de su forma de ser y actuar, estaba la pandilla de “los Lady Banana”. Esta es de las primeras que conocí y la que más ha durado; aún hoy, aunque se ven mucho menos por razones laborales o familiares, siguen encontrándose de vez en cuando, al menos dos veces al año. A estas reuniones actuales acuden acompañados de sus parejas y sus hijos, algunos de los cuales han cumplido ya los veinte y, probablemente, harán pronto abuelos a los antiguos pandilleros.

Sus comienzos fueron feriantes. La primera vez que salieron en  grupo y bajo esa curiosa y hortera denominación —inspirada, según fuentes fidedignas, en una canción de Tony Ronald—, fue en la feria de 1974. En aquella época, un periodo —como ya queda dicho— de formación, de tanteos, “los Lady Banana” eran partidarios de la uniformidad. Respetando ese espíritu de grupo, vestían siempre igual y, lo que aún es peor, con los colores más extravagantes para un pueblo tan chapado a la antigua como Medina. Su atuendo hubiera pasado desapercibido en un lugar tan libre como Las Ramblas de Barcelona, pero allí, en aquel pueblo fosilizado, y en aquella época, resultaba de lo más llamativo, aunque, dicho sea de paso, eso era precisamente lo que ellos buscaban: llamar la atención. Aquella feria de 1974 salieron vestidos con sombrero tirolés, pluma incluida, camisa verde josefino, mocasines blancos y pantalones de rayas multicolores de cuatro o cinco centímetros de ancho. Como eran siete u ocho se les veía perfectamente por cualquier sitio que pasaban. ¡Estos eran “los Lady Banana”, sí señor!

Como ya dije más arriba, la fuente de la Plaza del Pueblo había sido colocada en el lugar que antes ocupara la estatua de don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las letras locales y aun nacionales. Esta estatua, un busto en bronce vaciado, tuvo que ser trasladada a otro lugar, que resultó ser una de las plazas menores del pueblo. Allí se la colocó encima de un pedestal pero sin ningún tipo de sujeción, circunstancia que facilitaba la labor filantrópica de “los Lady Banana”. Estos, interesados por el mundo de la cultura y conocedores del tipo de vida que había llevado durante toda su existencia el insigne polígrafo —la típica del ratón de biblioteca—, decidieron un buen día de verano dar algún garbeíto, aunque sólo fuera en forma de efigie, a aquel erudito decimonónico, conseguir que echara al aire alguna de las numerosas canas que había acumulado en sus noventa años de existencia archivística y legajosa.   

A tal efecto, una noche de julio y ya tarde, se acercaron al busto, lo agarraron por sus cuatro esquinas y, con mucho menos esfuerzo del que pudiera parecer necesario en un principio, levantaron al insigne polígrafo y lo introdujeron en su Seíta. El vehículo, que tenía menos papeles que una liebre, lo habían comprado a un legionario avejentado y alcohólico una noche de sed y bares cerrados en la que ellos consiguieron un par de botellas de whisky en el mueble-bar de uno de sus domicilios. Como en los tiempos anteriores a la invención del dinero, hicieron un trueque y todos tan felices. Desde entonces había pasado a ser patrimonio común de la pandilla. Para que su disfrute fuera colectivo, se había instaurado un sistema de turnos que, aunque en un principio resultaba ideal, daba más de un problema cuando alguno de “los Lady Banana” andaba enamorisqueado, pues, por lo general, llegaba siempre tarde a la entrega del coche al compañero que le tocaba detrás suya.

Una vez en el coche, acomodaron al polígrafo en el asiento trasero y partieron raudos hacia otros horizontes. Acabaron en un bar de un pueblo cercano, donde llegaron por carriles camperos para evitar los controles de la Guardia Civil. Su entrada en el establecimiento fue saludada con vivas por su clientela habitual, que no estaba acostumbrada a ver llegar a nadie con una estatua bajo el brazo. Se acercaron a la barra, colocaron al polígrafo sobre su pulida superficie y esperaron al camarero.

—¿Qué va a ser? —les preguntó el barman.

—Cinco cervezas, cuatro para nosotros y una para nuestro amigo.

Un parroquiano se les acercó con mirada zumbona.      

—¿Cuánto queréis por la estatua del abuelo?

—La estatua no está en venta y, además, no es nuestro abuelo.  

—¡Venga, hombre! Os doy mil duros —insistió el cliente—. Esta quedará muy bien en el salón de mi casa.

En aquella época cinco mil pesetas era mucho dinero.

—Ya le hemos dicho que no está en venta.

—¡Dos mil duros!

Mientras, en Medina, los despiertos defensores de la ley, los Policías Municipales, realizaban su ronda nocturna en su cuatro latas blanco. La noche estaba tranquila. No pasaba nada. Parecía que iba a ser una noche como otra cualquiera. Sin embargo, al llegar a la plaza del insigne polígrafo, notaron algo extraño: la estatua había volado.

—Da parte, rápido —dijo el conductor al acompañante.

—Central, central, aquí unidad uno.  ¿Central...?  ¡No contestan!

—Insiste.

—Central, central; aquí unidad uno.

—Aquí central. Dime, unidad uno —contestó por fin la voz de la central.

—Notificamos el robo de la estatua del polígrafo.

—Oído comisaría. Alerto rápido a la unidad dos.

Esa noche, y al día siguiente, hubo revuelo en la comisaría pues, después de haber alertado a todos los coches patrulla, dos en total —que se pasaron la noche dando vueltas como locos—, la estatua volvió a aparecer en su sitio a la mañana siguiente y nadie observó nada raro. Era un misterio.

            Hasta que el busto fue sujetado al pedestal con poderosos garfios metálicos, hubo muchas noches como aquella, de diversión para “los Lady Banana” y de quebraderos de cabezas para los guardianes del orden y las buenas costumbres. Gracias a esta pandilla, don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las letras locales y aun nacionales, viajó en forma de efigie a la mayoría de los pueblos cercanos, a la capital de la provincia y a las mejores playas del Mediterráneo y el Atlántico. Me consta que, desde entonces, la estatua luce una sonrisita que antes no tenía.

sábado, 12 de octubre de 2013

Presentación de "Ni mitos, ni lisonjas".

 
 


Título: Ni mitos, ni lisonjas (de los cuadernos de Arcadio).

Autor: Eloy Reina Sierra.

Lugar: Salones altos del Casino de Osuna (Sevilla).

Fecha y hora: 11 de octubre de 2013, 20’30.

Presentador: Víctor Espuny Rodríguez.

 

 

Señor Presidente del Casino de Osuna, señor Presidente de los Amigos de los Museos, señora Delegada de Cultura, otros miembros de la Corporación Municipal, estimado Eloy, señoras y señores; muy buenas noches a todos.

Es para mi un honor y una gran satisfacción personal el estar aquí hoy para participar en la presentación pública de Ni mitos, ni lisonjas, la última de las obras publicadas de Eloy Reina Sierra. Como ya dije en otra ocasión, estamos ante un escritor cuyos trabajos son de conocimiento imprescindible para cualquiera que busque en la lectura algo más que un entretenimiento intrascendente y sea un enamorado de Andalucía y, sobre todo, de Osuna. El libro que presentamos hoy viene a completar una trilogía, la iniciada por A partir de la luz, publicado en 1989, y continuada por Cuadernos de Arcadio, presentado en estos mismos salones en el mes de diciembre de 2006. Estos tres libros, de lectura necesaria para cualquier amante de Osuna, de la poesía y, en general, de la vida, constituyen los tres firmes pilares en los que se asienta el universo poético de Eloy, pues las tres obras se encuentran interconectadas, se enriquecen unas a otras y llegan a formar un todo interrelacionado de alusiones vitales y formas poéticas que, estoy seguro, algún día será estudiado, analizado y comentado como se merece. A este edificio creativo, sin embargo, hay que añadir un soporte más, un pilar básico pero un poco alejado en el tiempo, sin el cual el universo creativo de nuestro poeta resultaría incompleto. Me refiero, como no, a la revista Arcadio, fundada por Manuel Rodríguez-Buzón y por el mismo Eloy en la segunda mitad de los años cincuenta, publicación de gran nivel intelectual en la que, entre otros, colaboraban asiduamente autores de la talla de Antonio Pedro Rodríguez-Buzón —aquel poeta de Osuna que fue capaz de emocionar a Sevilla entera con su pregón apasionado—, de Felipe Cortines Murube —el poeta modernista palaciego, colaborador de Menéndez Pelayo—, de Manuel Ferrand —redactor jefe del diario ABC, colaborador de La Codorniz y Premio Planeta en 1968—, de Juan Camúñez —el fino escritor y abogado urasonés— y de Alberto García Ulecia —el poeta, flamencólogo y profesor de universidad natural de Morón de la Frontera. Entre todos ellos existió siempre una gran amistad y a la memoria de algunos dedica Eloy versos memorables. Sirvan, como ejemplo, estos dedicados a García Ulecia, pertenecientes al poema titulado “Una carta de Alberto”:

 

“¡Eras tan fino

y tan alegre y tan desenfadado

el aire de tu estilo!...

que sólo tu presencia

hacia cantar al pájaro en su nido,

presintiendo gozoso

salir favorecido

enredado en las ramas

de unos versos sencillos”.

 

Ciertas facetas de la personalidad de Eloy, la sensibilidad, la generosidad, el desprendimiento, están presentes en todas y cada una de las páginas de Ni mitos, ni lisonjas, un libro en el que está compendiada la experiencia y la sabiduría vital de su autor, una obra escrita por una persona que, a sus ochenta años, sigue escribiendo con la misma ilusión y energía que un joven pero con el atractivo añadido del que viene de vuelta de muchas cosas y puede opinar sobre ellas de forma racional y desapasionada. Desde este punto de vista, Ni mitos, ni lisonjas debe ser considerada como una obra dictada por la experiencia que viene acompañada por ese halo de respeto y venerabilidad que desde siempre, hasta en las culturas más primitivas, ha acompañado la palabra de la persona mayor, la más sabia y experta.

La obra, prologada de manera excelente por Mariano Zamora Torres e ilustrada con unas atractivas acuarelas de José María Catret Suay, está dividida en distintas secciones temáticas. Cada una de ellas, como si del joyero de una antigua reina se tratase, contiene piezas de gran valor, tanto que resulta difícil decidir cuál sea la más preciada. Esa labor de selección es la que yo he realizado, y ha dado como fruto las reflexiones y observaciones que a continuación les expongo.

La primera sección, titulada “DOSUNA”, toma el título de ese gentilicio espontáneo relativo a Osuna que todos hemos pronunciado alguna vez. “Yo soy d’Osuna” decimos, como otros dicen yo soy de Carmona, o de Utrera. Rara vez, la verdad, decimos que somos ursaonenses o osunenses, pues estos son términos demasiado elevados para la mayoría de nuestras conversaciones cotidianas. Esta sección, la primera, está dedicada, pues, a Osuna, a situarnos en el mapa de nuestras nostalgias y nuestros recuerdos, a recordarnos de donde venimos y por donde nos movemos cada vez que salimos a la calle. En ella encontramos varios poemas que sirven a nuestro autor para recordar, y seguir, el impulso restaurador y conservador de nuestro patrimonio histórico artístico encabezado en su día por nuestro llorado Manuel Rodríguez-Buzón. Entre ellos, el titulado “Monumento”, que tiene como fin recordarnos la inexplicable ausencia en Osuna de un monumento público dedicado a Don Juan Téllez-Girón, hacedor de los conjuntos monumentales que hoy disfrutamos los habitantes y los visitantes de Osuna, Morón, Olvera, Archidona, etc. etc. Escribe Eloy:

 

“Sentado en una jamuga

con doña María a su lado,

yo veo a nuestro fundador,

nunca bien justipreciado,

en un monumento pétreo

en lugar privilegiado,

como muestra del afecto

al que estamos obligados.

 

Y escrito en el pedestal

lo que es justo y necesario:

AL CUARTO CONDE DE UREÑA,

DON JUAN TÉLLEZ, GRAN CRISTIANO,

FUNDADOR DE CUANTO VEIS

EN ESTA VILLA Y SU ESTADO”.

 

En esta misma sección se halla un poema titulado “Federico y el duende”, una composición cincelada en los bellos y elaborados endecasílabos de Eloy que viene a recordarnos la más que probable realización de una visita de Federico García Lorca a Osuna y una de sus conferencias más célebres, la titulada “Juego y teoría del duende”, pronunciada por el escritor granadino por primera vez en Buenos Aires, en la sede de la Sociedad de Amigos del Arte, el 20 de octubre de 1933. Dicha conferencia, según los estudiosos —en particular José Martínez Hernández—, contiene una de las más profundas reflexiones sobre la creación artística que se han dado desde la cultura española y, además, está repleta de intuiciones, aún no superadas, sobre la esencia del arte español y sobre el origen de la emoción estética más profunda. En ella, Federico diferencia entre el Ángel y la Musa, elementos inspiradores de la creación artística externos al artista, y el Duende, el más real de los personajes irreales, que vive adormecido “en las últimas habitaciones de la sangre” y que sólo despierta y aflora al exterior en contadas ocasiones, aquellas en las que el artista realiza sus mejores obras. El Duende, por definición, realiza obras únicas e irrepetibles, por lo que, en general, sólo se manifiesta en artes temporales tales como la música, la danza y la poesía hablada. Sin embargo, en su exposición García Lorca menciona varias obras materiales producto del arte y la cultura españolas en las que el duende del artista se manifestó de forma clara, y una de ellas, precisamente, es “la cripta de la casa ducal de Osuna”, así lo escribe Lorca, una obra relacionada con la muerte, como suele estarlo el duende, que aflora desde las últimas potencias del alma, desde las entrañas mismas. Recomiendo encarecidamente tanto la lectura de la conferencia de Lorca como, por supuesto, la composición de Eloy, quizá el poema más profundo, inquietante y sugerente del libro que presentamos hoy y, sin duda, el más valioso, para los historiadores de la literatura, de los que se han escrito en Osuna en las últimas décadas, y ya sabemos que Osuna, afortunadamente, es un pueblo de poetas.

La segunda de las secciones del libro de titula “CUADERNO DE APUNTES DIVERSOS”.  Uno de sus poemas más característicos, titulado “La Turquilla”, viene a mostrarnos cómo, una vez más, lo popular, lo rural, lo agrario, tiene una fuerte presencia en el universo poético de Eloy, un escritor muy sensible a la realidad que le rodea. Como decía Juan de Mairena, aquel profesor de gimnasia que desaconsejaba el esfuerzo físico y el más célebre de los heterónimos de Antonio Machado, “si vais para poetas cuidad vuestro folklore, porque la verdadera poesía la hace el pueblo”. Y eso, precisamente, es lo que hace Eloy en este poema, que se encuentra salpicado de términos populares que quizá nunca soñaron con aparecer en un libro de poesía teóricamente culta, aunque no cultista, palabras de bella sonoridad que nuestro poeta emplea con la mayor propiedad, elevándolas y dignificándolas. Oigan, si no:

 

“Los patos sobrevuelan las lagunas

con el buche atestado de espiguillas.

Se asoma una avutarda

al balcón de una herriza

y cruzan en bandadas por el cielo

las grullas señoritas

muy cerca del majuelo

que a duras penas crece entre las ricias”.

     

            Esta sección, ”CUADERNO DE APUNTES DIVERSOS”, se nutre también de poemas en los que Eloy recrea personajes tipo, que también pueden ser reales, muchos de ellos reconocibles por los lectores, sobre todo por aquellos que vivieron la Osuna de la posguerra, un época llena de luces y sombras pero de indudable interés desde el punto de vista sociológico. Eloy retrata estraperlistas, señoritos y señorones, personajes impensables hoy día, pero que en aquella época eran perfectamente reales y aceptados por la sociedad, que incluso les bailaba el agua cuando lo creía necesario.

            La siguiente sección es quizá la más humana de todas, la más llena de ternura. Lleva por título “EL MUNDO DE MANOLO” y, como ya habrán adivinado alguno de los oyentes, está dedicada a Manolo Calvo, aquel señor de caballerescas y señoriales maneras que llenaba de magia y amabilidad los momentos que vivía. Los que tuvimos la fortuna de conocerlo y apreciarlo siempre nos consideraremos unos privilegiados, pues era uno de esos personajes que se dan cada siglo y sólo pueden nacer y desarrollarse en culturas y sociedades como la nuestra, mediterránea, donde el desprecio por el valor del tiempo y el aprecio por una buena conversación son capaces de alterar la agenda del más pintado. Eloy describe magistralmente su personalidad y sus maneras con estos versos que he escogido:

 

“¡Cómo detalla el gesto y el ornato!

¡Cómo aprovecha el tiempo que malgasta!

¡Cómo presume de algo

que pocos saben el valor que alcanza!

 

Parece estéril su saber estar,

su empaque y su prestancia.

Mas como hicieran Catulo y Pretorio

sabe mostrar con sátira

los vicios y virtudes de unos seres

—compadres prescindibles de una casta—

que preguntan a veces —ignorantes—

con decir esas cosas, ¿cuánto gana?”

 

Bellos y profundos versos, sin duda, que nos alejan del desinterés y el mercantilismo, los principales enemigos de la poesía.

En relación a esta sección, quiero contarles una anécdota que retrata muy bien a Manolo. Cuando ya la tenía escrita, Eloy lo invitó un día a su casa para leérsela. En la versión primera, y con intención de preservar su identidad, Eloy había escrito Manolo Hidalgo en vez de Manolo Calvo, una secuencia que fonética y prosódicamente resulta equivalente. Manolo, durante la lectura, estuvo todo el tiempo callado, muy atento, serio, reconcentrado. Al acabarla se despidieron, y Eloy se quedó un poco preocupado, pensando que los versos no le habían gustado nada, pues no había hecho ningún comentario elogioso. La sensación, sin embargo, desapareció al cabo de un par de días, cuando Manolo, en medio de una conversación sobre el poema, le preguntó por qué había escrito Manolo Hidalgo. Cuando Eloy se lo explicó, él, simplemente, le dijo: “¿Y por qué va a aparecer Manolo Hidalgo en vez de Manolo Calvo?”. Así era Manolo, tan atento y considerado que le costaba trabajo pedir aun lo que le correspondía de pleno derecho.

Tampoco está ausente de la obra de Eloy uno de los motores económicos de Osuna, el cultivo del olivo, ese árbol siempre verde que hace de ciertas provincias de Andalucía y parte del término de Osuna un bosque continuo en el que no existen tonos otoñales ni ramas desnudas. No encontrará el lector otra región de España tan arbolada como Andalucía, ni una población que pueda rivalizar con Osuna en la calidad de sus aceites. Eloy dedica inspirados versos al cultivo del árbol y deja también constancia de aquellos pregones del aceite que trajeron a Osuna a algunos de los mejores literatos de la lengua castellana, como su admirado José Manuel Caballero Bonald y el Premio Nobel Mario Vargas Llosa.

Pero no queda ahí el libro de Eloy, pues a lo largo de sus más de ciento setenta páginas nos sigue regalando con valiosas joyas literarias.

A Jerez dedica un poema, y otro a Sevilla, dejándonos en este último, titulado “La Campana”, un fiel retrato de la vida del corazón de la ciudad hispalense en los años cincuenta y sesenta. En él, retrata aquella irrecuperable época dorada del flamenco, diciendo:

 

“Los ancestrales ecos de la tierra

desde una esquina a la otra se escapaban

tropezando en los quicios de una historia

metida en un fandango de palanca.

 

De un Madrid de tugurios y mesones

aparecía Vallejo en el bar Plata.

En la otra acera, el Pinto y la Pastora,

los dos pontificaban

con Antonio Mairena, que escuchaba,

y en el balcón de la confitería

pronto abriría su primera cátedra”.

 

También, en el mismo poema, nos recuerda Eloy la irrecuperable pérdida que supuso el derribo del la casa de los Sánchez Dalp y otras vecinas, en la plaza del Duque, y la justificación bastarda que esgrimían los defensores de aquel atentado estético:

 

“Un poco más allá en la otra plaza

había señales de modernidad.

Derribos de la noche a la mañana.

Era el tiempo cumplido, como dicen

los que engañan al mundo con palabras.

Palacios neogóticos ¿pastiches?

borrados de la perspectiva urbana,

pasaron a ser lonja compulsiva

y pusieron de moda las rebajas”.

 

            La sección que lleva por título “HOJAS DE UN DIARIO”, situada casi al final del libro es, quizá, la más personal de todas, dictada por las reflexiones íntimas, pero expresadas en voz alta, de un hombre que ha visto en la vida tantas y tantas cosas que ya distingue perfectamente lo fundamental de lo superfluo, y sabe, de verdad, aquello por lo que vale la pena vivir y escribir. Desde el punto de vista formal, es la más libre de todas. El verso blanco, dominado siempre, eso sí, por un endecasílabo de ritmo pausado y elegante, es el cauce en el que mejor expresa el autor sus inquietudes más íntimas y por el que fluyen sus sabias y reflexivas advertencias vitales. Estas páginas del libro  parecen lo que en realidad son: un pequeño tratado de ética en el que Eloy nos lega la sabiduría que la experiencia le ha dado a lo largo de los años.

 

“Yo no cuento [, escribe Eloy,] los días y las horas

sino por lo que tienen

de discreción y estudio.

Un día puede ser

casi una eternidad,

por todo lo que tuvo de provecho”.

 

            Y llegamos al final del libro, como indica el título de la última sección, subtitulada por Eloy con la palabra “cartas”. Este apartado se compone de poemas con los que el autor, emocionado, hace balance de lo que lleva vivido y se despide de algunos de sus colegas. Tal es el caso de la poesía dedicada a Alberto García Ulecia, de la cual leímos un fragmento al inicio de la presentación, y, también, de la titulada “Una ausencia más”, carta, en forma poética, dirigida a Rafael González Rodríguez, natural de Aguadulce pero criado en Osuna, escritor y periodista, director que fue de El Ideal Gallego, El Correo de Andalucía y el diario Ya, fallecido a comienzos de 2013, y amigo personal de Eloy. Esta última sección nos deja también poemas en los que el autor condensa parte de su experiencia vital, como los titulados “Consejo” y “Sin novedad en la vida”, de muy recomendable lectura para entender el proceso creativo en la poesía y para conocer las claves de una vida larga y fructífera, como es la de Eloy, un autor que no quiere para Osuna ni mitos ni lisonjas pues, como escribe en su libro,

 

“El mito es la moneda que se guarda

de todo lo que queda por decir

después de dicho todo”.

 

            Muchas gracias.



domingo, 22 de septiembre de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (XI).


Capítulo 14

 
 

Una de las aficiones preferidas de mi padre era viajar. Lo hacía sin prisas y, las más de las veces, sin itinerario establecido. Sólo sabía de dónde saldríamos y adónde llegaríamos, pero no por dónde iríamos. Así, no es de extrañar que para ir de Almería a Tarragona pasáramos por Zamora, o que Segovia fuera un lugar de paso en el viaje de Oviedo a Santander. Decía que lo importante era llegar y no por dónde se fuese. Era un hombre sabio, mi padre.

En pocos años nos convertimos en el terror de restaurantes, hoteles y paradores. La simple visión de nuestro mil quinientos familiar, repleto de niños de todas las edades deseosos de inspeccionar los establecimientos, hacía temblar a los encargados de los que elegíamos para comer o pasar la noche. En Úbeda, en el Parador Nacional "Condestable Dávalos", teníamos una de nuestras pocas paradas fijas. Como sabrá el lector viajero y aficionado al arte y la historia, este es un edificio misterioso, lleno de rincones habitados por antiguos fantasmas que ya deben estar un poco apolillados porque el presupuesto no da para sustituirlos por otros nuevos. En general, todo el centro histórico de la Mágina muñozmolinense estaba en aquella época tan viejo y tan falto de cuidados que parecía que se iba a caer de un momento a otro.

Mientras mi padre hablaba en Recepción con el atribulado y tembloroso señor del traje oscuro, que lo escuchaba parapetado tras el mostrador, nosotros nos dedicábamos a realizar las labores  de inspección y reconocimiento de locales que tanto nos gustaban. Nos dividíamos de forma espontánea en varios grupos y corríamos ordenadamente por pasillos y escaleras, desarmando panoplias, gritando "¡D´Artagnan al ataque!" y dando inocentes sustos a los huéspedes y las camareras, siempre con la sana intención de alegrarles la vida. Estoy seguro de que los mustios jubilados alemanes y franceses que ocupaban el noventa por ciento de las habitaciones, recordarán siempre con cariño la graciosa manera que teníamos de adornar el silencio y la quietud en la que vivían normalmente. Seguro que hasta nuestra llegada se aburrían como ostras y estaban deseando que llegara un grupo como el nuestro.

La primera fase de la inspección se acababa cuando mi padre nos llamaba amablemente para que nos reuniéramos en el patio:

—¡Venid aquí ahora mismo si no queréis dormir calentitos esta noche!

A ninguno de los once nos gustaba pasar calor de noche y acudíamos con prontitud a su llamada. Nos disponíamos a su alrededor, en círculo, como si fuéramos humildes arrayanes plantados en torno a un ciprés alto, viejo y sereno.

—A ver: Agustín y Pedro van a la 203; Andrés y Jaime, a la 204; Mamá, Héctor y yo, a la 205 —¡Pedro!, ¡Estáte quieto!—; Sole y Chica, a la 206; Irene y Pilar, a la 207, y Eva y Alba a la 208.

Entonces había que ver con qué gracia subíamos la escalera y tomábamos posesión de nuestros aposentos: todo era un abrir y cerrar de puertas y ventanas, un acrobático pero calculado saltar de los armarios a las camas, un pacífico dialogar para llegar a un acuerdo sobre quién dormiría junto a la puerta y quién junto a la ventana. Todavía no he podido explicarme por qué pedían un cambio de habitación nuestros vecinos extranjeros y no se unían a nosotros... ¡Con lo bien que se lo podían haber pasado! 

Al rato, repeinados y con la camisa bien metida por dentro de los pantalones, bajábamos para cenar. Nuestra entrada en el comedor se veía acompañada por sinceras palabras de elogio, admiración y simpatía. Nosotros sabíamos corresponder a aquellas muestras de cariño desinteresado y, por lo general, no mordíamos a nadie que no nos tocara la cabeza o la barbilla o no nos llamase "monines". 

La cena solía transcurrir sin incidentes dignos de mención. Las camareras del parador, siempre tan amables y tan atractivas gracias a sus sicalípticos trajes regionales, discutían por tener el indudable privilegio de atender nuestra mesa, que ocupaba todo una pared del comedor. Estaba claro que, antes que a los sosos comensales centroeuropeos, nos preferían a nosotros, pues sabían que no iban a tener tiempo de aburrirse.

Una vez terminada la cena, cosa que no ocurría hasta después de llevar media hora solos en el comedor, nos retirábamos a nuestras habitaciones precedidos por nuestro padre, que, previamente, nos había dirigido delicadas amonestaciones como El primero que se levante duerme en el patio o Al primero que oiga lo cuelgo de una percha. Nuestras candorosas almas infantiles recibían aquellas bellas palabras como un bálsamo benéfico, como una bendición del Señor.

Hora y media después, todos los ocupantes del Parador Nacional "Condestable Dávalos" dormían plácidamente. Soñaban con fiordos noruegos, pechugonas cerveceras muniquesas, parisinas de pelo corto y piernas esbeltas o con la dependienta del estanco de la esquina, una persona más cercana y accesible. Todos. Todos menos nosotros, que nos creíamos investidos de un deber que nos mantenía desvelados: nuestras labores de inspección y reconocimiento de locales.

Pedro, nuestro capitán, abría cuidadosamente la puerta de la 203. Se oían los ronquidos de alguien que había abusado del vino en la cena. Un reloj de pared daba las dos. La puerta de la 204 se abría también. Ya andábamos los cuatro por el pasillo, descalzos y en pijama. Objetivo: una brillante armadura que había en el rellano de la escalera.

Aquella noche nuestra inspección hubiera sido un éxito absoluto si no hubiéramos cometido un pequeño error. Pensamos que dentro de la armadura había algo así como un armazón que hacía posible que se mantuviera en pie. Ninguno de nosotros podía pensar que aquel señor tan armado no iba a soportar el peso de los cuatro cuando nos colgáramos de él, que fue la feliz idea que se nos ocurrió. Aquello, que ni era un guerrero, ni una armadura, ni era nada, cayó rodando por los escalones con la discreta compañía de un ruido espantoso de hierros viejos y latas retorcidas. Imagine el lector cómo corríamos hacia nuestros cuartos: si hubiera habido allí un cronometrador olímpico, hubiéramos pasado a la historia por haber batido sobradamente el record de los 100 metros obstáculos varios. Nuestro padre no nos pilló  por décimas  de  segundo.

—Abrid ahora mismo! —gritaba mientras aporreaba la puerta de la 203. Siempre había que buscar un culpable y echarle una riña, y el pobre de Pedro se las llevaba todas.

A la mañana siguiente abandonamos el parador después de un desayuno rápido, cabizbajo y silencioso. Al ir hacia la puerta pude ver que el recepcionista tenía lágrimas en los ojos. Estaba muy triste. Se veía que nos iba a echar mucho de menos hasta que volviéramos por allí. Nosotros, para consolarlo, nos despedimos con un ¡Hasta pronto! que debió dejarlo tranquilo.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (X).


Capítulo 12+1


 

Pasaron los meses y los años, aunque a mí, desde luego, no me lo parecía, pues todo era una sucesión continua de juegos, risas, atrevimientos y castigos, la mayoría de ellos inmerecidos, todo hay que decirlo.

La familia siguió creciendo. Nuestros padres parecían decididos a contribuir de forma considerable al aumento de la población y nadie puede decir que no lo consiguieran. Resultado: la casa de la Alameda, aquella donde habíamos pasado los mejores años de nuestra vida, donde habíamos contribuido a que la infancia pudiera ser considerada como un colectivo de seres inquietos pero benignos, quedó vacía de muebles una mañana de julio. Las habitaciones, desnudas y llenas de ecos extraños, resultaban mucho más pequeñas de lo que siempre nos habían parecido. Sus paredes, llenas de extrañas manchas cuadradas, parecían el viejo escenario de un teatro abandonado. Y yo, que ya entonces presentaba una rara propensión a la melancolía, me paseaba por ellas con los ojos humedecidos, recreando en la imaginación los sabrosos diálogos y las inocentes peripecias que habían sucedido en ellas. Jaime, mientras tanto, seguía en el patio, intentando, por última vez, recuperar el regalo de Juanita Reina pues nunca había perdido la fe en conseguirlo.

Nuestro padre, desde el asiento del conductor del coche en marcha, nos gritaba:

—Es la última vez que os llamo. Si no bajáis ahora mismo, os vais andando hasta el campo del Betis. El último que tire de la puerta.   

Ante una perspectiva como esa, poco atractiva en un día de verano, salimos a la calle, tiramos de la puerta y nos montamos en el coche. La familia, seguida de una camioneta que llevaba los muebles, partía hacia nuevos horizontes.

La casa nueva resultó mucho más bonita que la anterior, y más grande. Tenía también terraza y varios pisos, y estaba rodeada por un jardín donde crecían buganvillas, damas de noche y limoneros, algunos de los cuales parecían centenarios. Y, sobre todo, la casa nueva era luminosa, alegre, diáfana, de habitaciones donde el sol, tamizado por las ramas de las plantas, entraba con tonalidades verdes, brillantes y festivas.

Pero nunca nada es totalmente perfecto. Como nos sobraba casa, y eso a pesar de que la familia no paraba de crecer, se vino a vivir con nosotros uno de los hermanos de mi padre, nuestro tío Rafael, que era un hombre soltero, callado y gran amante de la gimnasia. A partir de entonces, nuestra rutina mañanera cambió bastante. Cuando el sol apenas había empezado su recorrido diario por los cielos, cuando acababa de amanecer, (para entendernos y dejarnos de pedanterías), nuestro tío Rafael nos despertaba de forma suave pero efectiva. No lo hacía mandando a las habitaciones músicos que tocasen en el arpa melancólicos aires sefardíes, ni tampoco ordenando la presencia en ellas de bailarinas que girasen en torno a las camas y nos cubriesen de flores y besos, no: lo hacía poniendo su manaza en nuestro hombro e imprimiéndole un movimiento de intensidad creciente que lograba despertarnos con la impresión de ser llamados  urgentemente para apagar un fuego o relevar a algún centinela de un cuartel en zona de guerra.

Uno a uno, en pijama o camisón según el sexo pero todos legañosos, aturdidos por la violencia del despertar y con las greñas en perfecto desorden, íbamos apareciendo en la terraza y disponiéndonos alrededor de nuestro tío. El aire fresco de la mañana, enriquecido generosamente por la dama de noche, nos daba su particular buenos días. Acto seguido, cuando conseguía reunir a todos los futuros campeones olímpicos que éramos entonces, cuando hasta Agustín, siempre indolente y malhumorado ante la perspectiva de hacer ejercicio físico, había ocupado su lugar, nuestro atlético tío Rafael comenzaba su tabla de ejercicios. Según he podido descubrir años después, los tomaba de la obra de cultura deportiva Mi sistema para los niños, escrita por J. P. Müller, ex-teniente de ingenieros del ejército danés. Publicado en España a comienzos del siglo XX, es un volumen en octavo mayor ilustrado con numerosas fotografías en las que se pueden comprobar los suplicios con los que este militar retirado conseguía tener sometidos a sus hijos. Estos recibían los curiosos nombres de Ib, Per y Bror, que parecen inspirados en alguna leyenda medieval inundada de sangre y protagonizada por aquellos guerreros sanguíneos y bestiales que bebían calvados en los cráneos de los vencidos. Con el ánimo aparente de conseguir que llegaran a ganarse la vida trabajando de contorsionistas en un circo, se ve a Müller, por ejemplo, sentado en una silla con un bebe en brazos al que dobla la cintura en sentido inverso hasta conseguir que toque la nuca con los talones. La expresión de la cara del niño, que parece darse cuenta del abuso de poder a que es sometido, denota unas terribles ganas de llorar, algo que con toda seguridad empezó a hacer poco después de ser tomada la fotografía. Unas pocas líneas copiadas del prólogo del autor me pueden ayudar a explicarles de qué va el libro exactamente:

 

“Durante los siete últimos años, personas de todo el continente no han cesado de comentar o relatar la muerte trágica de mis desgraciados hijos. Y aun ahora recibo patéticas cartas de pésame, porque se supone que Ib ha muerto por exceso de trabajo, y Per de pulmonía”.

 

Los moralistas de la literatura, aficionados a redactar índices de obras prohibidas, debían haber incluido la del señor Müller en alguno de ellos, haber impedido que fuera impresa o, en su defecto, haber secuestrado todos los ejemplares antes de que propagasen por todas partes su peligroso contenido. De esa forma, a nuestro tío Rafael, que era soltero y sin hijos, no le hubiera dado por someternos diariamente a aquel suplicio, más propio de un campo de prisioneros de guerra o de una familia de saltimbanquis que, por supuesto, de nosotros, que preferíamos quedarnos en la cama hasta las nueve, recrearnos en el desayuno y pasarnos la mañana subidos en un árbol, oyendo el canto de los pájaros o tumbados en la hierba con una novelita de Emilio Salgari o de Julio Verne entre las manos.                                  
Nuestros padres, que nos querían mucho, permitían aquella violación de nuestros derechos de bellos durmientes pensando que era por nuestro bien. Mens sana in corpore sano decían, pero ellos permanecían cómodamente sentados mientras nosotros gastábamos nuestras energías con el único fin de parecer molinos de viento o enfermos de Parkinson que no pueden controlar el temblor de una pierna.     

Entre ejercicio y ejercicio, nuestro tío, amante sobre todo de la salud pulmonar, decía:

—¡Iiiiinspiración! —y levantaba los brazos con la aparente intención de colgarse de una barra invisible, estirando todo el cuerpo y sosteniéndose sólo con las puntas de los pies— ¡eeeeespiración! —y bajaba los brazos, doblaba las rodillas y la cintura hasta ponerse en cuclillas con los brazos estirados y los puños en contacto con el suelo.

Nosotros, humildes aprendices de Joaquín Blume y Nadia Comaneci, intentábamos imitarlo con desigual fortuna. Unos nos caíamos de espaldas en el primer tiempo, el de la iiiiinspiración, y otros de bruces en el segundo, el de la eeeeespiración, pero la mayoría, todo hay que decirlo, realizaba los ejercicios con bastante perfección, la suficiente para no comprobar la aspereza del suelo más de dos o tres veces por día.

            La sesión gimnástica duraba una media hora y finalizaba con uno de estos ejercicios de respiración. Al acabarlo, ya más despiertos aunque aún no del todo, abandonábamos la terraza arrastrando las babuchas, doliéndonos todo el cuerpo y renegando entre dientes del señor que inventó el deporte. Por supuesto, ninguno de nosotros ha llegado a campeón olímpico, ni siquiera a subcampeón del barrio.